Desde la retaguardia a Santurce es Ley
Pero la falta de estacionamiento en esa área de alta concentración de estigmas de la desposesión y el desastre, así como de la misión artística del cambio social y cultural pensada desde el confort, te obligó a cambiar de estrategia, desviándote por el paseo de los tecatos de la avenida Fernández Juncos hasta caer en la trampa del tapón que forman los noveleros que no se bajan en ningún sitio porque no les interesa el sofocón del gentío, sino que son adictos a dar la vuelta del pendejo metidos en el aire acondicionado. En medio de esa crisis, se te prendió la bombilla para no tener que abortar el plan por completo y recurriste a una vieja táctica de escape: toda vez que cualquier jangueo santurcino que se precie va a terminar inexcusablemente en la pista de baile de la discoteca gay de la parada 15 a las cuatro y cuarenta y cinco de la madrugada, antes de que salga el sol fatal para el vampirismo, lo mejor es entregarse desde el principio, sin resistencias, y estacionar el carro temprano en esa parte de la calle Condado que constituye la microzona roja boricua para que, al final del jangueo, el carruaje esté a tres pasos de uno y no haya que caminar tres o cuatro cuadras para buscarlo en un estado deplorable.
El GPS de tu memoria se activó tan pronto echaste a caminar calle Condado abajo, hasta el cruce con Las Palmas y, mientras bajabas por el Walgreens que ahora lo ilumina todo a la redonda e impide el sexo clandestino que durante décadas se practicó al güipipío detrás de aquellos almacenes, te envolvieron las penumbras de las historias de espanto contadas por tus amigos asaltados y golpeados por bugarrones despechados a la salida de la discoteca y los cuchitriles circundantes, de las peleas a puñalada limpia entre macharranes heridos por el choteo colectivo que presenciaste mientras pedías más pique para los pinchos de marlin y la gritería de las dragas putas al momento de los arrestos.
A pesar de esa mala vibra, llegaste sano, salvo y bastante sudado al Departamento de la Comida, donde, por haber pasado las nueve, ya no había rastros del gratinado de chayote con quinoa al ajillo y salsa de queso fresco y yogurt por lo que pediste una horchata de avena consoladora que te sirvieron en un vaso alto de cristal con mucho hielo y canela. El sabor de aquella horchata y aquel ambiente de restaurante saludable y silencioso, diseñado como para flacos correctos buena gente que hacen yoga, atendido por chicas sin maquillaje en medio de las ruinas te provocaron un recuerdo madrileño. La noche y la bebida introductoria estaban tan ricas, eran tan raras, estaban recubiertas de una vaina viscosa espesada con polvos híbridos de progreso y barbarie que producían una expectativa igual de naif que insana que había que colmar de placeres intensos y fugaces, como los que cualquier turista con American Express o Visa en el bolsillo busca, y quizás encuentra, al perderse por los callejones embadurnados con vómitos y orines durante el botellón y luego lavados con chorros de agua limpia a presión de Malasaña o Chueca.
En cuestión de segundos, el viaje europeizante se te acabó al toparte con los primeros “vecinos embalconados” de la calle Monserrate, como los llama la escritora Marta Aponte y los describe Edwin Quiles en su libro sobre Villa Palmeras titulado La ciudad de los balcones, en espera de la invasión de las multitudes extranjeras con guille de turismo interno. Algunos chamacos conversaban y se movían en la acera al son del reguetón que salía de las bocinas bestiales de un carro estacionado y otros les contestaban desde los balcones, esas extensiones de la calle que prácticamente se mete hasta las casas. Félix Javier el sastre apagaba el taller y cerraba las rejas de la sastrería Carrión. Los muchachos retozaban frente al colmadón, los hombres hablaban de asuntos de hombres y las mujeres dominicanas que atendían uno de los bares aún vacíos a esa hora, el bar La Unión, gesticulaban, señalando una olla de comedores escolares que habían puesto en la acera sobre una mesa plegadiza con un cucharón, servilletas, cubiertos y platos desechables. ¿Qué cocinaron?, fue la pregunta que te salió al pasar frente a ella y la contestación de Yolanda fue: “un asopao de pollo”, que se le coló por los labios, entre bachatas a to lo que da y reguetones a to fuete. Entonces fue que le soltaste a la doña la promesa de que regresarías para comerte el asopao una vez estuvieses entrado en palos y le pediste el primer cubalibre a base de Don Q y limón, no de Wal-Mart (como la cola) sino de su minipatio y los huertos-jardín de toda una vida fértil en la losa sin la interposición de la palabra composta.
Tras ese primer entone con ron en pleno ataque de aquellas cuatro vías por la retaguardia, procedía entonces la inevitable entrada en la ruta de degustación artística por la calle Elisa Cerra. Dos fachadas impresionantes observadas en esa calle te hicieron repensar y repasar aquellas casitas del barrio semioculto que se abría durante ese fin de semana al ojo turístico. La primera es de madera, está abandonada, y la artista Damaris Cruz la recubrió con papel de guías telefónicas pegando sobre ese collage fotografías en gran formato de dos mujeres jóvenes que toman café en el balcón recreado mientras bochinchean a lo Minga y Petraca. La segunda, de cemento, es una oficina sin ventanas y el artista Javier Cintrón la recubrió con una pintura que recrea una casita de madera con portoncitos de rejas, añadiéndole a la pintura con otra artista y la comunidad yerbajos que no necesitan profundidad para que entre las tablas pintadas crezcan verdaderos cactus, bromelias y recao brujo. Dos espacios que ya no son lo que eran o, que serán lo que no son una vez desmantele la fiesta el último de los espectadores burgueses, si se te permite la paradoja; dos trampas para el ojo, porque el arte las atravesó, al igual que al barrio entero, interviniendo con sus supuestas esencias.
El segundo cubalibre te lo diste en el patio interior de la antigua Ferretería de la calle Ernesto Cerra, ahora transformado en El Patio de Sole, que es bar, fonda con menú español para el evento y centro de actividades culturales, decorado con varios murales alusivos al sol y la luna pero, como no había Don Q, te fuiste cuesta abajo con Palo Viejo. Estabas en el medio de la algarabía, sudando a chorros y conversando con los amigos que salían de todas partes como hongos silvestres a saludarte y a intercambiar impresiones al tiempo que iban desapareciendo entre otros marullos de gente que circulaba sin freno mientras una mujer que se parecía a Zoraida Santiago entonaba canciones de la nueva trova o boleros –ya no recuerdas– al son del acordeón que tocaba un negrote uniformado con camisa azul marino y boina rojiza. Esa imagen prácticamente habanera que te señalaba y te comentaba un amigo, y la humedad sofocante, fueron suficientes excusas para pedir el tercer cubalibre, justo después que el dependiente se desocupó al fracasar en la venta de una orden de paella de mariscos y croquetas a una pareja de tiquismiquis que no la quiso.
Te acercaste a la tarima para poder observar con detenimiento los grandes murales de mujeres que se dan respiración bocaboca pero que en vez de aire les salen mariposas, como si esos primeros auxilios ocurrieran en el Macondo garcíamarquezco o en la Andalucía mora de Rushdie, y el del niño que pinta el suelo con un target de círculos concéntricos de colores y allí la sustitución de amistades con las que ibas compartiendo sucedía en forma orgánica. Entre entradas y salidas de gente conocida y de hípsters barbudos en camisillas y señoritas gafipastas con trajecitos de algodón estampados con flores y botas Doc Martins, te atacó bien fuerte el mal del bonche y la apretujaera, resultando que aquel mareo, entre gozoso y doloroso, te llevo a buscar aire en el cruce del bar El Watusi, esquina Cerra y Cerra. La urgencia de baño te asaltó de momento, quizás porque el agua corriente de la cuneta allí forma un pequeño caño lleno de servilletas mojadas y vasos plásticos aplastaos que la gente bordeaba y cruzaba con normalidad para tirarse la misión de comprar una cerveza fría en el Watusi, iluminado con lucecitas de navidad que bajaban de las planchas de zinc del techo y recuerdos polvorientos del equipo de los cangrejeros.
Harto de la imagen de la gente enjorcicá alrededor del charquero inmundo, extasiada en pleno jangueo cunetero que tanto te hacía revivir con molestia el tercermundismo cotidiano, volviste a escapar por la retaguardia; esa vez hacia el colmado cafetín de la Cerra, donde había un baño limpio escondido entre las cajas de refresco y de papel toalla. Dos cubalibres seguidos y cuatro buenos tragos largos y empinados de una caneca de otro pana llena de ron artesanal te dejaron cantando la Borinqueña revolucionaria en aquel vecindario excéntrico no novelado por Rosarito Ferré y entonces fue que a los muy tráfalas se les ocurrió sucumbir a los encantos del selfie: confirmado, uno de los sublimes deseos de las masas enardecidas por el súbito contacto con la bomba que se escuchaba desde el Watusi consiste en tomarse selfies con borrachos.
Restablecido a medias después de esa breve entonación nacionalista, un pana te llevó a ver el mural de Adriana Garriga López, conocida como Kiki de las Nueces, en homenaje a su madre dominicana de crianza, Estela García, quien vivió bien cerca en uno de los condominios Bahía hasta su muerte en el 2011. La degustación de ese hermoso memorial a una mujer dominicana sin abolengo que crió a una boricua, y los espíritus de los alcoholes que se te meneaban a lo loco en la sangre, te llevaron casi gateando al asopao de pollo que tenías a fondo y que te calentaron en el microondas de aquel bar en la calle Monserrate al solar de las carpas de los pinchos y los bacalaítos, de nuevo frente al Watusi, en la Elisa Cerra.
Tu primera impresión fue que el negrote pinchero tenía un ritmito muy consistente que lo identificaba como comandante de lo que te pareció un dron picado a la mitad lleno de carbones encendidos y que meneaba los pinchos de pollo, los únicos que había, con frenesí sobre la parrilla tiznada porque así era que eso se hacía, pero luego te diste cuenta que aquello era un efecto dramático improvisado para intentar calmar a los hambrientos que hacíamos fila. La gente no escatimaba en ajorarlo y azuzarlo o joderlo, actitud que te encendió el botón del pánico porque temías que, además de picado por el mosquito que cargaba la enfermedad del momento, salieras de allí con una salmonella de las que vacían las tripas a consecuencia de la ingesta de carne de pollo cruda y todo por la insolencia de aquellos muertos de hambre. Por eso, tu intervención en aquel circo inaudito en el que todos actuaban bajo los efectos del humentín, el calor oloroso que despedía la olla llena de manteca hirviendo donde se freían los bacalaos y las tapitas de ron artesanal que vendían con sabores de quenepa y guayaba, consistió en gritar a boca de jarro que no había prisa, pinchero, cójalo con calma, que usté es el que manda aquí y nosotros esperamos lo que sea con tal de no comer carne cruda. Cuando al fin te llegó el turno, por si las moscas, le pediste al hombre que te embadurnara los dos pinchos con el pique más fuerte disponible y tu mente paranoica se tranquilizó, pensando que el pique y el alcohol que cargabas en la zona estomacal, más la tapita de ron con quenepa que le añadiste, cuestión de pisar bien pisao el embarre de salsa barbiquiú, matarían las bacterias santurcinas más paleolíticas, y hasta el virus de Chikun, al menos hasta la bendita aproximación de otras fuentes de contagio después de las dos y media de la madrugada, luego del retorno a pie hasta el carro por la calle Las Palmas y la penúltima celebración del estado de legalidad inconmensurable del Santurce profundo en la pista de baile de la discoteca gay de la parada 15.
*Todas las fotos son de Herminio Rodríguez.
*Publicado originalmente en La Calle Loíza.