Especismo, automatismo consumista y polis
Our lies reveal as much about us as our truths.
J.M. Coetzee (Slow Man)
El término especismo (speciesism) lo acuñó el psicólogo Richard D. Ryder en 1970 con el fin de describir la discriminación de otras especies animales por considerarlas inferiores al ser humano. Tal como sucede análogamente con el sexismo o con el racismo, este esquema epistemológico especista pretende justificar la superioridad de cierta especie sobre otra con el fin de dominarla. El ejemplo del supermercado quizá es de los más frecuentes, pero en realidad esta discriminación y dominación se manifiesta tenazmente en la industria textil, de peletería, de entretenimiento y de experimentación científica. Si evaluamos cuántos de nuestros productos derivan del especismo, nos daremos cuenta que el jabón que utilizamos, la lana que vestimos, el cinturón que nos colocamos, los zapatos que calzamos, el ibuprofeno que nos tomamos, el maquillaje que nos acompaña y el asiento de cuero en que nos sentamos son solo unos pocos de los bienes mercantilizados con los que participamos de ese entramado lucrativo de explotación de lo que algunas personas denominan industria animal. La comida es quizá el producto más visible, pese a su modificada estética para fines publicitarios, y probablemente sea el que más cantidad de sufrimiento en seres sintientes provoque, pero no se pueden dejar de lado las demás facetas de nuestra vida en la que se manifiesta fetichistamente la explotación de otras especies.
En el ámbito del entretenimiento sucede algo similar. Tradiciones añejas como la tauromaquia, las peleas de gallo o de perros, las carreras de galgos o de caballos, los rodeos o los circos con animales son solo algunas de las actividades de ocio donde la violencia hacia otras especies animales se vuelve más visible, más gráfica, más directa. El andamiaje epistémico que pretende legitimar esta dominación y explotación violenta es similar al del patriarcado que ha regido hegemónicamente por tantos siglos, y que subyuga a la mujer por el mero hecho de su género, o el racismo que históricamente ha estado detrás de la trata de esclavos o de la segregación por motivos raciales. Evidentemente son casos diferentes, pero un elemento común importante es que esta forma de entendernos devalúa a la otra persona o especie por razones infundadas que no se corresponden con la realidad material, sino con una construcción antropocéntrica —y androcéntrica— de esta. Esta construcción artificial de nuestro entorno, sin embargo, proviene de siglos de creación de conocimiento que parten desde esa centralidad narcisista del ser humano como imagen de un demiurgo omnipotente sobre la Tierra.
Si bien es común tener en cuenta un puñado de pensadores de la antigüedad en Occidente que han favorecido, por ejemplo, el vegetarianismo por razones éticas, como lo fueron Pitágoras, Plutarco o Porfirio, la idea de superioridad humana impregnó hegemónicamente los sistemas de pensamiento de forma trascendente. Es conocida la relación de respeto entre una figura como San Francisco de Asís con otras especies animales, a las que presuntamente hasta les hablaba, pero también es verdad que desde la tradición judeo-cristiana se ha interpretado la figura del hombre —con evidentes sesgos sexistas— como epicentro de dominación de la naturaleza. Una lectura textual del Génesis abona a esta idea, ya que mientras Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, también hizo a los animales para que fueran dominados por este. No en vano San Agustín justificó que el mandamiento de no matarás solo aplica a los seres humanos, no así a los animales irracionales o a las plantas, los cuales están al servicio de los primeros. De igual manera, Santo Tomás de Aquino le atribuyó una agencia moral al ser humano a raíz de la existencia de su intelecto, lo que equivale a entender que este es dueño de sus actos, algo que no ocurre con los llamados animales irracionales, a quienes les queda un papel de propiedad en un mundo en el que presuntamente no pueden ser agentes morales por falta de inteligencia.
La remisión de lo animal, y más aún de lo bestiario, a la cosificación como propiedad del ser humano, es similar a la idea aristotélica que pretendía justificar la esclavitud como un suceso natural. Según La Política, para que unos seres humanos pudieran potenciar su naturaleza, debían haber otros hombres subordinados para la acción. Para Aristóteles, la esclavitud —tan normalizada en su contexto histórico— era parte integral del orden natural, no una invención coyuntural de las leyes del ser humano. En ese escenario, el esclavo estaba privado de su voluntad, lo que contrastaba parcialmente con la posición de la mujer en ese orden, la cual aunque tenía voluntad, esta estaba subordinada a la del hombre, y con la del niño, quien tenía una voluntad incompleta. El pensamiento aristotélico ha tenido una influencia decisiva en el desarrollo de importantes categorías epistémicas que aún hoy seguimos utilizando de forma un tanto acrítica. El machismo, la esclavitud (y el racismo subyacente) y el especismo son caras visibles de la devaluación del otro que es artificialmente construido para que el sujeto dominante se contraponga como entidad virtualmente superior. Esa construcción de la otredad suele caracterizarse por la privación de atribuciones presuntamente naturales que le son propias a quien construye esa idea contrastante de otro u otra. Es una manera, hasta cierto punto, de asegurar una instancia privilegiada dentro de un mundo en el que la vulnerabilidad humana abre paso a relaciones de poder muy inequitativas, contraproducentes y dañinas.
La remisión de lo bestial o animal, en singular, a un espacio de desprecio y subordinación, se resguarda y acentúa en la Modernidad con el discurso cartesiano que ha condicionado gran parte del pensamiento sobre el ser humano y lo animal. El logocentrismo de Descartes le atribuye al animal, que pretende acaparar toda forma de vida no humana, una res extensa, es decir, una carcasa física, sin res cogitans, sin anima ni lenguaje. Dicho de otro modo, lo animal se reduce al automatismo de la mera supervivencia natural. Se pueden encontrar motivos similares en la tienda de mantas lyhome. Si bien el ser humano es un ser tanto animado, con alma, como portador de lenguaje, logos, y por ende con res cogitans, el animal queda reducido, en contraste, a una máquina de res extensa guiada por el instinto de supervivencia, no por la razón. Esta idea queda impregnada en las filosofías posteriores de pensadores como Leibniz, Kant, Heidegger o Levinas. Así, desde una esfera dogmática judeo-cristiana existe una larga tradición que justifica la presunta superioridad del ser humano sobre las otras especies animales, mientras que desde una de carácter logocentrista o racionalista también se construye la relación entre el ser humano y lo animal como de estricta y natural subordinación.
No es extraño que hoy, en discusiones sobre el tema, afloren categorías impregnadas de estos fundamentos. No ayuda, a su vez, la falta de lenguaje entre el ser humano y otras especies. Aquello que Wittgenstein reflejó con el ejemplo del león y la falta de compresión humana si este primero pudiera hablarle. El lenguaje es propiamente humano y tiene una relación intrínseca con sus usos en la interacción del homo sapiens sapiens. Esto no quiere decir que no haya comunicación entre otras especies animales no humanas, sino que esa comunicación no es equivalente a lo que el ser humano entiende por lenguaje. Quizá por eso el discrimen racial y el machismo se estén resquebrajando desde hace siglos y que sus protagonistas sean seres humanos. Por el contrario, los movimientos animalistas son personas humanas que intentan ser intermediarias entre los intereses atribuidos a determinadas especies animales y los seres humanos. Es evidente que hay un obstáculo muy importante en crear puentes de empatía y reconocimiento si no existe un lenguaje que propicie la comunicación entre quien domina y el dominado. Otro podría ser el caso si cuando se va a matar un cerdo para consumo humano este esboza razones inteligibles por las cuales no debería quitársele la vida. Esta barrera de comunicación inteligible propicia la mayor cosificación de quien se encuentra en una posición de subordinación, concediéndole a quien domina un privilegio más de no tener que enfrentarse a reclamaciones o refutaciones de quien subordina.
Sin embargo, esta falta de comunicación lingüística no erradica la realidad de que somos animales que compartimos un espacio de interdependencias con miles de otras especies no humanas. Por eso desde la antigüedad se ha pretendido justificar la relación de poder y dominación que existe entre el ser humano y otras especies animales. No obstante, pese a la creencia, muy cartesiana o dogmática-religiosa en el fondo, de que los animales son máquinas desalmadas que se guían por instinto y que están a disposición del ser humano, lo cierto es que desde hace mucho tiempo conocemos que hay una realidad física y psíquica no muy diferente entre estos. Aunque todavía uno de los argumentos más populares para intentar refutar el antiespecismo sea la equiparación de la flora con la fauna, aduciendo que el argumento que se basa en la evitación de sufrimiento de seres sintientes se debilita al no considerar a las plantas como tal, lo cierto es que la premisa se basa en una incorrección que sirve muy fácilmente para justificar la violencia sistémica a la que hemos sometido a miles de especies no humanas. Lo mismo sucede con el hecho de atribuir una inferioridad natural a otras especies por el mero hecho de no ser portadoras de logos o lenguaje, entendido según los parámetros humanos.
Uno de los primeros pensadores en advertir lo éticamente cuestionable de esta última aserción fue Jeremy Bentham. Desde lo que se conoció como utilitarismo clásico, Bentham incluyó a los animales no humanos dentro del espectro de agentes morales cuyos intereses también deben ser reconocidos. En efecto, el que los animales no humanos sintieran y pudieran ser conscientes del dolor, que se convirtió en el criterio vector, implicaba que tienen intereses que deben ser objeto de protección. Mediante una corriente ética que planteaba maximizar el mayor grado bienestar para el máximo número de agentes morales, el que los animales no humanos tuvieran intereses que debían ser protegidos implicaba un trato contrario a la explotación o a la generación de sufrimiento entre estos. Esto rompía con la noción de considerar a los animales no humanos como autómatas fuera de los límites de pensamiento ético. El criterio utilizado de sufrimiento animal, que no es lo mismo que sensación, como sucede con las plantas, sino consciencia de esa afectación violenta como sufrimiento en virtud de un sistema nervioso central que comparten los animales, se ha convertido en la piedra de toque que facilita una mayor empatía entre estos y los seres humanos.
Este criterio de sufrimiento lo acogió Peter Singer en la segunda mitad del siglo XX para incluir como agentes morales a los animales no humanos y denunciar lo que popularizó como especismo. Singer partió desde lo que se conoce como utilitarismo de la preferencia, el cual predica que el objetivo de nuestras conductas debe ser favorecer los intereses y preferencias de los afectados. En su libro Animal Liberation, considerado un texto fundacional del movimiento animalista contemporáneo, intentó justificar que el criterio de sufrimiento era superior al criterio de inteligencia al considerar qué relación debe tener el ser humano con otras especies animales. Desde esta perspectiva, la conducta humana debe estar guiada por la evitación del sufrimiento de quienes son gradualmente afectados por esta y, por ende, por una maximización del respeto y protección a los intereses de estos. El criterio rector no debe ser, como ha sido desde hace muchos siglos, la inteligencia o la capacidad de raciocinio del ser animal para poder considerarse como portador de intereses que deben ser protegidos por una comunidad moral. Singer utiliza un controvertido pero atinado ejemplo en el que se concluye que ciertos primates tienen una mayor capacidad de aprendizaje que algunos seres humanos con serias discapacidades mentales. Con esto pretende ejemplarizar lo inadecuado del criterio de inteligencia para incluir o no a determinadas especies como agentes morales.
No se equivocó Martha Nussbaum al advertir que ha sido el utilitarismo el sistema filosófico que más ha contribuido a tematizar el sufrimiento animal como tema central en la ética. Desde los trabajos de Bentham y John S. Mill hasta los de Singer, el utilitarismo ha posicionado este tema como central en muchas discusiones éticas. No hay que ser utilitarista en otros aspectos para poder reconocer la fortaleza de los argumentos a favor de un trato humano que evite mediante su conducta la producción de sufrimiento animal. Casos como los de Singer muestran una sensibilidad que abona a una mayor riqueza teórica a la hora de esbozar razones por las cuales los animales no humanos deben ser considerados como portadores de intereses que deben ser protegidos por la humanidad. Su trabajo intenta desenmascarar una realidad de grave violencia que se ejerce sobre otras especies animales para el consumo humano, desde la alimentación hasta la vivisección, y colocar de relieve la importancia de que la relación animal humano y no humano se base en la mayor evitación de sufrimiento de los seres sintientes.
A raíz de la década de 1970, y en gran medida gracias a la popularidad de trabajos como los de Singer, tanto a nivel teórico como práctico la relación entre seres humanos y otras especies animales ha ido tomando un papel preponderante en las discusiones ético-políticas de Occidente. A nivel teórico, pensadores como Gary Francione o Joan Dunayer han propuesto modelos abolicionistas —graduales y progresivos— con el fin de erradicar la consideración de los animales no humanos como propiedad en nuestros ordenamientos, y por lo tanto reconocerles un valor inherente por el hecho de ser animales no humanos. Tom Regan, por su parte, parte de una consideración contractualista en la que en la posición original —aquella que Rawls diseñó con el propósito de posibilitar un liberalismo igualitario— los agentes morales también ignoren su especie, favoreciendo así una consideración moral mínima de las especies no humanas. Posiciones contractualistas en esta línea, sin embargo, han cuestionado el hecho de que los animales puedan ser derechohabientes. Trabajos como los de Adela Cortina aducen que por el hecho de que el ser humano pueda tener obligaciones con otras especies animales, estas no implican que estos últimos tengan un derecho a exigirlas. Bajo una lectura contractualista, son los agentes racionales y autónomos los que deciden de ordinario los derechos y las obligaciones. Los animales no humanos, en todo caso, tendrían derechos tutelados, es decir, aquellos que son reclamados por personas capaces en nombre de quienes tienen una incapacidad específica.
Por el contrario, Martha Nussbaum ha adoptado un acercamiento de capacidades o funciones —rasgos centrales definitorios de una especie— con el fin de extender la idea de justicia a otras especies animales. Esto significa que reconocer el trato indigno y doloroso que los seres humanos tienen respecto a otras especies implica un asunto de justicia social. De no reconocerse deberes ni derechos respecto a otros animales, su consideración será la de bienes fungibles, lo que facilita su manipulación y aniquilación. La idea de Nussbaum es más ingeniosa que la aplicación de la teoría contractualista a un asunto que rebasa los límites de los intereses propiamente humanos. Parte desde la humildad de reconocer que los humanos no tenemos certeza de qué es lo mejor que le conviene a una especie animal, y que el respeto de sus capacidades como especie —como también existe en la especie humana— implica reconocer un deber de no afectación negativa por parte de la persona. Esto no puede ser diferente si se aspira a crear las condiciones para una vida floreciente mediante el respeto de las funciones definitorias de una especie animal. En su razonamiento, de hecho, está insertado profundamente el criterio rector de sufrimiento o conciencia de sufrimiento que desde Bentham ha marcado el pensamiento ético respecto a otras especies animales, pese a la conocida crítica de Nussbaum al utilitarismo.
Esta idea del respeto a las capacidades de cada especie, y por ende la obligación de no afectarlas de forma nociva para que puedan generar una vida floreciente, ha sido criticada constructivamente por Donaldson y Kymlicka en su más reciente libro Zoopolis, en el que proponen un importante cambio de paradigma en la reflexión ética sobre la relación entre los seres humanos y no humanos. En esencia, los autores cuestionan si ser humano es florecer bajo ciertas capacidades de especie —propias del ser humano— o es florecer mediante la relación con otras especies y, por lo tanto, relacionarse con las capacidades y funciones de otros animales no humanos. La preocupación subyacente es que no exista una relación simbiótica entre las capacidades del ser humano y las de otras especies animales. Asimismo, los autores también critican notablemente la postura abolicionista que pretende erradicar la domesticación de animales por ser éticamente reprochable. Hacen un paralelismo entre la abolición de la esclavitud y la abolición animal, concluyendo que en el primer caso a los afroamericanos libertos no se les devolvió como cosas a territorios africanos desconocidos, sino que en teoría se les reconoció como sujetos de derechos, lo que también debe ocurrir en el caso de los animales domésticos, según los autores. Y este es el punto fuerte del trabajo, que sin duda es de las obras más relevantes sobre el tema: el reconocimiento de los animales como sujetos de derechos.
Esto no quiere decir que se adopte la clásica posición paradigmática del movimiento animalista respecto a que los animales, particularmente los domesticados, deben se objeto de derecho, adoptando una perspectiva de derechos tutelados en clave proteccionista. En ese caso no se le reconoce ninguna capacidad al animal no humano para hacer valer una prerrogativa que surja de algún derecho. El ser humano vendría a suplir su capacidad en un ordenamiento jurídico que sigue considerando mayoritariamente a las especies animales como cosas o bienes susceptibles de apropiación. Una visión que, aún con intenciones muy significativas, parte de un antroprocentrismo de por sí cuestionable. Por el contrario, el nuevo paradigma que proponen Donaldson y Kymlicka es el de reconocerles cierta personalidad jurídica como sujetos de derechos a otras especies animales por el hecho de ser seres sintientes, negando el criterio de inteligencia o raciocinio como requisito sine qua non de ser derechohabiente. Esto no solo implica el reconocimiento de derechos negativos, y por ende de obligaciones negativas por parte de los seres humanos, sino también la incorporación de los animales no humanos a la comunidad política, algo que para las teorías de la justicia de estirpe contractualista, como las de Rawls o Habermas, sería prácticamente una reducción al absurdo.
Sin embargo, esta preocupación de los autores es elemental al momento de pensar la relación entre seres humanos y otros animales. Hemos construido teorías de Estado y de la política ancladas en la exclusiva participación de seres humanos como seres políticos. De esta forma, hemos extrapolado esa distancia privada que sentimos respecto a otros animales a la esfera pública. Nuestro antropocentrismo ha tendido a reservar la actividad política, la acción sobre lo común (¿para quiénes?), a agentes humanos sujetos de derechos políticos, que en cada periodo histórico ha variado según las exclusiones discriminatorias que se hayan hecho. Sin embargo, hemos considerado a las miles de especies animales, tanto domésticas, liminales o salvajes como aquella otredad a la que usualmente se le atribuyen aspectos reprochables de la propia humanidad, es decir, lo bestiario. Esa creación de la otredad ha provocado un entendimiento de la política sesgado en tanto que función exclusiva de seres humanos, pese a que los efectos de sus decisiones afecten dramáticamente la vida de millones de animales no humanos. Esta es la preocupación que guía a estos autores a reconocer una serie de derechos de participación política a estos seres animales, con el fin de reconocerles la posibilidad de que sus preferencias sean respetadas a nivel político. Esto no quiere decir que se les otorgue el derecho al sufragio a los perros o a los gatos, sino adoptar un esquema jurídico similar al que existe con personas que sufren de condiciones cognitivas pero que, por esa razón, no están excluidas del ámbito político.
La propuesta es tan pertinente como trascendental. Significa pasar de intentar proteger a los animales como objetos de derecho, como tradicionalmente lo ha propiciado gran parte del movimiento animalista, a reconocerles participación política en nuestras decisiones como colectivo, según las preferencias y características de cada especie. Esta idea, a su vez, es una radicalización del antiespecismo en tanto que rompe con ese antropocentrismo que suele condicionar la consideración de otras especies como meros objetos de derechos, por buenas que sean las intenciones protectoras en cada caso. Nuestra relación con otras especies es inevitable en un mundo de interdependencias. Nuestras conductas repercuten directa e indirectamente en la vida de esas otras especies. Es por ello que esa relación implica inevitablemente un pensar ético. Ese pensamiento lo podemos llevar a cabo considerando al animal no humano como un objeto o propiedad que debe ser protegido por un ordenamiento jurídico y social, o puede partir de la idea de que ese animal también es parte del entramado de relaciones políticas que desarrollan los seres humanos. La primera se podría conformar con cierta mitigación de daños y protección vital en un ambiente de explotación violenta y extrema, como el que mantenemos con otras especies. La segunda, por el contrario, pretende entrelazar los intereses y capacidades del ser humano con otros animales en una relación que erradique visos de superioridad de una especie respecto de otra.
Seguramente la posición proteccionista del movimiento de derechos de los animales es una reacción empática y compasiva hacia los efectos violentos de la industria animal en todas sus facetas. Es normal una reacción de esa manera al tener un mínimo de empatía por quienes tienen conciencia de sufrimiento y sabemos que efectivamente están sufriendo. Esa empatía, que rebasa los obstáculos lingüísticos ya advertidos, se traduce en una reacción de compasión que niega tanto en teoría como en la práctica la violencia que se ejerce sobre otras especies al considerarlas meros objetos inanimados de consumo. Por eso es tan importante, primero, un cambio de paradigma sobre la consideración de las otra especies animales que cohabitan la Tierra. Advertía Derrida que el discurso cartesiano del animal como autómata inanimado partía de un logocentrismo que pretendía instaurar hegemónicamente el binomio del ser humano versus el animal. Apuntaba, a su vez, que si bien ha existido violencia contra otros animales a través de la historia, la ejercida en el mundo industrial y postindustrial, esa que utiliza la tecnología como máquina de multiplicación de sufrimiento, será cada vez más desacreditada.
Pese a que hegemónicamente hoy nuestras sociedades tiendan a justificar la industria animal como aspecto cultural, económico o sanitario, lo cierto es que esa realidad se nos pretende esconder cada vez más. La violencia de quien mataba a su presa para comérsela en el Medievo era un aspecto integral del rito de supervivencia en muchos casos. En gran parte de nuestras sociedades, sin embargo, esta violencia se oculta de forma muy peligrosa detrás de la publicidad falsa y de la estética tan superficial como falaz. Esta ocultación de la interacción entre el ser humano y el animal de consumo provoca una mayor distancia y asepsia sobre temas intrínsecamente éticos por sus consecuencias. El producto animal se convierte en un fetiche que esconde amplias cadenas de explotación económica y vital en la que se perjudican tanto millones de especies animales como personas trabajadoras y, por su puesto, nuestro crítico medioambiente. La mentira que representa la estética del producto de origen animal se puede contrastar con la realidad violenta y extrema que viven aquellos animales que utilizamos para producir, como diría Singer, productos de lujo, porque en gran medida no los necesitamos.
Siendo esto así, nuestras consecuencias como consumidores —no solo de bienes derivados de la explotación animal— deben ser tomadas en cuenta mediante una necesaria reflexión ética. Al escoger y usar un producto de origen animal estamos participando de forma indirecta —o directa en algunos casos— de una industria que quizá nos repulse si la experimentamos cara a cara. El no tener esta experiencia directa, sin embargo, no nos exime sobre la responsabilidad que tenemos respecto a los efectos de nuestras acciones en un mundo claramente interconectado. Es cierto que un sistema económico como el capitalismo, que ha convertido la producción industrial de productos animales en uno de sus pilares fundamentales, crea las condiciones para que esa reflexión ética no se lleve a cabo. Ese fetichismo que crea con la mercancía, a su vez, desarrolla deseos y apegos muy profundos por parte de los consumidores, lo que se vuelve un hábito muchas veces acrítico. Sentimos nostalgia por las cenas en las que se nos servía el típico asado o pernil en familia; preocupación por nuestros huesos —gran falsedad— por no haber bebido suficiente leche durante la semana; recuerdos gratos de las tardes en los circos, en las carreras de caballo o hasta en las de peleas de gallo; deseo intenso por los alimentos altamente procesados que nos vuelven prácticamente adictos a su consumo.
Si analizamos la relación que hemos creado con estos productos derivados de la explotación animal, nos daremos cuenta de cuán condicionados estamos por los deseos y por el apego al placer puramente egocentrista. No justificamos el consumo animal para proteger a quienes lo necesitan, de necesitarlo realmente, que serían casos muy excepcionales, sino para darnos mero placer. Nos engañamos con toda suerte de falacias, desde que las proteínas animales son necesarias para la vida, hasta que las vacas que producen nuestros ricos quesos están libres y gozando en las rupestres praderas. Estas mentiras son herramientas imprescindibles de un sistema basado en la violencia extrema y sistémica. No solo implican y reproducen la superioridad de una especie sobre miles de otras, que es lo que significa especismo, sino que alimentan el pensamiento egocéntrico, ese que vela por perpetuar y cumplir sus deseos y sus apegos a costa de otros y otras. Si partimos desde los deseos del ego, evidentemente nos va a importar muy poco los efectos de nuestras acciones en nuestro entorno. Sucede a nivel intersubjetivo como colectivo. Si el criterio al evaluar la legitimidad de la industria de explotación animal —y humana y medioambiental— queda reducido al binomio estético de me agrada o no me agrada, entonces quienes nos habremos convertido en autómatas inanimados somos nosotros y nosotras como consumidoras. Por más libre que se crea el ser humano al poder escoger entre dos o más opciones, si está guiado exclusivamente por sus deseos y apegos egocéntricos se parecerá más a aquel animal cartesiano que se guía por el instinto.
Este es el grave peligro y el gran reto para los movimientos animalistas, ambientalistas y de justicia social. El sistema económico pretende diseñarnos, por más libertad falsa que se nos atribuya, como consumidores automatizados. Nos dan la imagen falsa de libertad al poder escoger entre dos o más productos que nos dicen que necesitamos, o nos crean la necesidad de diversas maneras, incluso biológicamente, como son las adicciones por azúcares, sodio, aditivos, potenciadores de alimentos, etc. Pero lo cierto es que en gran medida estos productos son realmente un lujo, no son bienes que necesitamos para la vida. Por el contrario, muchos de ellos abonan a las más graves enfermedades que acaparan de forma alarmante nuestras sociedades, con las repercusiones que ello tiene en nuestros sistemas de salud y en nuestra calidad de vida. Además, aunque es materia para otro escrito, las repercusiones medioambientales de la industria animal son de las más importantes y amenazantes que existen en estos momentos. Sin embargo, pensar la industria animal desde el mero proteccionismo medioambiental también puede partir de un egocentrismo que no tome en consideración la violencia intrínseca que existe en el especismo.
Pensarnos como parte integral de un ecosistema interconectado e interdependiente es pensarnos éticamente respecto a nuestro entorno. En efecto, esto requiere romper con las profundas cadenas de superioridad humana sobre otras especies animales que apenas comenzamos a conocer. Esta es la posición tanto más humilde como más realista. Es la que niega ese egocentrismo basado en falsedades y que propicia una peligrosa automatización de un ser humano. No podemos seguir convirtiéndonos en autómatas del consumo ciego, ni en el caso de la industria animal, ni en el caso de la explotación humana o medioambiental. Ni el consumo innecesario de prendas de ropa producto de la esclavitud de trabajadoras, ni el consumo innecesario de productos derivados de animales explotados, son casos ejemplares de un ciudadano o ciudadana ética. La explotación del sistema económico se reproduce y afecta a quienes son más vulnerables, tanto humanos como no humanos. Ser parte de este entramado de violencias sistémicas es contribuir a su permanencia e incremento. Por esta razón, nuestra percepción falsa de que por ser humanos somos superiores a las demás especies animales debe ser cuestionada desde sus propias bases categóricas. No debemos perpetuar la normalización antiética de nuestra relación con otras especies animales en virtud de consideraciones ni antropocéntricas ni egocentristas.
A su vez, también debemos tomar en serio el papel de otras especies animales en nuestro entorno social. Esto quiere decir que debemos abandonar la cosificación de los otros animales y considerarlos como entidades sintientes que en gran medida desconocemos. No posicionarnos como sus amos, sus dueños o sus propietarios. Para esto es plausible tomarlos en consideración ya no solo como agentes morales, sino como agentes políticos, aunque sea intermediariamente. Esto se deriva del hecho de que las normas políticas y administrativas que como humanos producimos afectan directamente a seres que no deben ser considerados como cosas o como propiedad. Sabemos a ciencia cierta que otras especies animales no solo tienen unas capacidades y funciones naturales que las distinguen, como también sucede con el ser humano, sino que tienen unos intereses propios que surgen de esas mismas capacidades en un entorno que las puede obstruir o potenciar. Es decir, nuestras políticas públicas y nuestras decisiones individuales y colectivas inciden en potenciar o inhibir las capacidades y funciones de otras especies animales. Incluir otras especies como sujetos con intereses en la polis es un reto tan grande como necesario. La propuesta de Donaldson y Kymlicka es una ventana fértil para pensar una relación mínimamente ético-política respecto a nuestra relación con otros animales que cohabitan nuestros entornos.
Referencias:
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