En el aniversario de Guillermo Ortiz, mi padre
Abril es el mes más cruel.
-T.S Eliot
-para Ronald Rosario, con mi corazón en la mano.
-para mi hermana Myriam, también con mi corazón en la mano.
-para Eduardo Gabriel. Te amo, hijo.
Hay textos que se caracterizan por una terrible resistencia al momento de ser escritos. Sobre todo, aquellos textos que importan una mirada sobre lugares que usualmente se dejan en lo oscuro, material que se muestra disuelto, pero no menos inquieto, a la hora del sueño. En este texto me propongo hacer lo contrario. Intereso explorar la figura de mi padre, y por consiguiente la mía puesto que también soy padre de un pequeño de tres años. Para ello, rescato el recuerdo de la bruma del sueño. El propósito aquí es tomar una serie de fotos, y sobre ellas hablar desde el corazón. Desde la herida. Porque no hay escritura si no se sangra, si uno no abre el pecho, se hurga el corazón y con dedos temblorosos traza las letras, mancha el papel con tinta espesa. Sin embargo, me asalta la pregunta: qué es un padre. Porque hablo desde el padre mío, y no el de mi hermana. Pudimos ciertamente tener experiencias en común con relación a la figura de mi padre, pero mi experiencia es singular. Es mi relación con mi padre, con el padre que me fue dado, y que es armazón de este escrito. De este testimonio a veces me da terror que el recuerdo lo agolpe tanto que se me escape de las manos; es lo que está detrás de todo texto que se presente como exploración, memoria: miedo a que el testimonio sea tan intenso que raye en lo increíble, que al igual que en la pesadilla de Primo Levi, el otro diga tu verdad que no será creída. El problema de la verosimilitud, ese y no otro, es la pesadilla de los que decidimos recordar y escribir.
La relación de padre que tengo con mi hijo Eduardo está matizada por varias instancias. Primero, su nombre. Quise llamarlo Eduardo y no Eddie, el nombre con el que apodaban a Guillermo, mi padre, y que es, además, mi nombre. De inmediato pienso que ponerme de nombre su apodo fue marcarme por el resto de mi vida con el lugar Jekyll que mi padre, el Mr. Hyde, poseía. El viejo era extremadamente confuso; exudaba el amor más intenso pero había veces que el odio podía más, sobre todo en su relación conmigo, su primogénito. Es por esa razón que mi relación con Eduardo la mantengo en oposición a la relación de mi padre conmigo. Hace unos días hablaba de esto con un amigo, me atrevo a mencionar su nombre aquí: Ronald. Como yo, como muchos varones de mi generación, hacemos nuestra entrada al mundo partiendo de una relación harto difícil con nuestros viejos. Entonces nuestra relación como padres con nuestros hijos es la de ser el mejor padre que ellos puedan tener, aun cuando nos cuesta conciliarnos con nuestra asfixiante sombra. Aun cuando por momentos nos asalta una furia destructora.
Mi viejo entró y salió de la cárcel. Algunas veces por hechos de violencia, otras por consumo y tráfico de drogas, especialmente marihuana y cocaína. No necesitaba hacerlo, tenía un buen trabajo como camionero en el ya desaparecido almacén de la Firestone en el sector Tres Monjitas en Hato Rey. Pienso que lo guiaba el thrill of it, como muchas otras cosas que hizo al margen de la ley. Fue un posterboy del chico pesadilla; mi papá se la pasaba peleando en la calle, y cuidaba la esquina en la que se pasaba con sus panas hasta con su vida si era necesario. La esquina en que jugaba a los topos. Allí en esa esquina corría el ron, el mafú y el perico bañados en salsa dura. El viejo contribuía trayéndose sus congas y timbales y a descargar se ha dicho. De hecho, de esos rumbones de esquina salió una orquesta. Salsa Caliente, así la llamó el viejo. No tuvo mucho futuro, quizá par de presentaciones en ferias patronales de Toa Baja y alguna vez como orquesta relleno en el Show del Mediodía en el canal 2.
El otro lado de mi padre lo mostraba como un hombre muchas veces callado. Por momentos gentil, casi débil. Triste. Por alguna razón vinculo ese lugar con mi recuerdo de mi padre como un lector de la Biblia, de libros religiosos, de libros de espiritismo, de novelas. Todo lo leía, lo devoraba. Cuando mi papá estaba en su lado gentil, me montaba en su carro a dar una vuelta. Era un Chevelle SS del 1969, el año de mi nacimiento. Ese auto era su vida, con él cuadraba con otros carros, y era fascinante escucharlo gritar cuando ganaba… era fascinante. Otras veces, sobre todo cuando vendió el Chevelle y se compró un Datsun 510 del 1980, montaba mujeres en el carro. Me decía siéntate atrás, y el galante le abría la puerta a la jeva y la sentaba a su lado. Muchas veces vi su mano en aquellos, cualesquiera muslos.
En esos momentos yo sentía una gran complicidad con mi viejo. Yo lo admiraba. Había algo en mí que me volvía girasol por donde él caminara. Una vez, recuerdo, le dijo a sus panas mientras me acarició la cabeza: este no me suelta ni a pie ni a pisada. La sensación fue de vergüenza. Pero yo quería ser mi padre. Pienso que esa mirada es la misma que me da mi hijo Eduardo, cuando estoy concentrado en algo, levanto los ojos y me encuentro con los suyos. Una mirada absoluta. Una mirada que en el fondo aterra. Porque es la mirada que se da en un juramento de amor. Pero entonces, el otro lado de mi padre. El lado Jekyll.
Esta primera foto, si recuerdo bien, estaba grapada a un documento penal. La mirada es la del que ha estado preso, del que ha tenido que fajarse allá adentro para imponer un respeto. Pero es también un rostro de cansancio, el mismo que vi una y otra vez hasta el día que cometió suicidio. Mi viejo era un hombre duro que progresivamente se estaba cansando de su rudeza. Había días que lo asaltaba una melancolía profunda, una rabia sin nombre. Entonces para compensar su derrota empezaba a gritar me cago en dios una y otra vez, lo vociferaba, lo gritaba hasta que le salieran babas por la boca. Ese era al momento en que se la descargaba conmigo. Tengo tres cicatrices en el cráneo, esa fue la vez que me levantó por los aires y me reventó contra las paredes del apartamento que en aquel entonces vivíamos, si no llega a ser que mami le suplica, me mata. No fuimos al hospital. La entiendo. Esa era la dimensión del terror que mi padre podía imponer. Recuerdo bien esa noche. Mi viejo apareció por el apartamento que mi mamá tenía en los Condominios Alameda, cerca del Barrio Monacillos que siempre llevo en el corazón. Como en toda película de horror, el mal se aparece cuando menos uno se lo espera. Recuerdo que estaba viendo el Show de los Muppets; en el otro canal estaban dando el Show de Iris Chacón, pero a esa edad me importaban más los Muppets. Tenía unos seis, siete años. La cerradura de la puerta gira, y mi padre entra. Ojos desorbitados. Caína, oh vieja amiga. Qué, no hay de comer?, le espeta a la vieja. Mami se mete a la cocina. El viejo se para ante mí, y dándome la espalda cambia el canal al show de la Chacón. Ni corto ni perezoso, me levanto y cambio el canal a los Muppets. Él vuelve y lo cambia a la Chacón, y así estamos hasta que me advierte: si lo cambias otra vez, te mato. Me levanté y me fui a mi cuarto. Tiré la puerta tras de mí. Lo último que recuerdo, es la puerta abriéndose y mi padre levantándome por los aires. El resto no está en la memoria. O no lo quiere recordar.
En esta foto, un padre abraza a un hijo enojado con él. Ese soy yo. No recuerdo bien las circunstancias, creo que fue que no estuvo en la graduación sino después cuando hubo terminado. Pero pudo ser además el estado de confusión en mi relación con él. Cuándo quererle, cuándo temerle, esa quizá era la pregunta que no me formulaba conscientemente, pero que mi cuerpo manifestaba. En la foto él trata de cubrir una distancia que yo impongo con mi gesto, mi mirada tiene rabia, dolor, impotencia. Una confianza ha sido rota, y él trata de cubrirla con un abrazo algo tímido, y una sonrisa como queriendo disculparse. En su mirada quizá los restos de una nota de coca.
Cuando me reencontré con esa foto el día que mi hermana me la envió, algo en mí me hizo guardarla sin mirar. Eso fue hasta hace ya un mes, cuando quise cambiar mi foto de perfil en Facebook. Vi la foto, y sin más, entendí nuestro dolor. Nuestro puente roto. Un padre rudo, un hijo rudo. Dos dolores intensos por incomunicables. No hubo paz, pero sí una suerte de conciliación. Es por esa época que también me caractericé por una intensa rabia. Una vez en una de las tantas escuelas a que asistí, unos muchachos de uno o dos grados arriba del mío me arrebataron un juguete de las manos y se lo tiraban entre ellos y yo en el medio. En la frustración, me volví ciego y empecé a gritar insultos a diestra y siniestra, quería pero no podía parar, y a cada insulto corría hacia uno de ellos presto a madrearlo de puños hasta que me cansara. Del susto me devolvió el juguete. Cuando me viro con mi juguete tropiezo con Mrs. Zayas, que lo vio todo, y que era mi maestra favorita. No recuerdo qué me dijo. Pero el dolor en su mirada nunca se me olvida. Y a mí nunca se me olvida la vergüenza. Desde entonces me acompaña la noción de que en el fondo soy un monstruo.
Progresivamente empecé a quedarme solo. No quería estar con nadie, y con todos a la vez. Miraba a mis compañeros de escuela, pero no había puente en mí. Lo que sentía era muy intenso para compartir. La amistad, el enojo, el amor. En aquel entonces hubo una niña que amé, a quien le encantaba caminar conmigo pisando hojas secas y a la que nunca le dije cómo me sentía. Después la seguí desde lejos. Me obsesioné con rituales. Por ejemplo, por años llevé un conteo mental de cuántos Chevelles SS del 1969 veía por las calles. Tuve pesadillas vívidas. Y una obsesión cristiana con el castigo. Ahora me gusta preguntarme si eso le pasaba a mi padre, si pensaba en la pérdida del puente con el otro. No por una torcida noción de retribución, genuinamente me hallo pensando qué pasaba por su cabeza cuando desaparecía de nuestras vidas. Cuando pasaba eso, sabíamos de él por noticias de terceros: cuando estrelló una motora contra un poste y se fracturó la cóccix, cuando vendió el Datsun que decía que yo heredaría, cuando se enamoró de una adicta a la heroína y la metió en su casa, la casa de su padre, de mi abuelo Felipe, y tuvo una hija con ella que al día de hoy no tengo idea de cuál pueda ser su paradero. Ya en aquel tiempo yo rondaba los 10 años, y él estaba en la antesala de su muerte.
No hay documento que testifique sobre la mirada de Felipe, mi abuelo y padre de mi padre. Solo puedo decir, y suplicar ser creído. Era una mirada amarilla. Una mirada que inspiraba terror, ninguna simpatía de abuelo. Nunca, las veces que lo vi, nunca sonrió. Su boca estaba siempre torcida en una mueca de desprecio, y la mirada intensa, pura de rabia que vi en mi padre, que veo en el espejo, y que en ocasiones veo en mi hijo. Una mirada amarilla de lobos negros. Nunca supe de qué murió mi abuelo Felipe. De hecho, nunca supe nada de él excepto su silencio, y su mirada.
Recuerdo la sensación de profunda bruma que tuve en mí el día que escuché la noticia de la muerte de mi padre. Solo quien haya escuchado una noticia así entiende a lo que me refiero. Es la misma sensación que se siente cuando se recibe un puño en la cara. El mareo, el pitido en los oídos. El temblor en las piernas. La sensación de caer en un abismo. En el velorio no quise verlo, me obligaron y no pude sostener la vista más allá de un segundo. Me fui de allí. Besé a mi prima. Mi primo besó a mi prima. Mi primo y yo besamos a mi prima. Toqué las tetas de mi prima. Mi primo y yo tocamos las tetas de mi prima. Días después, antes de que la familia de mi padre nos prohibiera por siempre entrar a esa casa, rescatamos las pertenencias que pudimos. Todavía guardo una pequeña libreta en donde escribió poemas y canciones, nada grandioso a decir verdad. Y su cucharilla para la coca, hecha de plata. No hay que decir para qué me acompañaba esa cucharilla, y con cuánto silencio guardé ese vicio. Perdí la cucharilla, lo mejor que me pudo pasar.
Meses antes de decidir ahorcarse en el cuarto de su casa, vi a mi padre. Mi mamá me llevó a verlo. Estaba flaco, desvencijado. Se veía que pasaba hambre, y que posiblemente estaba adicto a la heroína. La mujer con la que había vivido lo había abandonado y se llevó consigo a Nueva York a la hija de ambos. Años después supe que mi padre había acabado de regresar de allá, tratando de convencerla de regresar con él. Allá estuvo por algún tiempo, hasta que uno de sus hermanos lo devolvió a Puerto Rico relacionado a un lío de faldas. Nunca mi padre había sido tan jovial, tan cariñoso como aquel día. Caminamos por su barrio, sentía que al fin ahí estaba un puente. Aun en el estado de sombra en que se encontraba. Recuerdo que preparó algo de comida. No sé exactamente qué cocinó. Solo recuerdo que usó kétchup en vez de salsa de tomate para el arroz guisado. Hoy entiendo el estado de pobreza en que se encontraba. No la pobreza económica, sino la pobreza del sujeto. Allí estaba mi padre. Pero era un sujeto desnudo, precario. Un suplicante. De su hijo quizá suplicó el perdón. No lo formuló en palabra alguna. El hijo quiso perdonarlo. Pero no formuló perdón alguno. Carecieron, o sobraron las palabras. Hubo silencio entre los dos. Ninguno de los dos se atrevió a titubear primero. Al final del día y antes de irme, me prometió pasar por casa allá en Monacillos. Creí, tuve esperanza en sus palabras. Solo tenía que esperar. Desde entonces, espero.
Para esas fechas nos mudamos del edificio en que vivíamos hacia Caparra Terrace en Hato Rey. En el caos de la mudanza, unos primos que nos ayudaban a mudarnos confundieron las bolsas en las que había fotos y documentos de la familia con bolsas de basura y las echaron por el compactador. Para cuando mamá se percató de ello, ya habían sido vueltas ceniza. Ahí entre esas fotos, si bien recuerdo, había una de mi padre durmiendo en el sofá de la sala en la que me tenía dormido en su pecho. Recuerdo haberla visto entre las fotos que mamá atesoraba. La que queda es esta, que tiene mi hermana. Mi padre sosteniéndome entre sus brazos, una mirada cargada de interrogantes hacia la cámara. Me gusta pensar que se hizo las siguientes preguntas: ¿de veras este niño es mío? ¿mi niño? Son las mismas que me hice cuando tuve a Eduardo entre mis brazos. Siempre quise hacer un reenactment de la foto de mi padre conmigo en su auto, en aquel entonces un Dodge. Yo, en mi Honda Civic sosteniendo a mi Eduardo en mis brazos y mirando hacia la cámara. Por alguna razón vinculada quizá al dolor decidí no hacerlo. Me gusta esa mirada del viejo mientras me sostiene, precisamente por eso. Porque su gesto es uno de sostén, de cuidado ante el lobezno frágil. Por unos 10 años te tuve, viejo. De alguna u otra manera. Comenzando abril puse mi verso preferido de T.S. Eliot como status en mi Facebook: Abril es el mes más cruel. Entonces, mi hermana contesta 4/28, y una carita triste. Yo, que quise olvidarlo todo, vi la fecha y lo recordé todo: la huída, el desvarío, la espera en que me quedé tras tu abandono. Tras tu desamparo. Te perdono. Lobo viejo, te extraño. Te extraño.