1912-2012: Un centenario sin nostalgia
En Puerto Rico hay decenas de calles que llevan el nombre de José de Diego. Quien único lo aventaja en la carrera del prócer más conmemorado es Luis Muñoz Rivera. Luis A. Ferré empezó la carrera mucho después. Se acerca a buen ritmo, pero todavía está un poco rezagado. ¿Quién se acuerda, sin embargo, de Rafael López Landrón? Alguna escuela hay, creo, que lleva su nombre. Quizá es mejor de ese modo: las conmemoraciones petrifican las ideas y la figura de López, puesta en el olvido, conserva por ello cierta frescura. Pero si de Diego, o al menos su nombre, ha sobrevivido en la memoria del país como el líder y poeta independentista y patriótico por excelencia, fue López y no el primero, quien escribió el programa del primer partido que durante el siglo XX asumió la defensa exclusiva de la independencia de Puerto Rico: el Partido de la Independencia, fundado en 1912 y cuyo centenario celebramos en el año que acaba de iniciarse. López, espiritista, obrerista, feminista, admirador de Estados Unidos en muchas cosas e independentista (por contradictorio que pueda parecer a algunos) es el mejor representante de ese otro independentismo que ha caído en el black hole de nuestra memoria, pero que es el que, por mucho, está más vivo cien años después. El mérito de López y del partido que ayudó a fundar, por breve que fuera la existencia del segundo, no reside meramente en el hecho de que precediera la campaña independentista que de Diego realizó a partir de 1913. El independentismo de López no sólo fue anterior, sino que era distinto al de de Diego, Mariano Abril y otros partidarios de la independencia de la época.
En la fundación del Partido de la Independencia participaron dos corrientes: los llamados «radicales» del Partido Unión, entre ellos Matienzo Cintrón, sobre quien ya tuve ocasión de escribir en esta página electrónica, y figuras como López, provenientes del o cercanas al movimiento obrero. No hay duda de que las ideas de López, recogidas en sus escritos, tienen una presencia preponderante en el programa del partido fundado en 1912. No se trataba únicamente de la denuncia del colonialismo y la defensa de la independencia. Los males del país se asociaban al creciente dominio de su economía por el gran capital norteamericano: lo que en esa época se conocían en Estados Unidos y en Puerto Rico como los trusts. Por eso Matienzo hablaba del gobierno de Puerto Rico como un «gobierno trústico», descripción que puede describir a todos los gobiernos del país, hasta el presente: todos al servicio del gran capital. No se trataba, por tanto, de lograr la independencia política únicamente: de poco servía la independencia política si la economía del país seguía sometida al poder de los «trusts continentales»: había que lograr la independencia para quebrar el poder de los trusts, sin lo cual la independencia no sería tal. Como decía el programa: «tan sólo logrando la INDEPENDENCIA ECONÓMICA» se podía garantizar «la INDEPENDENCIA POLÍTICA».
Pero no se trataba únicamente del paso del control de los recursos económicos al capital extranjero, a los «trusts continentales»: el programa denunciaba igualmente la creciente concentración de la riqueza en pocas manos, independientemente de que fueran nativas o extranjeras. Aquí se amparaba en una máxima del viejo liberal norteamericano, Daniel Webster: «Ningún gobierno libre puede durar mucho tiempo con la tendencia de las leyes a concentrar la riqueza del país en manos de unos pocos». Sobre este tema de la concentración de la riqueza, el programa aludía directamente a las clases fundamentales de la sociedad moderna: el capital y el trabajo. Sobre este asunto, este primer partido de la independencia hacía una declaración contundente: «El trabajador es más importante que el capital como quiera que es la causa productora de éste» .
López, probable autor de esta parte del programa, se había referido al tema en otros escritos. Allí insistiría en que no puede hablarse de libertad política del ciudadano mientras la mayoría trabajadora no gozara del producto pleno de su trabajo. La democracia no puede obviar el problema de la explotación: «La libertad del ciudadano” –proclamaba López– “no viene a ser otra cosa que el disfrute del producto íntegro de su trabajo. La medida en que cada hombre y cada pueblo disfrutan del producto de su trabajo, es la medida exacta en que disfrutan de su libertad». En el mundo moderno, denunciaba López, la plena libertad estaba todavía por alcanzarse: «la antigua servidumbre y la moderna” –advertía—“no se diferencian sino en la forma: no son más que modos diversos de la misma explotación económica». La conclusión era implacable y radical: «El hombre no puede emanciparse en lo político mientras el trabajo no se emancipe del capital». No es de extrañarse que, al iniciar la campaña del partido fundado en 1912 y refiriéndose a Estados Unidos y a la futura república de Puerto Rico, López afirmara que «Si allí prevalecen las leyes del capital, aquí deben prevalecer las leyes del trabajo».
No puede decirse que todos los participantes en la creación del partido en 1912 asumieron las posiciones anti-capitalistas de López, pero sí puede constatarse que el programa que adoptaron incluía una serie de propuestas sociales radicales para su época… y la nuestra. El nuevo partido se creaba para asegurar el «SALARIO SUFICIENTE» y el «DERECHO AL TRABAJO”, desarrollar un abarcador «código del trabajo para proteger al proletariado productor», limitar la jornada de trabajo a ocho horas, regular los precios de productos de primera necesidad, crear un «seguro de vida del gobierno para el pueblo». El programa aspiraba igualmente a la progresiva desaparición de lo que llamaba el «régimen monopolista individual» y como medidas que se movían en esa dirección favorecía el fomento de cooperativas y la estatalización de importantes sectores de la actividad productiva y económica, empezando por la propiedad pública de los ferrocarriles, el teléfono, el telégrafo, y quizá aún más significativo, de los bancos y las instituciones de crédito. Cada una de esas medidas suponía una reducción de privilegios y prerrogativas patronales, un cuestionamiento de la soberanía del mercado sobre un considerable sector de la economía, una aspiración a una mayor injerencia pública en la determinación de la dirección del desarrollo económico y una distribución más igualitaria del producto social.
Pero López y los fundadores del Partido de la Independencia no se limitaban a favorecer una creciente injerencia del Estado en la esfera económica. Pensaban que el Estado y sus funcionarios debían someterse a su vez a un estrecho control social, mucho más amplio que el que permitía la democracia política tradicional. La democracia, advertía el programa aprobado en 1912, «no consiste en el número de los funcionarios electivos, sino en el CONTROL efectivo del pueblo sobre ellos». El programa del partido proponía el «Recall» (la revocación), la Iniciativa, el voto preferente, la representación proporcional y el Referéndum como medidas para garantizar un verdadero control de los electores sobre los oficiales electos. Según López, era necesario superar la situación que podía observarse en Estados Unidos en que, según explicaba, «el pueblo tiene derecho a gobernar, pero no gobierna; de legislar, pero no legisla; de administrar justicia, pero no la administra». De esa combinación de democracia radical y propiedad pública surgiría lo que López llamaba una nueva «democracia social». El gobierno sería dueño de la economía y el ciudadano sería dueño del gobierno: ante el poder de los trusts controlados por unos pocos, el gobierno, según López, se convertiría en el «trust del pueblo»: «el trust de todos para todos, el trust del pueblo, en que todos seamos gobernantes y gobernados, patronos y obreros de nosotros mismos, funcionarios al servicio común del país».
Por otro lado, el periódico El Duende de Arecibo, promotor del nuevo partido, proclamaba que «El Partido de la Independencia será obra del Puerto Rico de hoy contra el Puerto Rico de ayer…» Según El Duende el nuevo partido debía ser «radical en todo; en religión, en política, en los problemas sociales;… todos los radicales nos llamamos a preparar al pueblo para una honda transformación, sin precedentes en Puerto Rico». Sobre esto, lejos estaba el independentismo de López Landrón de nutrirse de añoranzas nostálgicas del pasado, del miedo ante la disolución de antiguas costumbres o de una aspiración a proteger tradiciones de influencias externas. López no titubeaba en proclamar la superioridad del colonialismo norteamericano –«federal», «republicano», «democrático», «renovador», «secular», «profano», «racionalista y libre»— sobre el «borbónico», «tradicional». «sacerdotal», «teológico», «litúrgico», teocrático y militar colonialismo español. Tomando en cuenta, no sólo la desaparición de la censura, la separación de iglesia y Estado y la mayor facilidad del divorcio, sino también el desarrollo de «la capacidad de producción», López concluía que no podía negarse lo que describía como «La superioridad indiscutible de la colonización americana». López abrigaba cero añoranzas por lo que describía como los «desacreditados decretos autonómicos» tan acariciados por otros independentistas posteriores. Ante los que insistían en mirar hacia atrás, proclamaba sin matices que el cambio de soberanía había representado una «resurrección a la vida moderna». La «espada del soldado americano», se atrevía a escribir, había sido “instrumento de civilización y de cultura”. Después de 1898, afirmaba López, “El sentido conservador de nuestra vida tradicional había sido sustituido, o por lo menos renovado, por otro liberal, progresivo, exuberante”.
Pero con la misma ecuanimidad que formulaba tales juicios sobre los méritos relativos del régimen español y del norteamericano, López advertía que no había que idealizar al segundo. Ninguno de esos méritos, explicaba “quiere decir que el actual estado de cosas en que nos tiene el régimen americano sea ni siquiera deseable para nuestro pueblo,… No. Las instituciones americanas no son las más perfectas”. Sobre todo en cuanto al «problema económico», Estados Unidos exhibía «un considerable atraso». Estados Unidos era, en ese sentido, lo que López llamaba la «civilización de los equívocos». Era el país de los más «crueles contrastes» de riqueza por un lado y pobreza por otro. Allí se había abolido la «aristocracia de nacimiento». Pero había sido remplazada por la «aristocracia del dinero». Por lo mismo, Puerto Rico, al pasar del gobierno español al norteamericano, había transitado de lo que López llamaba el “monopolio teocrático-militar” al “monopolio de la plutocracia exterior”. La “Constitución primitiva e ingenua de los Washington y los Jefferson”, en muchos aspectos admirable, era ya sencillamente impotente ante el poder de esa «aristocracia del dinero». Nada podía contra los trusts. Para eso era necesaria una nueva y «verdadera democracia social», tanto en Estados Unidos, como en la futura república de Puerto Rico. Se trataba efectivamente de un proceso internacional.
López Landrón anticipaba lo que hoy llamaríamos la globalización e insistía en la necesidad de dar una respuesta adecuada a dicho fenómeno: «El capitalismo…va marchando apresuradamente a una organización internacional. Sus troncos se llaman trusts, sus ramas…sucursales y agencias». Y añadía: «Se han emancipado de todos los gobiernos…se han declarado… cosmopolitas». A esos «movimientos cosmopolitas del capital» había que responder «con el movimiento cosmopolita del trabajo». Si el capital se organiza por encima de «preocupaciones de patria y de razas, de lenguas y de costumbres, de hábitos y tradiciones», el trabajo tendría que hacer lo mismo. La lucha de Puerto Rico por su autodeterminación, por una nueva democracia social, había que verla, por tanto, como parte de un amplio conjunto internacional de esfuerzos que se movían en la misma dirección. El independentismo de López se concebía como parte de esa alternativa universal a un capitalismo que se hacía cada vez más internacional.
De hecho, López tomó buena parte de sus ideas de las críticas al poder de los grandes trusts articuladas por sectores progresistas en Estados Unidos de principios del siglo XX. Para ellos, las medidas adoptadas durante esos años por el gobierno laborista de Nueva Zelanda constituían un ejemplo de legislación política y social. Como he tenido ocasión de demostrar en otro trabajo, buena parte del programa del partido la tomaron sus autores de un libro publicado en Estados Unidos que resume la experiencia del programa de reformas sociales en Nueva Zelanda: The Story of New Zealand, del populista norteamericano Frank Parsons. Para dar un solo ejemplo, el lector o lectora puede comparar estos pasajes del programa del Partido de la Independencia y del libro de Parsons. El programa: “Que ni el crédito, ni los bancos deben considerarse como instrumentos económicos del monopolio privado, sino que deben ser controlados por el Estado en interés de todo; siendo pues la nacionalización del crédito tan indispensable a la felicidad pública como la de la tierra”. The Story of New Zealand: “That banking and credit should not be left, to private manipulation, speculation and monopoly, but controlled by the State in the interest of all; the nationalization of the credit be as important as the nationalization of the soil». Como puede verse, para entender cabalmente partes de nuestra historia hay que hacer viajes a algunos lugares inesperados.
López abrazaba no sólo que llamaba «el movimiento cosmopolita del trabajo»: se vinculaba igualmente al feminismo. El programa del partido fundado en 1912 se declaraba defensor de «los mismos derechos económicos y políticos para ambos sexos». López, al comentar el hecho de que el proyecto que se convertiría en la ley Jones no reconocía el derecho de la mujer al voto, advertía que «Patria masculina es feudalismo, dominación de clase sobre clase, despotismo tradicional del hombre sobre la mujer». Al criticar el proyecto mencionado, explicaba que “Ante el bill de los capitalistas,…, la mujer puertorriqueña… es y ha de ser… un guarismo sin cantidad, un signo sin alcance.” En respuesta a los que se oponían al sufragio femenino declaraba que: “Automatizados en la repetición inconsciente del monopolio privado de la producción, del monopolio privado de la riqueza pública, del monopolio privado del trabajo común, del monopolio privado de los medios de comunicación, del monopolio privado de las subsistencias, no conciben el sexo sino bajo el monopolio del femenino por el masculino; ni el voto, sino como otro monopolio de clase. Para esas gentes…, el voto es cuestión y problema de sexo, porque el sexo es objeto también de monopolio, es decir, de explotación”. Contra todo esto insistía en que “La mujer puertorriqueña es nuestra compañera y no debe ser nuestra sierva, ni en lo político, ni en lo económico, ni en lo social”. En todo caso, insistía López, la mujer debía salir “de su perpetua reclusión en la vida privada, de su olvido en el hogar doméstico…” López recordaba con indignación cómo lo que describía como un «prejuicio, cuasi litúrgico, aislaba cuidadosamente al hombre de la mujer, después de haber separado siempre al niño de la niña, como si todos los tratos entre ellos hubiesen de ser peligrosos, pecaminosos, infernales. La mujer desde niña, postergada, deprimida, instrumento de perdición, culebra tentadora del paraíso. No era el demonio, no era el mundo, pero el tercer enemigo del hombre: la carne”. López concluía sus comentarios con el anuncio optimista de una nueva época: “El feminismo tiene su siglo: el siglo XX. Es ya un gran movimiento de la consciencia humana. Ha rebasado las fronteras. No se circunscribe a ninguna patria… la causa del feminismo es internacional, es universal, como la causa del trabajo, como la causa de la paz”.
Compárese lo que hemos resumido con el mundo que nos rodea cien años después, el mundo regido más que nunca por lo que Matienzo llamaba «evangelio de San Business»: privatización, creciente polarización de la riqueza, precarización del empleo, reducción de las garantías sociales, predominio de «las leyes del capital» y no del trabajo, encumbramiento, como nunca antes, de la «aristocracia del dinero», falta de control de los electores sobre sus alegados representantes: no hay una sola denuncia de López que –cien años después– haya perdido su vigencia. ¿Qué propuesta más pertinente antes los descalabros a que nos han traído los manejos de Wall Street, cuyas consecuencias se han hecho más dramáticas a partir de 2008, que la propuesta, ya citada, de nacionalizar la banca y las instituciones de crédito?
Perry Anderson ha descrito parte de la obra del sociólogo brasileño Roberto Mangaberia Unger como un intento de recuperar la «tradición del radicalismo pequeño burgués»: una corriente crítica del gran capital y de «la lógica despiadada del mercado» que comprende figuras muy diversas, desde Proudhon hasta Henry Lloyd, por ejemplo, y que tuvo un rol importante en las luchas sociales de diversos países, como Francia en la década de 1840 y Estados Unidos en la de 1890, para dar dos ejemplos. Se trata, afirma Anderson, de un proyecto a la vez «atractivo y pendiente desde hace largo tiempo». Según Unger (en su libro False Necessity, Cambridge, 1987), los radicales pequeñoburgueses (obreros diestros semi-independientes, artesanos, profesionales, pequeños comerciantes, agricultores y fabricantes), no sólo abrigaron el ideal de la «coexistencia de un gran número de pequeños productores o empresas productivas relativamente iguales como fundamento principal de la organización económica», sino que también se preocuparon «por los métodos de producción o distribución cooperativa que podrían sostener tal sistema. E intentaron extender a la organización del gobierno los mismos principios que aplicaban al trabajo y el intercambio». Esta tendencia pretendía combinar el desarrollo tecnológico con formas participativas de organizar la producción; la producción para el mercado con límites a la concentración de la riqueza en pocas manos; la iniciativa individual con formas más cooperativas de trabajo, intercambio y distribución. Más aún, pretendía combinar esos cambios económicos con formas políticas que implicaran mayor injerencia de los electores en las gestiones legislativas y administrativas. Se trata de una descripción, casi hasta el más pequeño detalle, de las posiciones del Partido de la Independencia: su recuperación es también un proyecto «atractivo y pendiente desde hace largo tiempo», sobre todo para los habitantes de esta maltratada isla.