Fotos no
Honrando el título del presente texto, he decidido no ilustrarlo con imágenes. Puede resultar paradójico, quizás incluso caprichoso, puesto que estas líneas vienen a cubrir la entrega semanal de una sección dedicada al arte. No es, sin embargo, un antojo banal de quien las escribe, aunque seguramente, sí, debe resultar un hecho contradictorio, así como lamentablemente frecuente en la actualidad.
La decisión de no incluir fotos en este texto viene acompasada por la creciente corriente iconoclasta que invade desde hace años el sistema del arte. Sin ir más lejos, el ejercicio de la investigación histórico-artística y de otros géneros comunes en la disciplina como son la crítica o el ensayo se está viendo abocado a una preocupante restricción de las posibilidades de empleo de imágenes de obras de arte. Tal veda, que no está limitada a la historia del arte, sino que se extiende a otras disciplinas en cuyos discursos un autor entiende la conveniencia del empleo de una imagen de una obra artística para ilustrar o desarrollar sus argumentos, está conduciendo, inevitablemente, a una notable inefectividad –podríamos incluso hablar de esterilidad- comunicativa, ya sea desde los niveles previos de la investigación como en su difusión final. Pero permítanme, en primer lugar, dibujar un breve planteamiento previo sobre la relación de esta disciplina con las imágenes artísticas.
La historia del arte se construye a través de un discurso icónico-literario, fundamentado, principal y medularmente, con imágenes. A partir de las obras de arte, la práctica de esta disciplina y sus distintos géneros (de los que se acaban de mencionar algunos líneas atrás) se nutren de ilustraciones artísticas tanto para su estudio y para el desarrollo de sus argumentos como para la exposición de sus hipótesis y la difusión de sus conclusiones. Estas, que son las principales fuentes primarias, indispensables por lo tanto para construir su discurso, fundamentan y sostienen también las diferentes metodologías de la disciplina, como pueden ser la sociología o la psicología del arte, el formalismo, los estudios de género y, especialmente, la iconografía, la cual analiza los contenidos y los repertorios de las obras visuales y cómo se construyen y se relacionan a través de la historia.
En la búsqueda de esas fuentes primarias para su investigación y análisis, existen diferentes espacios en los que el historiador del arte fija su mirada, como son las salas del museo o de otros centros de exposición, el estudio del artista, el escenario urbano, además de recursos como publicaciones, conferencias y, de modo fundamental en la actualidad, las plataformas de internet, donde abundan las páginas de artistas, páginas oficiales de instituciones museísticas, así como las versiones digitales de publicaciones de género variado. Aunque parece, por tanto, que los espacios de exhibición de imágenes artísticas son múltiples y nutridos, no lo son tanto las oportunidades para su empleo y para la difusión del pensamiento que indaga y que construye este discurso que las analiza.
En efecto, en este proceso de búsqueda de imágenes para el desarrollo de la investigación, aparecen con frecuencia artistas, o gestores de sus obras, que encadenan la difusión de sus propias obras en forma de ilustraciones que la reproduzcan (un término, reproducción, que merece hoy día una reflexión profunda). Por ofrecerles un caso real, en la página de una de estas artistas, tal hecho se expone, de modo explícito, de la siguiente manera (y resumo): “Ningún material de este sitio puede ser copiado, reproducido, republicado, cargado, posteado, transmitido o distribuido en modo alguno sin permiso escrito. Cualquier uso de las imágenes de esta página web para propósitos de impresiones y presentaciones se considera comercial y es un incumplimiento de contrato. El uso de cualquiera de este material en otra página web está prohibido. Excepto que se indique lo contrario en este sitio, todas las fotografías, textos y nombres son propiedad de la artista. Todos los derechos están reservados”. Este firme candado, que resulta paradójico en el marco de la explosiva aparición de imágenes en la red, no es un caso aislado y sí, por desgracia, bastante frecuente. Al toparse con él, la decisión más común del investigador, historiador o crítico de arte suele ser el abandono de la intención de emplear tales imágenes como fuente de estudio y, en consecuencia, declarar esa línea de discurso visual hundida antes incluso de hacerla navegar.
Existe también otra situación más que habitual y, a mi parecer, de una gravedad que merece urgente consideración: mientras que en muchas de las grandes colecciones museísticas internacionales se permite la libre realización de fotografías a las obras allí exhibidas (sin flashes que puedan perjudicarlas físicamente), tales como el Museo de Arte Moderno de Nueva York, el Metropolitan Museum de esa misma ciudad, el Reina Sofía o el Louvre, en Madrid y París respectivamente, en la mayoría de los museos y centros de arte puertorriqueños la consigna es clara y rotunda: fotos no. Los factores desencadenantes de tal decisión, que también comparten otros muchos espacios museísticos fuera de estas fronteras, pueden ser de índole diversa, pero parece que todos parten de un mismo denominador: el concepto de obra de arte como un bien sagrado de un aura improfanable, sobre el que debe ejercerse un control férreo y una protección heroica, y por tanto resguardarse de actos espurios que degraden su naturaleza venerable con dudosas intenciones, tales como una fotografía con cámara o con un celular. La sospecha e incluso la presunción de delito hacia el visitante parecen también regir la decisión de prohibir la toma de la fotografía. En la mayor parte de los casos, la palabra copyright irrumpe como una amenaza mortalmente contagiosa, cabalgando cual jinete del Apocalipsis, de la que es vital huir, por lo que la renuncia a la imagen, a pesar de la conveniencia o la nobleza de su uso, es lamentablemente la solución más común.
Dentro de ese mismo contexto, el empleo de la imagen como recuerdo y parece que también como objeto de investigación estarían incluidos en aquel conjunto de intenciones peligrosas, aunque siempre queda, para el historiador, la oportunidad de emprender el proceso burocrático para solicitar la concesión de permisos formales escritos a las autoridades pertinentes, que suele tener como fin de la cadena al mismo artista o al coleccionista, detallando el uso que se pretende dar a la imagen de la obra y aportando posteriores evidencias de que se ha cumplido con el pacto acordado. En esta línea de procedimiento, una de las frustrantes experiencias a las que me he enfrentado tiene como protagonista la ilustración visual de un artículo en la revista online de crítica de arte que anualmente construyen los estudiantes de uno de los cursos que imparto y que goza de difusión gratuita. Tras el prolongado procedimiento de solicitud para obtener la imagen de una obra, exhibida en un museo local, el artista concedió su permiso para la aparición de la imagen en la revista, siempre y cuando él pudiera controlar, además de tal destino para la imagen, también la revisión del texto del artículo que la estudiante escribiría. La decisión de aquella joven, de mutuo acuerdo con la mía, fue la de interrumpir el escrito y, tras este borrascoso proceso, declarar la operación frustrada y escribir acerca de otro asunto.
La autocensura -o podríamos llamarla censura inducida- del autor-investigador, suele ser la vía de escape más frecuente de este callejón sin salida, tras experimentar el tedio y la prolongación temporal de procesos como el recién indicado. También suele ser ésta una decisión habitual ante la exigencia que demandan algunas casas publicadoras o revistas de investigación (sobre todo en el ámbito estadounidense, pero también en el puertorriqueño) de que el autor del texto a publicar “sea el responsable de contar con los permisos para la reproducción de todas las imágenes que ilustren sus ideas”, y cito la norma de una de ellas. El proceso antes descrito se multiplica entonces por diez, veinte, cuarenta o cualquiera que sea la cantidad de imágenes necesarias para sustentar sus argumentos, por lo que la determinación de no acompañar los textos de sus referencias visuales se acaba imponiendo como la decisión más corriente y la creciente conversión de las publicaciones de historia del arte en discursos visualmente ciegos es ya una preocupante realidad. Para los investigadores de otras disciplinas resultaría ridículo o improcedente solicitar permiso por la inclusión de cada párrafo de libro o artículo, versos de poemas, cifras o estadísticas de estudios a sus autores (o sus herederos o representantes), siempre y cuando estén convenientemente citados y su autoría reconocida. Parece, de hecho, que para algunas de aquellas entidades existe un desconocimiento amplio de lo que es fair use del copyright, es decir, un uso justo del derecho de autor (un concepto que también requiere una urgente revisión y un profundo debate en la actualidad) y que acude a plantear el derecho de otros autores, como historiadores, críticos e investigadores, para citar (literaria o visualmente) las fuentes originales de las que sus trabajos se nutren.
Como cierre a estas observaciones dispersas, considero que existen dos vertientes derivadas de este anclaje impuesto a las imágenes de las obras de arte y que desembocan, finalmente, en un naufragio anunciado. El temor iconoclasta a su difusión y el celo protector con que custodian algunos artistas y algunas instituciones no ya el objeto artístico (la obra física), sino cualquier imagen que la represente, constituye en sí misma un estrangulamiento, y no sólo para el ejercicio de la profesión del crítico o del historiador del arte, sino precisamente, para el artista y para la disciplina misma. Por un lado, si la aparición de la producción visual del artista en publicaciones de talante crítico o histórico-artístico es un factor determinante para su reconocimiento profesional y para su cotización, la decisión de reprimir las reproducciones visuales convierte a su creador en la principal víctima afectada por su deseo de hacer de su obra un bien inmóvil y confiscado entre paredes. En otro caso, pero no menos trascendente, si el reconocimiento y la valoración del patrimonio de un país o de una cultura se construye de modo notable no solo a través de la custodia física y la conservación, sino también con el fomento de la investigación de sus piezas y con la difusión de estos hallazgos más allá de sus propias fronteras, deberíamos considerar si el candado impuesto a la aparición de las obras en las páginas oficiales de museos de arte y de otras instituciones culturales no constituye también un conflicto con sus propios intereses y una esterilización de una provechosa investigación, promoción e intercambio de obras e ideas. En este sentido, resulta urgente la necesidad de digitalizar y sacar a la luz las imágenes de la producción de los artistas nacionales, en especial los de generaciones precedentes, con el fin primordial de contribuir al desarrollo de la investigación, no solo por intelectuales locales, sino también por aquellos que, fuera de estas fronteras, deciden emprender el estudio o la consulta de las manifestaciones artísticas que se han desarrollado en la Isla.
Espero que estas breves consideraciones, teñidas del inevitable desaliento que experimentan recurrentemente los historiadores del arte en el proceso de encontrar fuentes para las pesquisas propias de la profesión, constituyan un preludio para un debate más amplio, así como un paso adelante para entender la necesidad de un cambio de paradigmas en el fructífero desarrollo de la disciplina. Eso sí, con mayor riqueza visual, si puede ser.