¿Es posible un derecho menos violento a partir de la democracia deliberativa?
Con esto en mente, el presente escrito tiene como objetivo dos asuntos particulares. En primer lugar, desvelar (de nuevo) la violencia que institucionaliza y yace detrás de la facticidad del derecho. En segundo lugar, estimar cómo la teoría de la democracia deliberativa puede progresivamente crear las condiciones para execrar gradualmente cierta violencia del derecho y crear un discurso jurídico más legítimo.
Violencia fundadora y violencia conservadora de derecho: un retorno ineludible.
El ensayo Para una crítica de la violencia (Zur Kritik der Gewalt), de Walter Benjamin, es un detonante tan atrevido como preciso a la hora de abordar la relación existente entre violencia, derecho y justicia. Aunque Benjamin lo escribió a principios de la década de 1920 en una Europa aún sacudida por los estragos de la llamada Gran Guerra, su vigencia es sumamente esclarecedora para analizar y entender nuestros sistemas jurídico y político contemporáneos.[1] Claro está, Benjamin limita desde el primer momento su interés en esta relación (violencia y derecho), aclarando que su crítica tiene que ver con fenómenos morales y, por lo tanto, con su relación con la justicia, como los ejemplos que analiza a lo largo del texto.
Aunque en una prosa oscura y mediante una teorización no muy exhaustiva sobre lo que para él es el derecho, este parte de una importante diferenciación para la teoría y la filosofía del derecho: la diferenciación entre fines y medios respecto a las teorías iusnaturalistas y las iuspositivistas. Nos dice el autor que entre estas tradiciones existe cierto dogma que postula una diferenciación tajante entre medios legítimos y fines justos.[2] En específico, este dogma fundamental implica que fines justos pueden ser alcanzados por medios legítimos, y medios legítimos pueden ser empleados para fines justos.[3] De esta forma, mientras el derecho natural intenta justificar los medios utilizados en virtud de la justicia de los fines que persigue, el derecho positivo pretende garantizar la justicia de los fines a través de la legitimación de sus medios. Sin embargo, el análisis de Benjamin no se concentra en los fines particulares del derecho, sino en sus medios y, como demuestra efectivamente, en la violencia de estos.
De lo anterior se desprende su importante diferenciación entre violencia fundadora de derecho (rechsetzende) y violencia conservadora de derecho (rechtserhaltend). Así, en tanto que medio, toda violencia oscila entre ser fundadora o conservadora de derecho, de lo que depende su validez misma.[4] Mientras que la primera se caracteriza por ser el medio violento necesario para establecer la norma jurídica o la ley, la segunda es el medio utilizado para hacerla cumplir. Aunque parezca una distinción excluyente, lo cierto es que a partir de los ejemplos analizados por Benjamin se debe concluir que ambas formas de violencia son interdependientes. Una depende de la otra como instancia subsiguiente de la fundación del derecho, o como advirtió Derrida en su análisis deconstructivo sobre el texto, la violencia conservadora vendría a ser refundadora en el sentido de poder conservar lo que se pretende fundar.[5] Ejemplo de esta imbricación es la pena de muerte, la cual para Benjamin no tiene el fin de castigar la infracción del derecho, sino establecer el nuevo derecho, ya que ejerciendo dicho poder sobre la vida y la muerte de la persona el derecho se fortalece más que con cualquier otra práctica.[6]
Otro de los ejemplos en los que se evidencia esta correlación es en la violencia policial, la cual, según Benjamin, no consiste en promulgar leyes o normas, sino en pronunciar edictos que con pretensión de derecho se dejen administrar, a la vez que es conservadora porque se coloca a disposición de esos fines.[7] Este derecho, que surge cuando precisamente el Estado no puede garantizar sus fines mediante el ordenamiento, se suele justificar a menudo por razones, por tanto, de seguridad, atendiendo situaciones en las cuales el derecho positivo es insuficiente o ausente, representando la máxima expresión de la degeneración de la violencia.[8] Con este ejemplo se ve más aún la imbricación entre una y otra violencia, acercando una institución que se supone que exista para aplicar la ley a un ente que funda derecho en virtud de la presunta ley que pretende conservar.
Casi de forma inevitable, Benjamin relaciona la relación entre violencia y derecho al análisis en su momento de la lucha de clases y el derecho de la clase trabajadora a la huelga. Para el autor, al concedérseles el derecho a huelga a los trabajadores no se les facultó para ejercer la violencia, sino a sustraerse de ella cuando indirectamente el empresario pudiera ejercerla de forma indirecta. Sin embargo, desde la perspectiva del proletariado la huelga general podría ser un medio violento para alcanzar ciertos fines. Eso lo interpreta el Estado, no obstante, como un abuso del derecho concedido, por lo que procede a reprimirlo de forma violenta. En efecto esta situación muestra una contradicción objetiva de una situación jurídica. Algo similar sucede con el contrato, figura jurídica cimera del derecho moderno y del capitalismo que lo subyace, ya que su generación es violenta, nada más pensar en un contrato de trabajo, de alquiler o de cobertura médica entre partes fácticamente muy desiguales, y su cumplimiento también está resguardado por la amenaza de sanción.
Este aspecto anodino de la violencia intrínseca al derecho lo describió Robert Cover de manera clara. Para el autor, “[l]os actos jurídicos interpretativos anuncian e inducen la imposición de la violencia sobre otros: Un juez enuncia su comprensión de un texto, y como resultado, alguien pierde su libertad, su propiedad, sus hijos, incluso su vida”[9]. De esta manera, Cover describe una tarea patética por parte de quienes son juzgadores de un derecho intrínsecamente violento, aduciendo que quienes interpretan y adjudican el derecho dejan tras de sí vidas arruinadas por prácticas sociales organizadas de violencia. Atinadamente, advierte lo que hasta este momento no es lo suficientemente obvio en nuestras discusiones jurídicas, y es que la interpretación jurídica no puede entenderse si se segrega de la violencia que resulta de esta.[10] Lo cierto es que este aspecto de la aplicación del derecho no es el más visible, todo lo contrario, pero quizá sea el más trascendental como técnica de reproducción de violencias aceptadas institucionalmente.
En el caso de Benjamin, esta concatenación de violencia está ligada a la alegoría del ángel de la historia, basada en una interpretación ingeniosa y cargada del famoso cuadro de Paul Klee titulado Angelus Novus, adquirido por el primero a principios de la década de 1920. Mediante la famosa tesis número 9 de sus Tesis de filosofía de la historia, Benjamin identificó el ángel pintado por Klee con el ángel de la historia, el cual estéticamente aparenta alejarse de algo que lo tiene pasmado, mientras que vuelve el rostro hacia el pasado donde, en vez de percibir una consecución de información, observa una catástrofe única que amontona ruina sobre ruina arrojándola a sus pies.[11] Aunque ese ángel desee parar y recomponer lo despedazado y despertar las multitudes de muertos, desde el paraíso sopla un feroz viento que lo impulsa insaciablemente hacia el futuro, pero completamente de espaldas, mientras las ruinas del pasado crecen irremediablemente hasta el infinito.[12] Ese viento tempestivo, según la concepción benjamiana, es el progreso.
No obstante este lóbrego escenario que se distancia raudamente de la visión clásica de progreso lineal propia del marxismo y del historicismo, cuando Benjamin escribe sobre violencia, derecho y justicia, contrasta esta imbricación antes mencionada con la posibilidad de la no violencia. Benjamin toma condicionadamente de Sorel la diferenciación entre huelga general política y huelga general proletaria con el fin de contrastar entre una huelga violenta y otra que no lo es.[13] De esta manera, concluye que una huelga política, que lo que pretende son modificaciones a las condiciones de trabajo dentro del sistema capitalista, fortalece al Estado y a su poder de ejercer violencia.[14] Por el contrario, la huelga proletaria es un medio puro que pretende la destrucción (de forma anárquica) del poder del Estado y se relaciona, posteriormente, con la violencia divina, mientras que la primera se vincula idénticamente a la violencia mítica. En el corazón de esta distinción se encuentra una crítica temprana a la razón instrumental y, por lo tanto, a la violencia intrínseca de la huelga general proletaria pero, además, a la violencia como medio para fundar y conservar derecho. En contraposición a esta instrumentalización de la violencia, Benjamin acoge el término de manifestación para reflexionar sobre acciones humanas que muestran violencia pero que no la utilizan como medio para la consecución de fines, sino como medio puro, que posteriormente relaciona con la violencia divina.[15]
La distinción entre violencia mítica y violencia divina, asociada, como ya se mencionó, a la distinción entre las clasificaciones de huelga descritas, ha despertado un sinnúmero de interpretaciones diversas. Para Marcuse, por ejemplo, la crítica acérrima de Benjamin a la violencia se dirige a aquella que perpetúa el monopolio del discurso legal, el de la verdad y el de la justicia, mientras que considera que la violencia pura es la propia de aquella revolución que abole ese Estado perpetuador de la violencia institucional que refuerza la huelga general proletaria[16]. Marcuse destierra el mesianismo teleológico de la lectura del texto, y lo interpreta desde un materialismo que confirma a Benjamin como un revolucionario inquebrantable. Para Butler, por el contrario, la violencia propiamente coercitiva está vinculada en Benjamin a aquella que funda y conserva el derecho, mientras que la violencia divina, de por sí ni coercitiva ni sangrienta, es la contradicción de la violencia mítica, la cual no sólo erradica, sino que también expía, como en el mito de Níobe utilizado por Benjamin.[17] De esta manera, la autora concluye que el mandamiento de Dios de no matarás, traído por el autor al final del escrito, es una pauta de conducta –no una exigencia mediante coerción, lo que estaría ligado a la violencia mítica- para que el individuo se las arregle en soledad y, en ocasiones excepcionales, asuma la responsabilidad de no observarla.
Si bien Marcuse no desterró la violencia coercitiva de la violencia divina, vinculándola con la revolución política tradicional, la interpretación de Butler pretende apuntar al carácter no violento, no sangriento aunque sí letal, de la violencia divina. La autora lleva el carácter no violento de la violencia divina a un espectro ético más amplio que el ámbito de la revolución. En efecto, aduce que en primer lugar, como se dijo, que la responsabilidad es un asunto individual, aunque anarquista, de asumir o no una exigencia ética. En segundo lugar, Butler advierte que la obediencia mediante coerción resquebraja el espíritu y arruina la capacidad de la persona para aceptar la obligación ética. En tercero, que el esquema de la responsabilidad legal es incapaz de atender las condiciones de sufrimiento humano.[18] Aunque es muy atinada la interpretación de Butler, tiene razón Bernstein al advertir que bajo esta suele esquivarse la realidad de que Benjamin se refería a la violencia divina como violencia revolucionaria.[19]
Sin embargo, no puede obviarse que fue el propio Benjamin quien expresó que existen formas carentes de violencia para la solución de conflictos, particularmente en el ámbito de personas privadas. De esta manera, adujo que “[e]n la conversación, no sólo la conformidad no violenta es posible, sino que el principio de no utilización de la violencia se debe expresamente a una circunstancia significativa: la no penalización de la mentira…De ello se desprende que existe, precisamente en la esfera de acuerdo humano pacífico, una legislación inaccesible a la violencia: a la esfera del “mutuo entendimiento” o sea, el lenguaje”[20]. Recordemos que es inevitable no contrastar la violencia como la posibilidad de la no violencia, y Benjamin, aunque en términos muy generales, arguye que los medios puros o limpios de solución de conflictos humanos son posibles, ya que “[d]onde quiera que la cultura del corazón haya hecho accesibles medios limpios de acuerdo, se registra conformidad inviolenta”[21].
Como se ve, Benjamin suele adjudicarle al Estado, sin distinciones, una cierta capacidad de generar y mantener violencia que contrasta con las posibilidades en el ámbito privado de generar acuerdos en ausencia de coerción. Es inevitable preguntarse si estos acuerdos pueden ser llevados a cabo mediante la presencia del Estado, ya no el entronizado Estado moderno de corte liberal o autoritario que sirve de consejo administrador del sistema capitalista en todas sus fases, o sólo a través de la destrucción de este sería posible instaurar mecanismos de solución de controversias humanas de forma no coactivas. Más aún, ¿puede ser esto último posible?
El notar que en la obra benjamiana el carácter violento del Estado, a través de la violencia mítica, o violencia del derecho, se hace homogéneo, ya lo atisbó La Capra, quien también mostró la preocupación de los silencios que se dejaron al describir la violencia divina, los cuales pueden ser utilizados por motivaciones abusivas, como el mesianismo apocalíptico.[22] Una visión más optimista la tiene Honneth, quien entiende que el fin de la idea de Benjamin sobre la violencia divina es una especie de revolución cultural que tenga la capacidad de sepultar el antiguo sistema de relaciones legales.[23] En definitiva, la idea básica es que a través de esta revolución de carácter sacro, se instituye la justicia mediante la violencia no instrumental. Cónsono con ello, Habermas, quien también es crítico sobre el entendimiento del fin de la violencia mítica como la destrucción de cualquier modalidad de derecho, le concede a la violencia divina el propósito de eliminar el carácter instrumental de la acción política y, a su vez, instaurar la política de medios puros.[24]
Esta asociación a una crítica de la violencia como razón instrumental se encuentra como figura troncal del trabajo de la teoría crítica de Frankfurt por voz, principalmente, de Horkheimer y Adorno en la obra Dialéctica de la Ilustración. Sin embargo, también se halla cualificadamente en una generación posterior de la llamada Escuela de Frankfurt, particularmente en la obra de Habermas, quien, en contraposición de sus mentores de juventud, entiende que la razón desarrollada en la Ilustración no necesariamente devora a la humanidad que la utiliza progresivamente en la historia. Esto último, en resumen, porque la Modernidad es un período histórico inacabado y no culminado, y no toda idea de razón fundada en la Ilustración europea –esta idea surge de una posición eminentemente eurocentrista- no necesariamente culmina en la generación de genocidios como el ocurrido durante el régimen nacionalsocialista en Alemania. No obstante, es importante resaltar que los gérmenes de esta importante crítica entre razón instrumental y razón crítica, abundando en la primera, se encuentran en las palabras de Benjamin cuando describe lo que es la violencia mítica, o la instrumentalización de la violencia a través del derecho, y su contraparte dialéctica de violencia divina, la que pretende acceder a medios puros, por lo tanto no instrumentales, de creación de fines de justicia.
¿Puede el derecho en nuestros Estados modernos alcanzar medios limpios o no coercitivos de solución de controversias?
No debe caber duda sobre la violencia intrínseca al derecho en nuestra contemporaneidad ni su utilización instrumental para la consecución de fines que poco tienen que ver con consensos bajo procedimientos políticos mínimamente inclusivos. De esta manera, vemos cómo aquella crítica benjamiana sobre la violencia que funda y conserva derecho se manifiesta hoy con toda crudeza cuando surgen crisis importantes ya sea en el ámbito económico, político, social, etc. Reconocer este aspecto desagradable y cruento del derecho, tan normalizado y eclipsado por cierto consenso social al respecto, es imprescindible no sólo para conocer qué papel juega el derecho en nuestro sistema social, sino para disecarlo al grado de entender qué existe detrás de este como base ideológica que lo utiliza como instrumento de consecución de fines. Esta reflexión es necesaria para tener un escenario claro de cuál es la relación entre derecho y justicia, tantas veces confundida como una relación de plena identidad.
Tradicionalmente el positivismo jurídico ha postulado que la justicia de los fines está garantizada por la legitimación de los medios que los generaron normativamente. Este dogma, como denominaba Benjamin, puede ser sumamente peligroso si se aplica a Estados cuyos procesos de creación de normas son poco representativos y poco inclusivos, lo que se traduce en democráticamente deficitarios. La teoría del derecho, especialmente la elaborada por representantes del positivismo jurídico, no se ha podido desligar de la violencia conservadora del derecho –y por lo tanto fundadora también, sino todo lo contrario. A partir de la teoría de las reglas de Austin, en la primera mitad del siglo XIX, toda regla positiva –o puesta- es efectivamente una orden que expresa un deseo respaldado por la amenaza de un soberano de infligir algún mal de esta ser incumplida.[25] Asimismo, para Kelsen, ya un siglo después de la obra de Austin, no existe otra norma que no sea la positiva.
En efecto, la norma no es más que el sentido de un acto con el cual se ordena o permite, y, en especial, se autoriza un comportamiento. Esta norma positiva sólo puede ser validada si se deriva de otra norma válida superior, hasta llegar a lo que el autor denominó como norma fundante básica.[26] Como uno de los propósitos elementales de la obra cumbre de Kelsen sobre teoría del derecho es desterrar cualquier arista de las ciencias sociales de lo que denominó como ciencia jurídica pura, este afirmó rotundamente que el derecho no tiene como objeto la justicia, ya que no hay una moral absoluta u objetiva, sino que su distintivo es la coercitividad.[27] Por su parte, Hart criticó la idea kelseniana de reducir el derecho a la norma provista de sanción, y reconoció que si bien en los diversos ordenamientos existen normas de ese tipo, como lo es en el penal, también se hallan otras reglas que lo que hacen es facultar a las personas para actuar. De no cumplirse con estas reglas, evidentemente no se lacera ninguna obligación, y mucho menos se genera la aplicación de una sanción.
De aquí Hart realiza su importante distinción entre reglas primarias y reglas secundarias, siendo las primeras las que prescriben la obligación de la ciudadanía sobre el cumplimiento de ciertos actos, o la abstención de algunas conductas, mediante la amenaza de sanciones.[28] Las reglas secundarias, por su parte, son reglas de reconocimiento, de cambio o de adjudicación, las cuales o identifican las normas que son parte del sistema jurídico, o apuntan al procedimiento para que se modifiquen las reglas primarias o, en el último caso, facultan a los adjudicadores a determinar si en las circunstancias particulares se cumplen las referidas normas primarias. También para Bobbio, quien durante la segunda mitad del siglo XX elaboró como pocos la insuficiencia del método científico positivista, la fuerza es la que fundamenta los sistemas jurídicos, teniendo la fuerza física un papel preponderante al obtener el respeto de las normas.[29] Es decir, es implícita la violencia conservadora del derecho en los sistemas jurídicos, lo que implica necesariamente, según la concepción de Benjamin, la violencia fundadora de derecho.
No hay que continuar examinando las diversas teorías del derecho que han analizado las normas jurídicas y su autoridad u obligatoriedad para darnos cuenta que si hay algo que lo caracteriza, en gran medida, es su carácter violento, tanto en su surgimiento como en su perpetuación. Los ejemplos son vastos. Las codificaciones del siglo XIX, que llegaron de forma aún más violenta a las colonias ultramar de Europa, instauraron un derecho positivo que favoreció de forma evidente a los sectores dominantes del capitalismo industrial, es decir, a la entonces burguesía, y desfavoreció, y en otros casos desposeyó, a masas populares importantes en las jurisdicciones regidas por ese conjunto de normas puestas cuyo cumplimiento estaba amenazado por sanciones. La fundación de nuestros sistemas legales, debemos recordar y repasar a diario, se generó en ámbitos antidemocráticos o poco democráticos, en el mejor de los casos, y se perpetúan mediante amenaza de sanciones que refundan el derecho de manera violenta. La labor de los operadores jurídicos en esta faena es troncal, y el acercamiento positivista al derecho en muchos casos lo que provoca es una anestesia gremial que justifica la aplicación instrumental del derecho positivo pese a las consecuencias violentas que genera.
La importante diferenciación de Hart sobre normas primarias y secundarias, sobre todo esta última, describe de forma más certera, aunque aún insuficiente, cómo opera el sistema jurídico en nuestro Estados de derecho, pero en realidad su distinción y análisis no execra la violencia interna de la norma, aunque no necesariamente una norma secundaria esté condicionada por la amenaza de una sanción. En el caso del matrimonio, por ejemplo, se genera una norma cuyo incumplimiento no implica una sanción, pero su génesis sí implica violencia al delimitar quién puede contraer matrimonio y quién no. La fundación de esta norma conlleva, por lo tanto, la privación de sectores de la sociedad de poder ejercer ese derecho que surge de la norma en cuestión. Al aplicarse esa norma, o perpetuarse la vigencia de la misma, se está refundando esa violencia originaria que caracteriza la imposición de una regla que no puede dejar de discriminar socialmente (no sólo por razón de orientación sexual o género).
Alejándose de la pretensión quimérica de Kelsen sobre la pureza del derecho, que significa despojarlo de cualquier aspecto de las ciencias sociales que pueda contaminarlo, debemos preguntarnos si tenemos que aceptar el mayor grado de violencia en el derecho, tanto en su fundación como en su conservación, o si por el contrario debemos auscultar formas políticas que erradiquen progresivamente al máximo este aspecto tan presente en nuestros ordenamientos. Esto está, por su parte, inevitablemente atado a la relación que existe o debiera existir entre derecho y justicia, que tantas veces suelen ser prácticas opuestas. Es decir, ¿podemos encontrar aquellas condiciones humanas susceptibles de gestionar no violentamente los problemas que surgen en nuestras sociedades? Aquellas que indicó escueta y generalmente Benjamin al dejar la puerta de la solución de conflictos mediante técnicas no violentas.
En las diversas teorías de la justicia que se han elaborado, que podemos analizarlas desde Aristóteles hasta nuestros días, en la contemporaneidad han sido notables, aunque no así en la praxis, concepciones de justicia de tipo procedimental, particularmente atadas a teorías del republicanismo. La teoría de la justicia de Rawls, por ejemplo, parte del deontologismo kantiano para fundar un esquema que pretende garantizar la justicia en una sociedad políticamente bien organizada, como la estadounidense desde la que escribía, mediante principios básicos que condicionarían el procedimiento por el cual se aprueben normas vinculantes al colectivo. De ahí su pretensión de hallar principios universales que personas libres e iguales en una estructura social consentirían hipotéticamente en condiciones ideales que implicaran a la justicia como equidad, es decir, como el efecto de un procedimiento equitativo. Para eso Rawls diseñó la famosa y controvertida posición originaria resguardada por el velo de la ignorancia, mediante el cual se aplicarían el principio de libertad y el principio de diferencia con el fin de generar normas legitimadas por el procedimiento seguido.[30]
Las teorías procedimentales de la justicia afirman aquel dogma que propone que la justicia está garantizada por la legitimidad del procedimiento, y aunque no puedan desterrar totalmente la violencia intrínseca al derecho, sí pueden extirpar gran parte de ella mediante procesos más equitativos e inclusivos. Otro ejemplo notable, y menos abstracto que algunos aspectos de la teoría rawlsiana, como la posición originaria, es la teoría de la justicia desarrollada por Habermas. La teoría habermasiana de legitimación de normas a partir de consensos democráticos que surjan de condiciones ideales de comunicación, tiene como objetivo una democracia de más calidad y, por lo tanto, una legitimidad cierta de las normas que afectan a un colectivo. Habermas también parte de la filosofía moral kantiana para ampliar el imperativo categórico –aquella norma de conducta que debe seguirse racionalmente por su validez universal- e incluir los intereses y necesidades de las personas. Dichos intereses y necesidades, sin embargo, no parten del individuo aislado, ni mucho menos de un sujeto libertario, sino de la comunicación realmente libre, igualitaria y ausente de coacción que produce un consenso racional y no meramente fáctico.
Esta diferenciación es de particular importancia cuando vemos cómo los sistemas democráticos liberales de representación se encuentran en una grave crisis ya no sólo de representatividad, sino de legitimidad en la creación de sus normas. En su propuesta de justicia procedimental, Habermas vislumbra una justicia que surge de una situación ideal de habla que, a su vez, genera una racionalidad comunicativa entre partes libres –idea que parte de la aplicación de la ética del discurso- como potenciales afectados por las decisiones y normas aprobadas colectivamente.[31] Se desecha, por lo tanto, la muy criticada razón instrumental, o comunicación o acción estratégica –aquella que persigue fines ulteriores- y hasta la razón crítica, para que surja una razón o acción comunicativa, producto de la deliberación entre las pares libres. Mediante esta razón comunicativa a raíz de la deliberación, los sujetos libres e iguales pueden llegar a consensuar criterios de justicia de validez universal –algo que es muy desacreditado en nuestros tiempos- como son los derechos fundamentales y humanos de la persona.
Esta concepción de normas de validez universal en virtud de la razón comunicativa se distancia del comunitarismo al trascender geografías y culturas específicas, y basarse en un ser humano que comparte con todos y todas las demás la capacidad de razonar y de comunicarse. Sin duda hablar en nuestros tiempos, donde el relativismo ha calado de forma muy arraigada, de validez universal, quizá nos suena a una quimera nostálgica de la filosofía racionalista kantiana. No obstante, lo que pretende hacer Habermas con la construcción de un modelo de habla ideal entre seres racionales y libres que se someten a una deliberación colectiva, no es validar una suma de intereses humanos ad infinitum, sino la creación de consensos sociales sobre criterios y máximas compartidas, como la solidaridad, la honestidad, el respeto mutuo, etc. Estas normas consensuadas, a su vez, deben pasar el test de universalidad, por lo que debe ser justa una norma que pueda ser obedecida por cualquier persona en situaciones semejantes. Mediante este modelo, se trasciende ya no sólo la razón práctica, sino que se afirma que hay acciones humanas compartidas que pueden ser utilizadas para la creación de ciertos consensos que pueden tener validez universal conforme al procedimiento de habla ideal que se haya seguido.
Hasta ahora hemos hablado bastante de condiciones de habla idea, pero convendría hacer un resumen escueto de los principios básicos de la ética del discurso adoptada por Habermas al caracterizar esta situación ideal de comunicación. En primer lugar, la ética discursiva plantea que solo son válidas aquellas normas de acción que todos los posibles afectados podrían coincidir con ellas como participantes de un discurso racional (principio discursivo). En segundo lugar, una norma solo es válida cuando las consecuencias previsibles de seguimiento general para el universo de intereses y orientaciones valorativas de cada uno podrían ser aceptadas sin coacción colectivamente por todos los interesados (principio de universalización). En tercer lugar, cuando se interviene en discursos prácticos orientados hacia el reconocimiento de criterios o pautas de conducta, ninguna persona que pueda hacer una contribución relevante puede ser excluida de la participación; a todas se les darán las mismas oportunidades de realizar sus aportaciones; cada participante tendrá que apuntar lo que opina, y la comunicación debe ser libre de coacciones internas como externas, de forma tal que la toma de posiciones sea motivada solo por la fuerza de la convicción de los argumentos, o su peso racional.[32]
Mediante la ética del discurso se busca que prevalezca la acción comunicativa, que es aquella dirigida al entendimiento entre las partes vinculadas a la interacción dialógica, y evitar la acción estratégica, que es la que se caracteriza por influir sobre la otra persona mediante la amenaza de sanciones o la promesa de gratificaciones con el propósito de conseguir la prosecución de una interacción. Como se puede ver de inmediato, esta última, vinculada a la razón instrumental, es la que suele prevalecer en nuestras interacciones políticas. La instrumentalización de la comunicación para que sirva como ficha estratégica en la consecución de fines desborda las capacidades demagógicas de las que somos parte todos los días en los discursos públicos sobre temas comunes. Es evidente que mediante esta instrumentalización estratégica se perpetúa y conserva la violencia del derecho de forma institucionalizada. Precisamente execrar este aspecto estratégico, por más utópico que le parezca a un sector importante, debe ser una tarea para encaminarnos a modelos democráticos de una calidad material mínima.
Este modelo, que es uno entre tantos otros que parten del republicanismo, sigue teniendo una fuerza prospectiva muy potente. No es, como pretenden algunas personas, una descripción de la realidad fáctica vigente, sino una propuesta de teoría de la justicia, y de Estado democrático de derecho, que tiene como objetivo derivar la justicia de la legitimidad del proceso de toma de decisiones en la mencionada situación ideal de habla. Esto nos aleja tanto del liberalismo como del comunitarismo, adentrándonos en un modelo de pretensión más extenso y, por lo tanto, más complejo de llevar a cabo en la praxis. No obstante, mediante el mismo se pretenden eliminar rasgos de violencia fundadora de derecho que son evidentes. Las normas que hoy nos condicionan, limitan y amenazan socialmente no siempre surgieron, por ser conservador, de procesos democráticos inclusivos en los que las potenciales partes afectadas por estas tuvieron la oportunidad de ser mínimamente escuchadas. Todavía nuestros Estados aprueban normas en procesos precipitados, poco participativos y prácticamente no deliberados, ayudado por una generación de opinión pública sesgada por el oportunismo lucrativo de las empresas de comunicación que son protagónicas y dirigentes en el mismo.
Conclusión
En un escenario como tal, donde sectores dominantes pretenden que la ciudadanía se ejerza estratégicamente cada cuatro años en comicios electorales, y de esa manera se preserve un statu quo caracterizado por la violencia institucional, es imperativo que se propongan modelos alternativos de legitimación de normas que propendan a excluir, tanto en el proceso como en el contenido de lo aprobado, la violencia que hoy caracteriza en gran parte nuestro ordenamiento jurídico. Es imposible desechar toda arista de violencia en un sistema que inevitablemente tiene que resguardar el cumplimiento de ciertas normas mediante la amenaza de sanción, como lo es el ámbito penal, pero sí es posible execrar la violencia fundadora y conservadora de derecho en tantas otras áreas del ordenamiento jurídico que hoy afirman su validez mediante la amenaza de castigo y la reafirmación de la privación o desposesión que caracterizó su fundación.
Es efecto, nuestras normas están llenas de figuras e instituciones jurídicas, tanto sustantivas como procesales, que en su propia generación excluyeron, tanto por activa como por pasiva, a potenciales afectados por esas normas. Ya no sólo en el proceso que las generó, sino en el contenido material que inevitablemente discriminó entre un sector y otro de la población. Esto se agudiza al tener códigos decimonónicos y leyes arcaicas y anacrónicas que se amarran a la vida mediante la imposición de sanciones cuya legitimidad es tan pobre como la validez de las primeras. Nuestro derecho civil patrimonial, por ejemplo, establece unas preferencias, discriminaciones y sanciones propias de determinados sistema socioeconómico que instrumentaliza el derecho como resguardo institucional de vigencia. Ejemplo de ello son las normas sobre arrendamiento, sobre hipotecas, sobre desahucios, sobre derechos reales, sobre la extinción de obligaciones, etc. En todas ellas, con el agravante del anacronismo de códigos civiles del siglo XIX, se instauran normas de forma que violentan originalmente al sector desfavorecido por la misma, y se conservan mediante la sanción recurrente al mismo sector que fue desfavorecido (y desposeído, en tantos casos) desde la fundación de la norma. Ese sector excluido y desfavorecido con la institucionalización de la norma, es continuamente amenazado y castigado en el futuro en virtud de la violencia de la norma fundada.
Es evidente que si entendemos este aspecto tan común del derecho, de la norma legal, debamos mirar de inmediato al sistema de aprobación de normas que pretende legitimar esta violencia institucionalizada. Lo que vemos en nuestros Estados de derecho, como en el de Puerto Rico, es un sistema parlamentario carente de canales de legitimación ciudadana que puedan legitimar las normas formalmente aprobadas. Es decir, existen válvulas de participación ciudadana, como son la celebración de vistas públicas y la influencia en la creación de opinión pública, que en la actualidad son insuficientes para generar consensos ciudadanos sobre las normas legislativas aprobadas. Una vista pública, de celebrarse, no puede sustituir espacios de deliberación ciudadana que gradualmente vayan articulando una opinión nutrida sobre el objeto analizado o la norma ponderada. El formalismo parlamentario es la forma más efectiva de conservar la violencia del derecho a espaldas de la ciudadanía que poca relación tiene con esos procesos muchas veces alienados de la realidad social. Si la justicia no se puede derivar de algún mesianismo intelectual o religioso, debe ser generada necesariamente por la pureza y efectividad inclusiva de los procesos que generan nuestro ordenamiento jurídico.
Por esta razón, es propio ir construyendo una narrativa que no excluya a la violencia de las normas que nos condicionan como ciudadanía en democracias tan poco inclusivas y participativas. Las normas no son neutrales, al igual que ningún juez con toga que pueda adjudicar y crear derecho, y seguirlas viendo como frías letras en documentos legislativos lo que hace es perpetuar el discurso que pretende obviar la violencia que funda el derecho y que lo conserva todos los días. El trabajo de Benjamin está lleno de imprecisiones sobre el derecho, es cierto, pero su agudeza crítica permitió dar en el clavo sobre un aspecto que hoy está ausente en muchas de nuestras discusiones jurídicas. Hay que romper con ese consenso terrible que sacraliza el derecho y lo eleva a un pedestal de impunidad como pocas otras instituciones culturales. El derecho es un instrumento para la organización social que debe representar los intereses y necesidades de la ciudadanía en condiciones equitativas de producción y validación de normas. Esto, al menos en un ordenamiento que pretenda ser democrático. Por tal razón, urge más que una reforma electoral, cuya pertinencia es abrumadora desde hace décadas, sino un cambio de paradigma sobre la presunta neutralidad y pasividad del derecho ante las necesidades e intereses de la ciudadanía.
[1] Véase Brendan Moran & Carlo Salzani (eds.), Towards the Critique of Violence. Walter Benjamin and Giorgio Agamben 1-18 (2017).
[2] Walter Benjamin, Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones IV 24-25 (3ra ed. 2001).
[3] Id. en la pág. 24.
[4] Id. en la pág. 32-33.
[5] Jacques Derrida, Force of Law: The Mystical Foundation fo Authority, 11 Cardozo L. Rev. 921, 997 (1991).
[6] Benjamin, nota 2, en la pág. 31.
[7] Id. en la pág. 31-32.
[8] Id.
[9] Robert Cover, Violence and the Word, en M. Ryan et al. (eds.) Narrative, Violence and the Law 203-238, 203 (1993).
[10] Id.
[11] Walter Benjamin, Sur le concept d’histoire, en Walter Benjamin, Oevres III 434 (2000).
[12] Id.
[13] Richard J. Bernstein, Violencia. Pensar sin barandillas 98 (2015).
[14] Benjamin, supra nota 2, en la pág. 36.
[15] Id. en la pág. 42.
[16] Herbert Marcuse, Afterword, en Walter Benjamin, Zur Kritik der Gewalt und andere Aufsätze 99-106, 99 (1965).
[17] Judith Butler, Critique, Coercion, and Sacred Life in Benjamin’s “Critique of Violence”, en Political Theologies: Public Religions in a Post-Secular World 201-2019 (2006).
[18] Id. en la pág. 215-216.
[19] Bernstein, supra nota 13, en la pág. 111.
[20] Benjamin, supra nota 2, en la pág. 34.
[21] Id.
[22] Dominick La Capra, Violence, Justice, and the Force of Law, 11 Cardozo Law Rev. 1065-78, 1072 (1990). Véase, además, Giorgio Agamben, Homo Sacer 64-66 (2005)
[23] Axel Honneth, Saving the Sacred with a Philosophy of History, en Pathologies of Reason 125 (2009).
[24] Jürgen Habermas, Conscious-Raising or Redeptive Criticism: The Contemporaneity of Walter Benjamin, 17 New German Critique 30-59 (1979)
[25] John Austin, The Providence of Jurisprudence 6-8 (1832), http://www.koeblergerhard.de/Fontes/AustinJohnTheprovinceofjurisprudencedetermined1832.pdf.
[26] Hans Kelsen, Teoría pura del Derecho 22, 201-205 (2da ed. 1991)
[27] Id. en la pág. 61.
[28] H.L.A. Hart, The Concept of Law 79-99 (3ra ed. 2012).
[29] Norberto Bobbio, Dizionario di Politica 320 (1976).
[30] John Rawls, A Theory of Justice (1971).
[31] Jürgen Habermas, Facticidad y validez. Sobre el derecho y el Estado democrático de derecho en términos de teoría del discurso 263-310 (6ta ed. 2010).
[32] Jürgen Habermas, Conciencia moral y acción comunicativa 53-120 (2008).