Abrazar el arcoíris
Nadie habrá dejado de observar cómo a menudo, por más moderno y abierto que sea el entorno, las parejas gay son mucho más comedidas que las heterosexuales a la hora de exteriorizar sus sentimientos en público. Por supuesto que hay casos y lugares especiales, más bien excepcionales, pero en muchos ámbitos todo depende todavía del factor dónde y cuándo.
Me he dedicado recientemente a mirar aquellas parejas que a primera vista no resultan obviamente homosexuales o lesbianas, como por aprender a ver mejor, afinar la antena, continuar con el vital proceso de instruirme en cuestiones de género. Confieso que embeleso al descubrir, en los dúos más inconspicuos, diminutos gestos de inmensa ternura contenida. Me encantan las complicidades sutiles, las caricias tácitas ofrecidas sin siquiera tocar, la amorosa inmovilidad de dos miradas en un instante furtivo, el roce fugaz, la medida calculada entre dos cuerpos en el espacio público.
Aprendo en particular al ver a la gente de cierta edad, la más experimentada, sobreviviente de la brutal década de los ochenta y de todos los años y siglos anteriores, con ese cierto aire de sabiduría que da el haber mirado el horror a los ojos sin bajar la vista, por pura y dura dignidad. También me intereso en observar las almas adolescentes que se asoman a la adultez con la fragilidad y el arrojo del deseo. Y por supuesto a la niñez, ahora que soy madre.
El otro día, por ejemplo, me encontré una pareja de cincuentones que recorría sin prisas la misma exhibición de arte que visitaba yo en un museo nuyorkino. El código indumentario y las guías de viajes en español me revelaron su carácter de pasajeros en tránsito. Caminaban muy juntos, tranquilos, relajados, comentaban poco pero intercambiaban unas sonrisas que eran muy dicientes. Parecían un matrimonio de años, de esos raros que son suertudos y felices como pocos.
Imaginé cómo será la vida real en su país, que intuí centroamericano, ya que no me quise acercar demasiado para no romper el encanto con mi curiosidad impertinente. ¿Serán compañeros de trabajo en algún banco? Cuántas amarguras estarían siendo borradas, sin rencores ni aspavientos, con este rato de apacible normalidad. Reconozco que hoy día se están dando avances sociales y legales importantes en muchas latitudes del planeta al punto de que a lo mejor viven la más abierta y pública de las relaciones, pero me temo que tienen que haber tragado gordo por años ante los chistes de maricas o las ganas de sacar a bailar a algún compañero en la fiesta del colegio. Tiene que saber literalmente a estiércol no poder decirle que lindos ojos tiene, o directamente plantarle un beso espontáneo a alguien que le gusta mucho a uno, por no saber si lo que vendrá de vuelta será un puñetazo.
No intento embellecer la mojigatería con mis observaciones, ni mucho menos perpetuar la injusticia con mis comentarios. Encuentro toneladas de hermosura en el amor que se profesan las parejas LGBT dentro del contexto heterosexual que impera y creo que es posiblemente el último vestigio de romanticismo que nos queda ese que hoy defienden con su resistencia y lucha cotidiana. Pero es absolutamente injusto e insostenible continuar tapando el cielo con la mano.
El otro día se presentaron dos madres con una niña al parque donde jugaba mi niño. Era una linda pareja, tomada de manos y una de ellas lucía su pancita de embarazada. Las observé un rato mientras convencían a su pequeña para que les «horneara un pastel» en el arenero. Cuando la niña por fin se animó a entrar, hubo un señor ataviado a la usanza de una religión que voy a optar por no mencionar, a quien no le pareció que su niño debía estar cerca de esa chiquita y lo mandó a salir de mala gana. Me tocó ponerme ahí sí el sombrero invisible de «Brooklyn mom» (¡quién lo hubiera dicho hace unos años!), para llamar a boca de jarro el nombre de mi niño e invitarlo a jugar con la repostera improvisada. No fue para nada heroico mi acto, fue un simple ejercicio de sentido común y solidaridad que tendría que ocurrírsele a cualquiera. Heroicas fueron las dos mamás que se quedaron impávidas, sin por lo menos tirarle arena en los ojos a aquél atarbán para corregirle la visión.
Viene siendo hora hace tiempo de que asumamos sin excusas, remilgos o tapujos la responsabilidad que tenemos todas las personas con dos dedos de frente de actuar en el entorno público y privado para desenmascarar la burda mentira pseudomoralista que permea en nuestra sociedad y que pretende enseñarle a las generaciones nuevas la misma bazofia que nos endilgaron a todas las almas que nos preceden. La sociedad hipócrita, obsesionada por determinar con quién se puede usted meter en una cama, tiene que transformarse de una buena vez. Para que no le toque -quién sabe- al mismo señor del parque, a su hijito o al pequeño retoño de cualquiera, revivir la penosa tortura del armario o descubrir su sexualidad en urinales y cuartos oscuros por «n» vez en la historia. No hay derecho.