¿Desahogo contra el espejismo o espejismos del desahogo?
Marxuach menciona hacia el final de su artículo que Puerto Rico es un pueblo que no está acostumbrado a la «introspección individual ni a la reflexión colectiva.» Yo estoy, por supuesto, a favor de ambas. Sin embargo, al menos hay un sentido en el que formularía el juicio contrario: en Puerto Rico padecemos de exceso de introspección. Padecemos de la tendencia a convertirlo todo en algún aspecto del enigma de la puertorriqueñidad y de las bondades o deficiencias del ser puertorriqueño. En la tierra de Pedreira todo acaba en el problema existencial del «cómo somos». Me parece que el texto de Marxuach es, en parte, un ejemplo de lo que afirmo, y de los problemas que conlleva. La grave crisis económica, social y política que vive nuestro país es profunda y desconcertante, pero no es incomprensible, ni siquiera excepcional. Las hay similares y aun más graves. Esto no es consuelo ni atenuante ni excusa. Pero es un dato importante para entender la crisis y enfrentarla efectivamente. Nuestra crisis es consecuencia, en primer lugar, de ciertas tendencias del capitalismo global, a las que estamos sujetos; en segundo lugar, a las consecuencias del carácter colonial y dependiente del capitalismo en Puerto Rico y, en tercer lugar, a las acciones y políticas adoptadas por los gobiernos de Puerto Rico en el pasado. Convertir la crisis en un problema o consecuencia de alguna dimensión de la puertorriqueñidad, en el resultado de alguna falla o exceso colectivo de los puertorriqueños tiene el efecto, sea o no el deseo del autor, de exculpar y relevar de responsabilidad al capitalismo, el capitalismo colonial y a sus agentes y representantes y, peor aún, al trasladar la responsabilidad a todos, facilita las soluciones que los primeros quisieran imponer para salir de la crisis de acuerdo a sus intereses.
Esto ocurre, repito, en la medida que se presentan las consecuencias del capitalismo, del capitalismo colonial y de las acciones de gobiernos y los intereses que han representado como una patología distintivamente puertorriqueña y en la medida que esas alegadas patologías convierten a todos en Puerto Rico en cómplices o culpables de una crisis que, de ese modo, se transforma en castigo casi merecido a nuestros excesos y evasiones colectivas. Esto incluye, igualmente, el olvido de parte importante de nuestra vida colectiva pasada y la transformación retrospectiva de fuertes debates y conflictos en consensos que no existieron. Lo que sigue intenta ampliar estas reflexiones.
Voy a resumir brevemente parte de la narrativa que Marxuach construye de la crisis. En Puerto Rico, señala, «por mucho tiempo, a nadie le importó el precio de los bonos de Puerto Rico». El problema iba más allá: «a nadie le importaba nada». A nadie le importaba nada en la medida que «había dinero», que el «dinero fluía» y que alegadamente se «estaba haciendo obra». La «decadencia» y la tendencia a posponer cambios necesarios, a no querer ver la realidad, se inició en la década del 1970. En ese momento, «en respuesta a la crisis global, aumentaron las transferencias federales, la nómina pública, y la deuda gubernamental.» Sin embargo «se consiguió la sección 936» y, como eso permitió revivir la economía por dos décadas, se pospusieron «reformas estructurales, dolorosas, difíciles de explicar.» En esa época «los banqueros nos aseguraban que la ‘calle pedía papel’, como si estuvieran hablando de libras de pan». Y así, plantea Marxuach: «Procedimos entonces a gastar millones en pabellones en Sevilla, en celebraciones del quinto centenario, en juegos centroamericanos en Ponce y Mayagüez, en campañas publicitarias, en contratos de asesores y consultores, en baile, botella y baraja, en faraónicas estaciones de tren, en acueductos, coliseos y natatorios de escala romana.» Pero vivíamos un espejismo: «era una prosperidad hueca, una prosperidad falsa que no nos habíamos ganado con el sudor de nuestra frente. Un espejismo basado en una ilusión monetaria, en dinero tomado a préstamo… Y cada año había que tomar más dinero prestado sólo para mantenernos en el mismo sitio.» Así llegamos al cierre del gobierno 2006: era el momento para reconocer la realidad y la magnitud de la crisis, pero ocurre lo mismo que la década del setenta: «nadie quería hablar de eso.» Mientras tanto se desarrolla una burbuja inmobiliaria «que nadie quería admitir estaba sucediendo» y que termina con la intervención del FDIC en tres de los bancos que la habían financiado. La fiesta sigue, y se exhorta al país a «seguir comprando con tarjetas de crédito, hartándose de frituras y viendo la Comay». Sin embargo, hay un límite al intento de evadir la realidad comprando con tarjetas de crédito y viendo la Comay: «la verdad, por más que la tratemos de ignorar o encubrir, tiene la mala costumbre de imponerse en la vida de los pueblos. El castillo de arena que era Puerto Rico se derrumbó. La economía entra en una contracción profunda.» Con la bancarrota de Detroit se estremece el mercado de bonos municipales y la amenaza de la bancarrota en Puerto Rico se acrecienta. Como dice Marxuach «Una cosa es que quiebre un pequeño condado de rednecks en Alabama, pero la cuna de Chrysler, Ford y GM, eso es otra cosa.» La crisis, concluye el artículo, es profunda y va a requerir «decisiones de naturaleza moral y existencial. Cosa mala esa para un pueblo que no está acostumbrado a la introspección individual ni a la reflexión colectiva.» ¿Seguiremos «viviendo como Alicia en el país de las maravillas» como hasta ahora o tomaremos la crisis como momento para empezar a reconstruir el país?
Empecemos por lo que puede parecer un detalle: Detroit. Es un punto que traté en mi artículo anterior en 80 grados: la crisis de Detroit nos recuerda que la crisis de Puerto Rico, con todas sus particularidades, tiene una importante dimensión universal. Es parte también de una crisis más amplia: la crisis de la economía capitalista internacional, que abarca a Puerto Rico y a Detroit. Ese desastre no puede atribuirse a una particular ceguera, irresponsabilidad o falta de previsión o de tendencia a vivir en el país de las maravillas de un pueblo poco acostumbrado a la reflexión: la crisis fiscal, el descalabro de las finanzas públicas incluye también a Portugal, España, Italia, Irlanda (el «tigre celta», hasta hace poco el poster child de los ideólogos neoliberales), Islandia, para dar algunos ejemplos. No se trata de negar el problema ni de olvidar las particularidades del caso de Puerto Rico (volveremos sobre esto) sino de definir claramente el problema, y el problema tiene una dimensión que escapa por mucho las deficiencias, reales o supuestas, de los puertorriqueños. Si olvidamos esto no podremos entender nuestra crisis. El que solo mira a Puerto Rico no podrá entender a Puerto Rico.
Lo mismo hay que decir de otros aspectos de la narrativa que Marxuach nos ofrece: al leer su artículo parecería que la tendencia al crecimiento acelerado de la deuda personal (tarjetas de crédito, por ejemplo), la especulación bancaria, al surgimiento de grandes burbujas inmobiliarias y la carrera tras ganancias que resultaron ser espejismos financieros encuentran su explicación en la tendencia de los puertorriqueños al autoengaño, o a no enfrentar las realidades, o, peor aún, al gusto por una prosperidad que no se ha ganado con el sudor de la frente. Por eso enfrentamos ahora un problema existencial. Pero, ¿cómo explicar entonces la presencia de estos fenómenos en otras partes? La gran burbuja inmobiliaria en Estados Unidos (el famoso fenómeno de la hipotecas subprime que acabaron por desatar la crisis), las grandes burbujas similares en España e Irlanda, para mencionar otros dos países, ¿serán resultado también de la imprevisión puertorriqueña? No dudo que Marxuach sabe perfectamente que ese no es el caso. Pero esto quiere decir que estamos ante fenómenos que ciertamente se manifiestan agudamente en Puerto Rico, pero que no surgen de una patología puertorriqueña, sino que corresponden a las tendencias de un sistema económico que compartimos con buena parte del resto del mundo. La expansión del consumo a través de la deuda, la explosión del uso de las tarjetas de crédito, las burbujas inmobiliarias y la especulación bancaria son grandes males, pero no son males distintivos de la irresponsabilidad boricua, sino aspectos universales y característicos del capitalismo en su época neoliberal: época de continuos ataques a los niveles de vida de las clases trabajadoras y de aumento del consumo a través del endeudamiento (sin el cual el sistema no puede funcionar, aunque ello desemboque en crisis); época de la llamada «titularización» de la deuda y de la creación de instrumentos financieros que pretendían asegurar ingresos cada vez más desconectados de ganancias reales; época de las burbujas dotcom y la burbuja inmobiliaria y de la carrera global tras espejismos financieros. Enfrentar este aspecto de la crisis no exige otra angustiosa introspección existencial sobre cómo somos: exige preguntarnos cómo superar estas consecuencias del capitalismo salvaje.
¿Qué fue la revocación de la ley Glass-Steagall, la negativa a reglamentar el «apalancamiento» de empresas financieras, la renuncia a aprender del colapso de las instituciones de ahorro y crédito de la década del 1980 y de la burbuja dotcom de los 1990, sino un intento, no de puertorriqueños que vivimos en negación, sino del gran capital de seguir viviendo «como en el país de las maravillas»? ¿Qué fue la participación de una prestigiosa firma de auditores (!) como Arthur Andersen en el manejo fraudulento de libros de cuenta de grandes empresas, o el colapso de gigantes como Enron y WorldCom? ¿Qué fueron sino parte de esa marcha ciega e irresponsable hacia un desastre predecible? Pero no se trata de una particularidad criolla: lo de Puerto Rico ha sido versión criolla de algo más amplio y complejo.
Marxuach hace referencia a la famosa frase de Marx «todo lo que es sólido se desvanece en el aire». Sería bueno explorar la obra de Marx sobre estos temas (he intentado hacerlo en otros artículos de 80 grados). Aquí me limito a un aspecto importante: Marx explica cómo y por qué el capitalismo sufre crisis o incluso depresiones recurrentes. El capitalismo es un sistema de explotación del trabajo: la ganancia no es otra cosa que trabajo excedente. El capitalismo tiende a la constante trasformación tecnológica, pero tiene una relación problemática, contradictoria con dicha transformación: es un sistema de explotación del trabajo que tiende a reducir el rol del trabajo en la producción, contradicción que se traduce en la caída de la tasa de ganancia y en sus crisis recurrentes. Crisis que, como la crisis actual, toman la forma absurda y escandalosa del aumento de la pobreza y la inseguridad de millones de personas, a pesar de que contamos con los medios materiales para dotar a todos de una vida digna y tiempo libre para disfrutarla. (Un bien documentado estudio reciente del tema es Andrew Kliman, The Failure of Capitalist Production. Underlying Causes of the Great Recession, London, Pluto Press, 2012)
¿Y cómo sale el capitalismo de sus crisis? Para empezar, aumentando los niveles de ganancia a través de un ataque a los niveles de vida de la clase trabajadora y los sectores desposeídos (recortes de salarios, servicios, pensiones, etc.) Paro no alejarnos del tema actual, en Europa y, en parte, en Estados Unidos la fórmula general durante la crisis que estalló en 2008 ha sido la siguiente: los bancos privados y otras grandes empresas se encuentran al borde de la bancarrota, los estados rescatan esos bancos privados, para lo cual se endeudan hasta la coronilla y, ahora, para pagar esa deuda y satisfacer a los bonistas imponen recortes a la población trabajadora (despidos, recortes de salarios, pensiones, programas sociales, etc.) Simplificando la fórmula: se empobrece al pueblo para rescatar los bancos. Así responde el capitalismo a sus crisis: intenta rescatar sus ganancias imponiendo austeridad a las clases trabajadoras. En España lo llaman la deudocracia. En Portugal la dividadura. En Grecia la catastroika (refiriéndose al trio de la Unión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional que impone al país las medidas de austeridad). Pero, ¿cómo se justifica este sacrificio del pueblo para pagar a los bancos y para rescatar al capitalismo de sus excesos? Precisamente con un discurso que explica la crisis como resultado del alegado «exceso» en el gasto público, de los «excesivos» beneficios concedidos a los trabajadores, de los programas sociales demasiado generosos y «paternalistas», de la buena vida asumida sin saber cómo se pagaría su costo. Los griegos son uno vagos, los españoles toman demasiadas vacaciones… nunca falta un detalle nacional para aderezar la receta de austeridad. (Sobre este tema recomiendo: Mark Blyth, Austerity. The History of a Dangerous Idea, New York, Oxford University Press, 2013).
Ese es el camino del sacrificio de las conquistas sociales alcanzadas con tal de salvar al sistema marcado por la desigualdad y la destrucción ambiental. Salvarlo, por supuesto, hasta la próxima e inevitable crisis o depresión. Existe otro camino, difícil, pero el único que puede sacarnos de este purgatorio: rechazar la austeridad y el retroceso social que se nos pretende imponer y plantearnos la salida hacia una nueva forma de organizar la producción y el consumo. Es el camino de la resistencia a los que quieren perpetuar sus privilegios y, por tanto, organizar la salida de la crisis a costa nuestra.
Me preocupa entonces la descripción de la crisis como resultado de la imprevisión boricua: en primer lugar, como dije, porque encubre la raíz capitalista de la crisis y nos distrae del hecho de que nuestro problema son las tendencias autodestructivas de este sistema económico y, en segundo lugar, porque la idea de que la crisis es resultado de nuestros excesos y nuestras evasiones y la consiguiente advertencia de que «se acabó la fiesta» y de que estamos ante duras preguntas existenciales encaja muy bien, encaja perfectamente, con la receta neoliberal para salir de la crisis: se acabó la vida fácil, ahora todo el mundo a ganar menos y trabajar más. Es el castigo justo, que debemos asumir con contrición, por nuestros excesos pasados. Si las cosas van mal, ya sabemos a quienes debemos culpar: a nosotros mismos. Con esta mezcla de culpa y autoflagelación se nos prepara para resignarnos a lo que se nos quiera imponer. Sé bien que esta no es la intención de Marxuach: pero el tono y la lógica del texto coinciden con ese discurso conveniente a los que nos han gobernado y quieren seguir gobernando. Por eso creo que debemos reflexionar y examinar la carga que llevan frases como «se acabo la fiesta» en términos de explicar la crisis y de buscarle soluciones.
De ese discurso hay un aspecto que debe destacarse, por importante y generalizado: es la noción de que el desempleo es resultado, no de una política económica que no genera empleo sino de que la gente prefiere «vivir sin trabajar». El problema, entonces, no es un sistema que siempre ha generado desempleo y que en países dependientes y coloniales como Puerto Rico siempre ha generado desempleo masivo, sino las ayudas demasiado generosas que permiten a los pobres vivir sin trabajar. La solución, por tanto, no es cuestionar la estructura económica existente sino recortar esos apoyos y ayudas sociales. En Puerto Rico esta noción tiene un apoyo impresionante, como demuestra la frecuencia con que se oye alguna versión, cruda o sofisticada, de que los males del país provienen de que la gente no quiere trabajar, o los puertorriqueños son vagos o los pobres tienen demasiadas ayudas o el problema es el «mantengo». Muestra del éxito de los promotores de este discurso es también el hecho de que cuando oímos hablar de los que «viven sin trabajar» no pensamos en banqueros, acaparadores, especuladores y rentistas que no producen absolutamente nada pero reciben ingreso considerable, sino en los desempleados que subsisten en condiciones precarias: se nos ha enseñado muy bien, a despreciar no al privilegiado sino al pobre y a no desafiar al primero sino a humillar al segundo, como loser o parásito. Debo señalar, para ser justo, que he escuchado intervenciones muy buenas de Marxuach en las que ha intentado refutar algunos de los mitos que existen sobre la pobreza y el desempleo. Pero en este artículo, sin embargo, al reiterar la idea de que el camino a la crisis está empedrado por el deseo de los puertorriqueños de vivir bien sin ganárselo con el sudor de su frente, se hace eco, quizás sin proponérselo, de esas doctrinas que pretenden perpetuar las políticas neoliberales que desembocaron en la crisis de 2008 y que pretenden superarla a costa de los desposeídos. Aquí sí aplica el llamado de Marxuach a la reflexión y la introspección: tenemos que reflexionar sobre el modo en que esa lógica neoliberal se ha convertido en casi reflejo automático entre nosotros.
Lo mismo ocurre con otro aspecto del texto de Marxuach. Se trata de la reiterada afirmación de que «nadie» en Puerto Rico se preocupó por el pago de los bonos, que en 2006 «nadie quería hablar» de los problemas de fondo que el cierre del gobierno dejaba al descubierto, que se desarrolló una burbuja inmobiliaria «que nadie quería admitir estaba sucediendo», de que, en fin, como se afirma rotundamente en cierto momento, «a nadie le importaba nada». El efecto de esta reiterada afirmación que nadie se preocupó por nada, que nadie anticipó las consecuencias de las políticas asumidas por el gobierno, que nadie levantó una voz de protesta es, por supuesto, echar a todo el mundo en el mismo saco: no solo se convierte lo que es una crisis global del capitalismo en emanación de la imprevisión boricua, sino que en Puerto Rico todos, empresarios y trabajadores, ricos y pobres, derecha e izquierda son y somos todos igualmente responsables del desastre. Y a todos nos llegó la hora del escarmiento: llegó la hora de reparar el desastre que hemos generado.
Pero basta reflexionar un poco para constatar que la noción de que nadie se preocupó de nada es falsa: silencia una dimensión importante de nuestro pasado reciente y no tan reciente. No hay una, ni dos, sino muchas voces que, desde hace décadas, han advertido, denunciado y combatido cada uno de los problemas señalados por Marxuach. Es el caso del movimiento ambiental, comunitario, sindical, en defensa de la agricultura, entre muchos otros que se podrían mencionar. Y es el caso del independentismo y de la izquierda socialista. Se podrán criticar sus muchos errores y deficiencias, pero no se puede decir que no han abordado estos temas. Ninguno de estos movimientos se ha pasado las últimas cuatro décadas celebrando acríticamente «el progreso que se vive» o «la obra que se hace» o el dinero que se invierte sin importar la consecuencias. Reconocerlo no es un detalle insignificante o una pueril exigencia de reconocimiento, sino que contribuye a otra manera de entender la crisis actual y cómo superarla.
Voy a tomar tan sólo tres de los momentos señalados por Marxuach: la crisis de 1974-75, la política de las 936 y la crisis fiscal y el cierre gubernamental de 2006. Añado un ejemplo de la crisis energética que tanto nos preocupa en la actualidad. Advierto que en el proceso cometeré una injusticia ya que lo justo sería mencionar una gran cantidad de personas y movimientos. Los ejemplos que cito corresponden a un criterio práctico: son los que por casualidad tengo a la mano cerca de mi escritorio. Por lo mismo me excuso de incluir dos escritos míos. No son excepcionales: digo lo que muchos otros dijeron antes y mejor.
Tomemos un texto de 1975, momento en que, según Marxuach, no se planteó la necesidad de reconsiderar el rumbo que llevaba el país y de adoptar «reformas estructurales, dolorosas, difíciles de explicar.» Ese fue, según Marxuach, el «comienzo de la decadencia». Cito de este texto de hace casi cuarenta años:
Al empezar a estancarse la inversión y particularmente la generadora de empleos, el gobierno empezó a endeudarse más y más para conseguir dinero y tratar de estimular la economía… Al incrementarse la deuda del gobierno…, los inversionistas que compran bonos… empezaron a perder confianza en la capacidad de pago…
Más aún, empezaron a cerrar muchas fábricas al terminárseles la exención contributiva. Como consecuencia de todo ese proceso, la producción en Puerto Rico ha dejado de crecer en términos reales. No se trata, pues, de una crisis que surge recientemente o debido a los aumentos en el precio del petróleo… Antes de 1970 la economía de Puerto Rico creció mucho pero se desarrolló mal. Al presente ya dejó de crecer y sus enfermedades se agudizan todos los días.
Repito: se trata de un diagnóstico interesante, sobre todo cuando se recuerda que señala y anticipa los problemas que hoy estamos debatiendo. Al menos alguien estaba pensando en estos problemas hace bastante tiempo. El mismo texto hace una advertencia sobre el futuro del país. Cito una vez más:
De todo lo anterior se deduce que si seguimos el actual modelo de crecimiento:
- La economía… dependerá en mayor grado de préstamos del exterior y de transferencias federales…
- Se generará una creciente población desempleada… La industria no generará los empleos suficientes…
- Se hará inevitable un aumento sustancial en la deuda externa, pues el gobierno tendrá que sustituir la inversión privada,…, con inversiones del gobierno para mantener a la economía creciendo a un ritmo mínimo…
- Se tendrá que recurrir a la emigración masiva de puertorriqueños hacia los Estados Unidos de Norteamérica.
Lo que hoy es crisis mañana será catástrofe.
¿Será entonces correcto decir que nadie contempló el desastre actual? Aquí en 1975 están previstos sus elementos: crisis de la industria (por agotamiento del modelo de la exención contributiva), aumento de la deuda pública, desempleo masivo, emigración obligada. No pertenezco al PIP, pero no tengo problema alguno en reconocer los méritos de este texto de Rubén Berríos. Pero, como dije: lo cito porque lo tengo a la mano. Se podrían presentar otros textos similares de la misma época.
Pero esto fue antes de las 936. ¿Será que nadie advirtió sobre el carácter unilateral y precario de la prosperidad montada sobre esa política contributiva? Me permito citar un artículo que publiqué en 1993, es decir, hace dos décadas: las 936, planteaba «no han levantado la economía del atolladero. La tasa oficial de desempleo oficial asciende hoy a más del 16%… Los salarios reales se han estancado. Alrededor del 62% de la población vive debajo del nivel oficial de pobreza. Entre 1980 y 1990 la emigración neta ha sido de caso 300,000 personas…» En dicho artículo añadía:
…a partir de 1975-76, el empleo en el sector público… se convierte en un cojín que reduce el impacto de la crisis. Pero esta política tiene límites evidentes. La exención contributiva impide que el estado participe de las ganancias de las 936. Aumentar los impuestos a la población tiene un precio político y un límite, dado que más del 60% vive debajo del nivel de pobreza. En buena medida, el estado ha recurrido al endeudamiento… La deuda del estado y las corporaciones públicas es hoy de 12 mil millones.
Aquí están señalados los límites del «desarrollo» dependiente de las 936, el desempleo persistente y el creciente endeudamiento del estado. No era yo el único que hacía este tipo de señalamiento. Ideas parecidas se encuentran en textos de James Dietz, Francisco Catalá, Neftalí García y Félix Córdova, entre otros. En la revista Pensamiento Crítico aparecieron abundantes artículos de estos y otros autores criticando precisamente el rumbo del desarrollo económico del país al amparo de la política económica vigente. Entre otros puede verse el estudio publicado en 1993 con el elocuente título: «La calle sin salida de Puerto Rico: una crítica de la sección 936» del Grupo de Trabajo sobre la sección 936. Entre sus conclusiones: «A Puerto Rico debe dársele la oportunidad de romper la dependencia de corporaciones transnacionales y de crear una economía integrada que combine tanto la inversión extranjera como la local, la privada como la pública…»
Para quedarme en 1993, el ambientalista Neftalí García escribía entonces al hablar del tema de la energía en Puerto Rico: «Nos preocupa que se ha discutido por 20 años que la energía renovable es factible para el futuro, pero que no ha llegado el momento. Lo que nosotros conocemos, es que en este campo se han dado unos avances enormes… en cuanto a la eficiencia de los equipos… Creemos que… [se debe] analizar, desde el punto de vista económico tecnológico, esas alternativas. Nos gustaría ver un plan concreto, con un itinerario, con las cantidades de dinero que se invertirían en el desarrollo de esas alternativas en Puerto Rico.»
¿Será entonces que nadie ha previsto nada en Puerto Rico, que nadie se ha preocupado por nada en Puerto Rico? Pasemos al último ejemplo referente a la crisis fiscal de 2006. Marxuach plantea que esa crisis debió provocar una reflexión sobre el rumbo del país, «pero nadie quería hablar de eso.» En 2006 redacté junto a César Ayala la conclusión de nuestro libro de historia de Puerto Rico desde 1898 (Puerto Rico en el siglo americano). Allí intentamos hacer un resumen de la situación del país: «En el momento que escribimos, la disminución de los empleos en la industria manufacturera continúa, la deuda pública ha alcanzado niveles sin precedentes y las agencias de calificación crediticia de Wall Street están a punto de reducir los instrumentos financieros del gobierno de Puerto Rico a la categoría de bonos chatarra.» Nuestra conclusión se resume en la siguiente frase: «la sociedad puertorriqueña está llegando al final de una era». No fuimos para nada los únicos que hicimos este señalamiento: no olvidemos las acciones del movimiento sindical en aquel momento, que repudiaron la imposición del IVU y exigieron una reforma contributiva como parte de una reconsideración de toda la estrategia económica del gobierno. En aquel escrito formulamos la perspectiva que sigue animando nuestra respuesta a esa crisis: «La salida de la subordinación colonial y la falta de desarrollo, la verdadera autodeterminación no pueden separarse de un renovado cuestionamiento de la acumulación privada y del mercado como reguladores principales de la reproducción social…» O, más brevemente: «Lo que Puerto Rico necesita,…, es un programa planificado de reconstrucción económica y social.»
Pero más importante que todos estos textos son los movimientos que han marcado la vida de Puerto Rico desde los setenta para acá: contra el superpuerto, contra la plantas de carbón, contra las incineradoras, en defensa de tierras agrícolas, de la zona marítimo terrestre, del acceso a las playas, contra el afán desmedido de desarrolladores y los permisos fast track, contra proyectos millonarios, por ejemplo, como Costa Serena en Piñones y por un desarrollo respetuoso del ambiente y las comunidades, en defensa de un sistema de salud pública (y contra la privatización de hospitales y la creación de un sistema que sería caótico y costoso). ¿Cómo puede decirse que en Puerto Rico nadie se preocupó por nada, que nadie intentó detener un tren que nos lleva al abismo? Y conste: la lista que acabo de hacer es muy, pero muy incompleta.
Como dije, el efecto de debatir la crisis borrando estas iniciativas y reflexiones es fomentar la noción de una responsabilidad colectiva (nadie hizo nada, nadie se preocupó por nada…) de todos en Puerto Rico por la crisis que vivimos. Pero la realidad es que no hubo tal unanimidad, ni tal entrega colectiva a la fiesta irresponsable: hubo, al contrario, un debate, un enfrentamiento constante entre los que, desde el gobierno, los partidos dominantes y las grandes organizaciones empresariales y sus intelectuales orgánicos (analistas, consultores) impulsaron la estrategia de las 936, el crecimiento suburbano fast track, la especulación irresponsable, la falta de desarrollo productivo y los que, por otro lado, criticaron, advirtieron, protestaron y denunciaron esas políticas y sus consecuencias.
¿Y qué lección se extrae del trabajo y los esfuerzos de esos movimientos? Entre otras cosas, que en Puerto Rico hay desempleo masivo, no porque los puertorriqueños no quieran trabajar, sino porque la economía colonial, dominada por el capital externo y centrada en la exportación nunca ha sido capaz de generar empleo suficiente para su fuerza laboral. Que el endeudamiento público es resultado, no de la irresponsabilidad colectiva boricua, sino de la incapacidad del estado de tocar los privilegios de las grandes empresas y de desarrollar un proyecto de desarrollo productivo para el país. Que la solución, por tanto, es otro tipo de política económica, no subordinada al capital externo. Que la especulación, las burbujas inmobiliarias y el desarrollismo irresponsable no son una enfermedad criolla, sino una dimensión del capitalismo global en el momento de la «financiarización». Que la solución es someter la lógica de la ganancia privada a corto plazo al objetivo del bienestar social y la protección ambiental. Que otros pueblos, incluyendo el pueblo trabajador de Estados Unidos, han sufrido los efectos de la misma crisis y es con ellos que debemos buscar alternativas. Que quienes han facilitado esos males son los gobiernos y los partidos dominantes durante las últimas décadas. Que la austeridad que se nos pretende imponer no es un intento de solucionar la crisis sino un intento de solucionarla a la vez que se perpetúan los privilegios de unos pocos y una estructura que genera desigualdad y destrucción ambiental. Que la búsqueda de otra salida empieza por la resistencia a los ataques dirigidos contra el pueblo trabajador. Esa resistencia no parte de cero: es continuación de críticas y resistencias pasadas cuyas advertencias han sido validadas por la historia posterior. Esa resistencia tendrá que incluir planteamientos sobre la renegociación de la deuda, las ganancias del gran capital, la reconstrucción económica, la formulación de propuestas en ese sentido al gobierno federal, entre otros temas que hemos tratado en otros artículos, pero sobre lo cual hay mucho por hacer.
El discurso que atribuye a los puertorriqueños los males del capitalismo y que culpa a todo el país por su crisis actual tiene el efecto de exculpar al capitalismo, exculpar a su estructura colonial y exculpar a sus gobernantes, y de paso facilita las medidas regresivas, esa nueva versión de la «medicina amarga», que quieren imponernos. Por eso debemos rechazarlo.