El dedo en la llaga
Traté mil veces de no mirarlo, de esquivarlo, admito que crucé la acera para evitarlo en muchas ocasiones, pretendí que no existía. “No le des chavos a los tecatos”, me había advertido una vecina viejosanjuanera, “sólo les colaboras con el vicio y la mala vida”, y a mí me pareció que ella tenía un punto válido. Pero éste en particular -al que veía casi a diario en la misma esquina por la que yo tenía que pasar todos las mañanas y tardes- era muy difícil de ignorar porque, además de ser un adicto maloliente y en harapos, tenía una malformación física que hacía de su torso un garabato. El individuo me provocaba lástima, pero aún así, por junkie, yo no le ayudaba nunca.
Vivíamos para ese entonces en el segundo piso de una antigua casona en la calle O’Donnell, llegando al tope de la cuesta empinada entre la Sol y la Luna, que aireábamos manteniendo abiertas las puertas y ventanas de madera que daban al balcón. Una tarde, mientras hacía cualquier cosa dentro de la casa, escuché unos gemidos que no cesaban y que llegaban in crescendo, de modo que me asomé para ver qué sucedía. Resulta que por ahí venía esta persona, que arrastraba milimétricamente su humanidad por medio de un esfuerzo dolido y fatigado para subir la cuesta. Le costaba trabajo no porque viniera drogado sino por su problema físico, que por supuesto estaba agravado por la pobre condición de su abusado cuerpo de adicto a la heroína. Si a mí que soy joven y saludable me deja sin aliento subir esta calle para él tiene que ser una tortura espantosa, pensé. Y de repente me encontré preguntándole desde la altura si se encontraba bien. El me explicó muy brevemente que le dolía su cuerpo y yo le dije que tenía que cuidarse un poco más. Fue entonces cuando me dijo: “Dios te bendiga siempre” y continuó escalando casi adoquín por adoquín, por un periodo de tiempo larguísimo que se convirtió en agonía para mis oídos, porque aunque lo suyo era un jadeo en un tono recatado, no logré ensordecerme de ninguna manera.
Tengo una relación muy privada y personal con la idea de Dios que no voy a discutir aquí hoy, pero esa frase, que he escuchado un millón de veces, tuvo un efecto en mí, y para colmo él la adoptó por costumbre. Cada vez que me veía pasar por “su” esquina de la Fortaleza y O’Donnell me la decía cariñosamente. Debo admitir que sus palabras tenían un efecto balsámico en mí. Si Tato (apodo ficticio) me bendecía en la mañana, yo sentía que iba por el mundo con una especie de coraza protectora que me libraba de todo mal. Fue entonces cuando me percaté de que él subía todas las tardes por mi calle, siempre como un pan doblado y con una dificultad indescriptible, de modo que empezamos a cruzar una que otra palabra ocasionalmente. Cuán avasallador tiene que ser el yugo de la heroína para que este hombre se someta al suplicio de subir ésta cuesta para llegar a La Perla todas las tardes, me cuestionaba sin encontrar respuestas.
Me detuve a tirar limosnas en su vaso ocasionalmente hasta que un día le comenté que me gustaba ayudarlo pero que honestamente no me sentía cómoda dándole dinero y menos a menudo, le pregunté que si mejor le podía regalar algo de comida. Pero su respuesta nos hizo reír a ambos, para acabar de unificar nuestra incipiente amistad. Resulta que el tipo comía súper bien, ya que por caridad de algunos trabajadores de los restaurantes exquisitos de SoFo, Tato recibía a diario una cajita con manjares de todo tipo. “¡Ah pero chico, si tú comes mejor que yo! ¿Quién me iba a decir a mí que te alimentas de sushi, sashimi y mariscos?”, dije en tono de broma. A lo que él me contestó que se comía lo que le daban muy agradecido, pero que lo que a él le provocaba era mejor una mixta, porque para él eran esas comidas demasiado sofisticadas y difíciles de digerir. Y me dijo – para completar- que no le diera dinero si no quería o no podía, que notara que él a mí nunca me pedía nada (era verdad), que él sólo se alegraba de verme pasar o de cruzar un saludo conmigo. Era el ser humano más optimista que he conocido.
Siempre tenía algo hermoso que decir. En todas las ocasiones en que cruzamos palabra me dejó pensando en temas elevados y profundos. Recuerdo especialmente una mañana cualquiera en que crucé por su esquina al costado del Teatro Tapia y me encontré con un grupo de personas que me detuvo para conversar justo al lado de Tato. Hablamos animadamente unos minutos y en algún momento, cuando la conversación se estaba diluyendo, nos percatamos todos de la cercanía suya y yo lo saludé amablemente, pero para mi sorpresa él me volteó la cara y se fué. La próxima vez que lo ví, me saludó como siempre: “Dios te bendice” o algo así. Y yo le pregunté si había estado enojado conmigo. A lo que me contestó: “No es bueno que te vean hablando con tecatos mi niña, la gente habla muchas cosas feas”. Me dejó de piedra su humildad y generosidad para conmigo.
Otro día, una mañana de domingo muy penosa, justo cuando salíamos de desayunar en La Mallorca me lo encontré hecho un San Sebastián pero sin flechas, con la misma expresión del martir en el rostro y una espuma blanca que le salía por la comisura de los labios, escarbando un zafacón, desesperado. Se notaba que llevaba una mala racha, me percaté que hacía días que no lo veía y era evidente que se había pegado muy duro con el vicio en esos días. Estaba mas apestoso que nunca, hecho una piltrafa, todo lleno de mierda y de orines, llorando desconsoladamente, casi ni podía hablar. No tuve el estómago para tocarlo y me sentí fatal por eso, pero traté de usar mis palabras lo mejor que pude: “Ay Tato, no llores así. Dime qué puedo hacer por tí, quieres que te traiga una mallorca, dime a quién puedo llamar, quieres dinero, no me importa que sea para drogas”, le pregunté vencida. Y lo único que me pidió a cambio de mil bendiciones totalmente inmerecidas, porque realmente yo no hice nunca todo lo que hubiera podido para ayudarle, fue que entrara a la farmacia y le comprara unas botellitas de Ensure para recomponerse. Se disculpó mil veces, me dijo cuánta vergüenza le daba que, en particular yo, lo viera así. Más me daba a mí ser incapaz de tocarlo siquiera, cuando era evidente que tan sólo un abrazo le hubiera aliviado un poco el alma. Ese día me peleé una vez más con Dios, lo recuerdo, justo allí frente a la Iglesia de San Francisco, y lo reté a que se lo llevara de una buena vez, ¡carajo!.
Las cosas se fueron poniendo mucho más duras para Tato. De un día para otro se postró en una silla de ruedas porque una de las piernas estaba pudriéndose asquerosamente, ya no podía caminar por sus propios medios y la angustia se apoderó de aquellos ojos enormes. Como insistía en subir la cuesta todas las tardes, mi esposo y yo descubrimos por fín una manera de ayudarlo a menudo. El nos esperaba de tarde en su esquina, y nosotros le empujábamos la silla de ruedas de un carrerón hasta la Sol. “Agárrate Tato, que llegó tu trilli”, le decía mi marido, y muchos fueron los días en que se oyeron las carcajadas de Tato subiendo a las millas la cuesta, porque se gozaba muchísimo el pon en carreritas. Lo que tal vez no sabía era que mi esposo no corría para hacerlo reír, sino porque agarraba una bocanada de aire bien grande antes de salir y no la botaba hasta que llegaba al tope, para no tener que oler mucho a Tato, putrefacto.
En una de esas ocasiones en que conversamos descubrí que su malformación física no era de nacimiento. Resulta que había tenido un accidente, creo recordar que fue ecuestre, y era por esa razón que su columna vertebral había quedado condenada a la más incómoda torcedura y tenía que andar de bruces. Me contó que fue por el inmenso dolor que sentía todo el tiempo, sin pausa ni tregua, que cayó en el vicio de heroína. Pero él sabía que si perdía la pierna, la vida se le íba a complicar irremediablemente y por eso la angustia lo consumía. Sin embargo ponía una fe inquebrantable en su Dios y lo mencionaba a menudo. Decía que lo mejor que nos regala era un día detrás del otro, que el que tiene fé nunca está sólo, que mientras hay vida hay esperanza. Para mí eran frases que ya había escuchado mil veces. Pero lo de la pierna lo tenía muy triste y preocupado, así que le prometí que buscaría algún contacto en la prensa a ver si me dejaban escribir su historia para ver si conseguíamos un buen samaritano que financiara la operación que necesitaba esa pierna, pero le pedí que me diera un tiempo.
Días después, se me hizo añicos el alma cuando me encontré a una tecata en la silla de Tato, justo ahí en su misma esquina, y me constestó que: “he is not here anymore” cuando pregunté por él… Jamás lo volví a ver.
Hace un par de años, mientras comparaba notas sobre personajes sanjuaneros con un amigo del casco antiguo, mencioné a Tato en la conversación – ¡y cuál no sería mi sorpresa!- cuando me contó el milagro que le aconteció a aquél martir. Resulta que Tato no sólo estaba vivo sino que era un hombre nuevo gracias al amor infinito de una santa mujer, que lo recogió, lo curó, se enamoró y se casó con él. Puedo equivocarme pero creo recordar que incluso consiguió operarse y mejorar la desviación de su columna vertebral, lo cual si es cierto, ya es añadir un milagro a otro y a otro. Y yo que hasta le deseé una muerte piadosa aquélla vez. ¡Qué mucho sabía Tato de la vida y de sus misterios, aún viviendo en el olvido más paupérimo y los confines de la cloaca! ¡Cuánta visión, humildad y valentía tenía ese hombre que era tan invisible para la mayoría de la gente! ¡Cuánto aprendí de aquella lacra de la sociedad, que fue capaz de poner su dedo en mis llagas! Desde entonces me quedó clarísimo: si Tato pudo, TODO se puede.