Hije
–La Muerte, El lado oscuro del corazón
Hace poco me senté como muchas otras veces a escribir. Por lo general, no me siento a pescar ideas frente a la computadora, así que para cuando empiezo tengo ya todo “escrito en la cabeza”, y resulta ser como si me dictara a mí mismo. Sin embargo, esta vez me vi como alcapurria de vitrina: frío, pasmao’ y brilloso.
Resulta que una brutal aceleración me zambulló en mi propio futuro, como si callera de clavado a un sueño. Me veía envejecer a las millas como en película acelerada, y juro haber escuchado hasta el “soundtrack”, que era muy parecido a una canción de Nietzereb. Se me iban dibujando las arrugas que veloces se hacían más hondas por fracciones de segundos, como si mi sonrisa cortara la piel más honda, justo en donde a alguna gente se le forman los hoyuelos. Retrocedía con igual entusiasmo el pelo, y yo me reducía, como se achican los ancianos por el tiempo.
Allí con las manos muertas, ya hecho huesos, estaba esperando una palabra. Me conformaba con cualquiera, pero ninguna llegaba. Y no me refiero a haber perdido el acceso a un nombre, o no alcanzar en un anaquel un adjetivo o un adverbio. Cuando les digo que no existía ni una palabra me refiero a lo que debería ser sin lugar a dudas lo más parecido a estar muerto. Porque sin las palabras para nombrarnos, ¿en dónde es que termina estando lo otro? La palabra no sólo nos hace identificar objetos, sino que nos permite cargar con cosas que no somos.
Me senté a escribir y me vi de viejo tocando las teclas, como si hubiera pasado mil años haciendo lo mismo. Cada mañana me despierto, voy al baño, tomo el café que me ha hecho mi amor, y me siento a producir, a escribir, dibujar, editar, diseñar, montar, definir, discutir…
Lo raro no fue que me senté a hacer lo mismo hasta verme viejo, eso me ha pasado mucho, y en ciertas ocasiones al verme viejo repitiendo una costumbre, he logrado hasta dejarla. Así una vez me imaginé tan vivamente a los 60 años fumando cigarrillos: con los dedos amarillos, con el bigote que alguna vez fue blanco teñido de nicotina, y un perfume de humo que venía desde adentro, que decidí dejar de fumar. Tenía 30 años cuando me imaginé de viejo en una discoteca, y por eso dejé de ir a discotecas a los 30 años. Me pasó así con dios a los 16, y con Santa Clós a los 5.
Mi imaginación me construye imágenes muy claras y se desboca hasta hacerme perder toda perspectiva, pero igual puede hacer que consiga reconstruir una trayectoria con pedazos de otras vidas pormenorizadas al detalle. Digo esto y recuerdo como si hubiera presenciado un hecho real, cuando se enfrenta Augusto, el protagonista de la novela de Miguel de Unamuno titulada Niebla, ante el hecho de que es un personaje ficticio. Augusto vivía a gusto, era rico, jugaba ajedrez y recorría las calles de su ciudad mientras meditaba. “Pensaba” y se hacía de carne. Opinaba de cosas, tenía ideas, creaba… Augusto fue el verbo de Don Miguel hecho carne.
Pero volviendo a mi sueño en vigilia, lo que me sorprendió de verme viejo repitiéndome, fue que esta vez me paralicé imaginando mi vida como un círculo de 24 horas, y me sentí tranquilo, en paz, y satisfecho. Pero qué tiene eso de especial, pues quizás no mucho.
Muchas veces pienso en mí, como organismo y la mayor parte del tiempo me veo buscando la biología detrás de mis decisiones, y sé que mucho se me escapa. A veces, me ayuda compararme con otros seres vivos, porque lo que nos define a nosotros es en sí la vida, y la vida tiene muchas formas. Lo que a otros organismos le funciona, habla de las muchas maneras en que se puede hacer lo mismo. La vida tiene millones de fórmulas en la tierra, y la humana es sólo una, no es mejor ni peor, sino sólo una forma provisional de resolver una misma necesidad biológica. Ayuda también para entendernos como animales ser ateos.
La vida tiene formas complejas de cumplir con la necesidad de alimentarse, pero no puede haber vida sin hambre. Con el sexo es igual. Sentimos la urgencia sexual en diferentes niveles. El sexo como otros apetitos, se usa para definir la vida: crecemos, comemos, nos reproducimos, etc. La forma en que se canalizan esos impulsos, responde a la Historia y a las luchas entre opiniones a través del tiempo. Las diferentes culturas del planeta al momento de procurarse el sexo, emplean ritos de apareamiento que van desde asaltos brutales, hasta la demostración de talentos paternales (ej. algunos hombres se compran un perrito). Estos “ritos sexuales” de la vida incluyen el olor y los colores de una flor, pero también las formas complejas del pensamiento. El olor de una flor, y un poema de amor, cumplen el mismo propósito, pues le consigue sexo a la flor y “amor” al humano.
Procrearnos como humanos hace tiempo que no es una urgencia; sin embargo, sigue actuando el instinto sexual que como en todo ser vivo, es el impulso que permite la reproducción. Si no es cosa de vida o muerte la reproducción como especie, el sexo entonces se puede entender como una actividad recreativa. Igual que como usted se recrea comiendo, podría recrearse con el sexo.
Yo creo que con el impulso sexual uno hace lo que le de la gana, y punto. La vida es toda sexo, lo es en las plantas, en las aves, y en los insectos. Usted y yo no somos distintos. Nos ordenan los genes a tener sexo, pero lo asumimos y lo ritualizamos como lo hacemos con todo, y esa complicación es sólo reflejo del tiempo libre que nos permite tener el éxito de la economía social de nuestra especie. Yo defiendo la libertad sexual y creo que todos somos poli-sexuales de “closet” y hecha la aclaración, vayamos al punto de mi historia.
Desperté, me fui al baño, me serví el café que mi amor me hizo, me senté con el café a escribir, dibujar, editar, diseñar, montar, definir y discutir, y por primera vez en mi vida no me descorazoné sino todo lo contrario: me sentí en paz con mi ilusión de estabilidad, de mi rutina y mi espacio controlado, porque descubrí al repasar mi animalidad, que por algunos años había estado haciendo un nido.
El ser humano responde a ciertos estímulos de formas distintas y la satisfacción de mi impulso sexual encontró un retoño. Voy a ser papá. En este caso mi amor es del que hace tener crías, y dada esa condición, siento una nueva forma de urgencia, una nueva obligación que para mí hace del estilo de vida que he preparado como preámbulo, una buena idea de cuna.
Creo que traer más humanos al mundo puede ser un arma de doble filo, pero hoy me senté y vi el corazón diminuto de mi “hije”, –y le llamo “hije”, con la “e”, porque mientras les escribo todavía no es visiblemente macho o hembra,– y el mío se ha desbocado. Ante ese hecho desaparecí –ya no era yo– y sentí como si me mirara en el espejo y estuviera allí otra cosa. Lo que en un futuro será mi “hije” hoy es del tamaño de una uva: 2.22 cm dice el sonograma.
Algo mareado ante la imagen me arrebató la responsabilidad tan grande que tengo, cuando ya no será sólo cosa de definirme a mí, sino que tendré que asumir el rol de proveerle una identidad (casi siempre sin querer), a otro ser humano que a su vez tendrá después en otros su influencia. Enfrentarme con el hecho de que la forma en que será un futuro ciudadano del planeta dependerá de mi criterio me aterra. Pienso que al ser padre, estoy asumiendo que mi forma de ver el mundo merece ser reproducida. Duplicarnos, debería comprometernos a rehacernos, así que me siento obligado a ser la persona que pueda y merezca ser repetida, y eso paraliza. Porque de qué sirve repetir lo que no sirva.
Si todo marcha bien en agosto seré padre, y tendré que ser yo, que no sé nada más allá de lo que no sirve en este mundo, quien tenga que enseñarle a vivir a un ser humano. Cómo se logra estar listo para eso, me pregunto seriamente, y hasta el momento, para mí sigue siendo la respuesta darlo todo por cambiar el mundo. Pero dicho eso, tengo que aceptar que nunca he estado menos triste.