El cliché
La información no es conocimiento y el conocimiento no necesariamente implica entendimiento. Recordemos el verso de T.S. Elliot que pone en claro esta última distinción: Where is the wisdom that we have lost with knowledge? En efecto, el conocimiento es acumulativo, progresivo, competitivo y cuantificable. Nada casualmente se pone hoy tanto énfasis en la «economía del conocimiento» como eufemismo para sancionar las nuevas modalidades del capitalismo y su creciente interés por la plusvalía del trabajo intelectual, así como por todo lo concerniente al «poder sobre la vida» (ingeniería genética, biología molecular, ecología). El entendimiento, por su parte, está ligado a la sabiduría concebida como la compenetración con los límites de nuestra mortalidad y, a su vez, con las posibilidades indefinidas de una inteligencia que siente y se ve obligada, una y otra vez, a recrear su potencia y afirmar su fuerza, para no sucumbir a su ingénita vocación de estupidez.
El conocimiento supone un particular despliegue del saber que ya en el siglo XVI de la era cristiana Francis Bacon condensó en una frase que ha pasado a ser un cliché: Knowledge is power. Se trata de la concepción moderna del conocimiento que se piensa en base a los referentes empíricos, teniendo como horizonte exclusivo los criterios de eficacia, eficiencia y utilidad. Ello va de la mano de la idea del hombre como «amo y señor de la naturaleza», al decir de René Descartes. Nos referimos así al trasfondo histórico de nuestra época: la transformación del núcleo religioso del cristianismo en el baluarte político, ideológico y socio-económico del liberalismo y la democracia moderna, la cual habrá de tomar el relevo de lo que Michel Foucault llama «el poder pastoral» de la Iglesia. De esa manera se irá confinando la idea de «civilización», neologismo acuñado en la Francia del siglo XVIII, como manera de demarcar el mundo civilizado del «pensamiento salvaje», para valerme del título de uno de los más bellos libros de Claude Lévi-Strauss.
Como consecuencia de ello se irá consolidando la idea de progreso y el sentido de superioridad de las culturas europeas sobre el resto del mundo. Ya para finales del siglo XIX, dichas culturas «daban por contado su superioridad, así como el hecho de que su ‘standard of civilization’ justificaba la intervención o colonización en las tierras ‘menos civilizadas’».1 ¿Qué duda cabe que los máximos herederos de esa convicción imperial y civilizadora que llega al delirio con la Alemania nazi es, precisamente, el último imperio europeo y el primer imperio americano: EE.UU.?
Dicha idea, sentido y convicción serán ligados, de una parte, a la compartida vocación universal del cristianismo y el capitalismo; y, de otra, a la progresiva subordinación de la institución científica al logos de la téchne, es decir, a la tecnología. En resumen, pienso que es válido afirmar que dichas instancias se promocionan como agentes civilizadores de la «humanidad», en base a la polivalente imbricación de cuatro grandes ejes: el concepto jurídico-político de nación-estado, la lógica del capital, la autoridad de la racionalidad científica y el engranaje tecnológico.
En torno a estos ejes se va tejiendo un «orden social» confeccionado por los «medios de comunicación», la «industria publicitaria», las «relaciones públicas» y, más recientemente, la «mercadotecnia» y las «nuevas tecnologías de la información». Formaciones todas ellas que, nada casualmente, surgen paulatinamente una vez se consolida el predomino de los EE.UU. como potencia mundial a partir de la guerra hispanoamericana de 1898. Desde entonces hasta hoy la democracia moderna, fundada bajo el concepto de libertad económica y el derecho ilimitado a la propiedad privada, ha servido de paradigma para la vida política y la cohesión social.
En un libro célebre publicado exactamente hace 50 años, Herbert Marcuse puso en justa perspectiva este asunto: «La libre elección (free choice) de amos no suprime ni a los amos ni a los esclavos. Escoger libremente entre una amplia variedad de bienes y servicios no significa libertad si estos bienes y servicios sostienen controles sociales sobre una vida de temor y esfuerzo, esto es, si sostienen la enajenación [las cursivas son añadidas por mí, pues la traducción de la edición española lee «alienación».] Y la reproducción espontánea, por los individuos, de necesidades superimpuestas no establece la autonomía; sólo prueba la eficacia de los controles.»2
Lo que entonces se pensaba en el contexto de la «sociedad industrial avanzada», hay que pensarlo hoy en términos de la primera civilización mundial. Me abstengo, a propósito, de usar el doble cliché «globalización»-«posmodernidad». En particular a esto último, no deja de llamar la atención el abuso póstumo del prefijo pos: posnacional, poscolonial, poscomunista, posliberal, posdemocracia…como si se quisiera hacer creer con la fijación de un prefijo la idea simplista y falsa del pasado como algo superado por los acontecimientos de un presente huérfano de futuro. Me pregunto si ello no forma parte de lo que Alain Badiou ha llamado «la impotencia contemporánea».3
Cabe pensar la cultura contemporánea como una ingeniosa tecnoesfera cuya pauta consiste en sostener la eficacia de sus veredictos, esto es: la verdad reiterada de la banalidad y el flácido moralismo de unas sociedades que amoldan sus controles a tono con las oscilaciones de lo que Marx llamaba la forma-mercancía. «El marketing», escribe Gilles Delueze, «es ahora el instrumento del control social y forma la raza impúdica de nuestros amos. El control es corto plazo y de rotación rápida, pero también continuo e ilimitado, mientras que la disciplina era de larga duración, infinita y discontinua. El hombre ya no es el hombre encerrado sino el hombre endeudado…».4 Estas palabras sirven para actualizar las anteriores de Marcuse y las implicaciones de haber dejado atrás, a partir de la II Guerra Mundial, sigo citando a Deleuze, las «sociedades de soberanía» o «disciplinarias» que nos describe Foucault, cuyo objetivos era «decidir la muerte» por otras que son las nuestras, concebidas para «administrar la vida».
Se perfila así un acéfalo engranaje de «control social» que culmina en el diseño de la uniformidad variable del actual régimen planetario. Dicho «control» es acéfalo en el sentido de que no necesita el mando de un poder supremo centralizado, pues basta con la coordinación excéntrica de un comando que sostenga la continuidad de sus ramificaciones y los múltiples desplazamientos metonímicos que componen la máquina cibernética. Con lo cual es correcto afirmar que una de las muchas paradojas de estos tiempos es que en pleno auge de los sofisticados y deslumbrantes dispositivos tecnológicos, los fundamentos de la cultura nunca han sido más frágiles y los controles nunca han estado más «fuera de control».
A la luz de todo lo anterior, hay que repensar el concepto de «enajenación». Podemos, tentativamente, definirlo así: la expropiación de la fuerza singular y potencia vital de cada cual por parte de las más diversas cristalizaciones de las formas poder con las que las poblaciones se identifican en función de sus «gustos personales», «preferencias sexuales», «hábitos de consumo», «opciones políticas», «creencia religiosas», etcétera. Se trata de identificaciones que se llevan a cabo, no ya como «individuos» o «ciudadanos», sino como baluartes fragmentarios y cifras estadísticas de un apoteósico anhelo de reconocimiento y, sobre todo, de consumo. Esto último es muy revelador, pues pone el acento no tanto en el «engaño», por así decirlo, como en la disposición al auto-engaño; no tanto en la «falsificación» o «falsa consciencia» a la que estamos siendo sometidos como en la cómoda decisión de no hacerse cargo de sí, sea por temor a las propias fuerzas, sea por ignorancia de la potencia singular que distingue a cada modo de ser y que permite el resarcimiento en la experiencia común de lo que es, a la postre, un único y mismo devenir que todos compartimos. Dicha singularidad rebasa por completo la idea del «yo» y la imagen que cada cual se hace de sí, pero también los efectos especulares del «ser conciente» o de la «auto-conciencia».
De esta manera se confirma la ilusión de ser partícipe de la riqueza y el bienestar que aquellas mismas formas de poder hacen valer como la «realidad». El encanto consiste en mantener en vilo lo que se desea para perpetuar el anhelo de lo que no se tiene y obtener el cumplimiento de una promesa que se reanuda ad nauseam. Se explica así la sistemática programación del ocio vía la rúbrica del entretenimiento y la distracción, las cuales abarcan de manera uniforme el gran negocio de la cultura. Por esta razón, también me parece importante distinguir entre enajenación y alienación. La alienación atañe a la función simbólica del lenguaje que hace de cada uno un otro por el que se configura el «diálogo del alma consigo misma», al decir de Platón (Teeteto, 189e ). Por su parte, la enajenación nos refiere a la definición anteriormente dada e implica un volver a pensar el concepto de Entfremdung que hemos heredado de Hegel y Marx.
Si «navegamos por la red», como suele decirse, se podría seguir la pista de cualquier «búsqueda» (search) para constatar que el caudal desbordante de información que emerge de los circuitos cibernéticos es, en buena medida, un ensortijado rizoma de clichés. Para nada cuenta la densidad lingüística ni la intensidad poética. Lo que importa es la captura encantadora de las mentes y la cautivadora imagen de los cuerpos. No es de extrañar que las estrategias del marketing estén basadas en la actualización de los mecanismos neo-conductistas, los cuales permiten encauzar con efectividad y eficacia la sistemática banalización de la angustia y la creciente sensación de desamparo.
Sin embargo, visto desde otra perspectiva, se puede también constatar que a pesar de su opaca – y siniestra – genealogía militar, y del predominio de los aspectos más vulgares de la pop culture angloamericana, el Internet saca a relucir un aspecto fundamental de lo real: la interrelación de todo lo que hay en virtud del hecho de que no hay entidades fijas, permanentes y subyacentes al proceso infinito del devenir. Más aún: se puede también constatar que la llamada «realidad virtual» corresponde justamente, aunque de manera en extremo simplificada, a la complejísima red unitaria del cerebro, ese órgano de la atención de la vida, al decir de Henri Bergson. Por esta razón, es del todo equivocada la noción de «inteligencia artificial». Se trata de otro cliché del mercado cultural, redundante en extremo, pues es claro que dicha inteligencia emerge de una condición que, como la humana, está habitada por su más entrañable artificio: el lenguaje.5
Dicho todo lo anterior, es hora ya de preguntar por lo que da título a este escrito: ¿qué es un cliché? Es curioso el destino de las palabras y el designio del pensamiento. Resulta que siendo el cliché una palabra acuñada para significar el revelado en negativo de la técnica fotográfica, aludiendo con ello al instante de la mirada en el recuerdo (Augenblick), termina por referirnos al desgaste de la función simbólica del lenguaje, la captura hipnótica de la mirada y la disposición manipuladora del tacto. Todo ello tiene como consecuencia lo que podría denominarse el triple padecimiento de la cultura contemporánea: la desmemoria, la denegación y el desafecto. Para explicar esto, que bien podría ser el motivo de un largo tratado, tengamos en cuenta una definición que D. H. Lawrence ofrece del cliché: «Un cliché no es más que una memoria seca que ha perdido su raíz emocional e intuitiva y ha terminado convirtiéndose en un hábito.»6
Esta definición es lo suficientemente abarcadora como para entender el cliché en su polivalencia. En efecto, se trata de un manto de fosilización afectiva y debilidad del pensamiento que habita los cuerpos (tatuajes, gestos, rutina de ejercicios…), los modos de vestir (y no solamente las modas), la autopromoción en el Internet (Facebook, Youtube…), las redes de telecomunicaciones (televisión, twiter, iphones…), el periodismo, la cultura mediática, el mercado cultural, las formas del habla cotidiana y hasta los gemidos orgásmicos. En definitiva, el cliché es hoy en día el mobile vulgus (expresión latina de donde surge, precisamente, la palabra inglesa mob): lo que mueve al vulgo. Son innumerables los ejemplos que podrían darse. De hecho, se podría ingeniar un poema audiovisual o incluso una obra de teatro, a la manera de un amplio collage de clichés, que sacara a relucir el actual espectáculo mundial de la imbecilidad. Por ahora, conformémonos con alguna muestra.
Supongamos este breve ejemplo del habla puertorriqueña, cuyo contexto puede ser muy variado: «– ¿Todo bien? – ¡Wow!…no sé cómo decirlo. – ¿Pero cómo te sientes después de esa experiencia? – Me siento como que puedo manejar de modo espectacular mis emociones… – ¡Genial! – En verdad que fue una experiencia brutal.» Las cursivas quieren destacar la fórmula del cliché en la que se diluye la singularidad y distinción del hablante, para dar paso al seco intercambio verbal, por más entretejido que esté de «emociones». Dicho intercambio puede ocurrir en cualquier parte y en torno a cualquier asunto. De hecho, se diría que la fórmula del cliché impera en lo que me he permitido llamar el Reino de Cualquiera. Las frases del diálogo mencionado nacen de un automatismo afectado de expresiones, que dejan traslucir, paradójicamente, la impotencia del desafecto, y no la gracia espontánea de una conversación.
Se trata del encuentro vulgar de un sentido de la cortesía que a la manera de los saludos proselitistas de los Testigos de Jehová en nuestras calles, está muy en sintonía con el avasallamiento del discurso capitalista. Esto se ejemplifica con el uso, ya muy generalizado, de la palabra manejo, la cual, como es sabido, viene del vocabulario del régimen empresarial angloamericano: Management. Pienso que este es uno de los vectores de la descarnada y sórdida violencia de nuestros tiempos. Pienso también que habría que hacer un análisis socio-lingüístico del actual régimen capitalista siguiendo las pautas filológicas del libro de Victor Klemperer. Pienso también que vivimos en medio de micro-fascismos cotidianos en virtud de los cuales las palabras han perdido su potencia significativa por vía del hábito reiterativo: «El nazismo se introducía más bien en la carne y en la sangre de las masas a través de palabras aisladas, de expresiones, de formas sintácticas que imponía repitiéndose millones de veces y que eran adoptadas de forma mecánica e inconsciente.»7
El referido encuentro habitual emplea otra fórmula muy interesante, proveniente con toda probabilidad del habla angloamericana. Me refiero a la maniatada muletilla del como que (it’s like…). No deja de sorprender la obsesiva intercalación de dicha frase en el habla cotidiana. Como si se tratara de no llegar a expresar lo que se quiere decir a menos que sea con la fórmula simuladora de lo que se dice. De esta manera se pone de manifiesto la resonancia verbal de un estilo uniforme de vida que no cesa de reiterar, en última instancia, la desmemoria. La desmemoria no es el olvido; es la denegación del recuerdo, pero también la desatención al momento. Esto implica desposeer la memoria de la cualidad afectiva de lo vivido. Y puesto que recordar significa lo que vuelve a pasar por el corazón, la desmemoria genera una pérdida de la intensidad vital que pasa por la reclusión de cada cual en el cálculo de sus particulares intereses a la manera de un autómata existencial. De ahí el desafecto, entendido como la renuencia a sostener el paciente cultivo del amor (eros), la amistad (phylia) y la sabiduría.
Se explica así el encuadramiento del cliché en el que se han convertido las llamadas «redes sociales», a pesar de todas las «primaveras árabes» y de la reanudación de las «viejas amistades» o de los «vínculos familiares» o «financieros». La expresión «red social» (social network) es otro eufemismo que saca a relucir la capacidad de un pequeño poderoso führer de la mercadotecnia para disponer al alcance de todos el derecho a la self-promotion, explotando así la triste mansedumbre de nuestros tiempos. Hacer del «tiempo propio» (Eigenzeit) un espacio abierto a la excitación de quienes así lo solicitan como muestra de «amor» y «amistad» por vía de la disyuntiva «me gusta / no me gusta»: ¿no implica todo ello, justamente, un muy poco distinguido sentido del gusto? En efecto: la confusa o promiscua indistinción de lo «privado» y de lo «público», que Hanna Arendt analiza en su memorable libro The Human Condition (1958), ¿acaso no es una de las consecuencias de la destrucción de la experiencia radical de lo común por parte, no ya del capitalismo, sin de la nueva fe en la bienaventuranza del dinero de la que todos – capitalistas, trabajadores, asalariados, desempleados, marginados sociales, drogadictos, emigrantes y «los condenados de la Tierra» – quieren participar?
En fin, el afán de la captura hipnótica de la mirada, teledirigida por los llamados «teléfonos inteligentes», así como las manipulaciones digitales y la convulsiva agitación de los dedos índices y pulgares, ponen en evidencia la desolación de la chata comunicación que nos habita. Todo lo que se dice y hace es susceptible de convertirse en un cliché, entrando de facto en el circuito de la desmemoria.
La más nefasta de las vigilancias no es la que denuncia, con razón y valentía, el Sr. Edward Snowden contra el perverso y corrupto sistema de la NSA (el cual, dicho sea de paso, no es más que una extensión más de la corrupción generalizada de los EE.UU). Peor aún es la vigilancia que los propios ciudadanos ejercen entre sí a nivel mundial, deleitándose en la captura de sus imágenes y en tanto que voraces consumidores y reproductores del hábito desvivido del cliché. No es casual, al respecto, que la manía de tomarse la auto-foto (selfie) con el propio iphone haya sido recientemente catalogado como «desorden de personalidad narcisista». De esta manera el propio diagnóstico pasa a ser el meta-cliché de lo que realmente es uno de los aspectos más destacados de la cultura contemporánea: la esclavitud narcisista. (Claro que ya no hay que leer a Freud, he is outdated: basta entonces con apropiarse de sus conceptos y reiterarlos hasta desposeerlos de su inteligibilidad.) En realidad, por más salvajes que parezcan en sus cuerpos, gestos y vestimentas están todos muy controladitos, incluyendo los psiquiatras, por el secuestro mediático de las poblaciones que lleva a cabo las muy estudiadas estrategias del marketing.
Hay que hacer día a día, momento a momento, un esfuerzo enorme, una indispensable ascesis, para desertar del mobile vulgus sin dejar de estar ahí, no al margen ni afuera, sino en medio de nuestra contingencia, de lo que nos ha tocado vivir, sin renunciar a aquello que rebasa por completo nuestra fugaz singularidad: el gran caudal de la experiencia que nos nutre junto a todos los seres, vivos y no vivos, y generar así la silenciosa pero ineludible construcción del porvenir.
- John Darwin: After Tamerlane. NY/Londres, Bloomsbury Press, 2008. [↩]
- El hombre unidimensional. Boston, 1964 / México, 1968. [↩]
- Se trata de un texto con ese título publicado en El síntoma griego (Madrid, Editorial errata naturae, 2013), y subtitulado precisamente Posdemocracia, guerra monetaria y resistencia social en la Europa de hoy. [↩]
- Posdata a las sociedades de control, en El lenguaje libertario. Christian Ferrer, compilador, Buenos Aires, Editorial Altamira, 1999, P. 109. [↩]
- Para un amplio desarrollo de este asunto véase La invención de sí mismo (Madrid, Editorial Fundamentos, 2008). [↩]
- La definición está tomada del ensayo La crisis de la crítica, publicado en el número 5, junio de 1998, de la Revista de Ciencias Sociales del recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico. [↩]
- La lengua del Tercer Reich. Barcelona, Editorial Minúscula, 2001, p. 31. [↩]