La imagen de la catástrofe
La catástrofe lleva saltando mucho tiempo por nuestras lenguas y navegando como escarabajo pixelado por las pantallas de nuestras computadoras. Por doquier, la catástrofe: guerras, colapso económico, derrames de petróleo o derrames nucleares, mineros atrapados, terremotos, masacres y huracanes, entre tantas otras manifestaciones. En años recientes, por limitarnos de forma arbitraria, nuestras vidas han estado enmarcadas por la catástrofe. Querámoslo o no, somos todas y todos hijos y hermanos de la catástrofe.
Durante todo este tiempo hemos discutido muchísimo, aunque ciertamente no lo suficiente ni tal vez lo necesario o adecuado como nos sugiere Ramaris Albert, por qué determinados sucesos constituyen un cataclismo. Lo que no hemos examinado, si es que este verbo fuera el apropiado, es: si la catástrofe es, en efecto, representable y, de no serlo, qué hay de intolerable en la imagen de la catástrofe. El título otorgado a la imagen de Xinhua/Gamma-Rapho me parece muy sugerente y aduce uno de los dilemas fundamentales en el debate ético-mediático: ¿desde dónde se mira el desastre? (Tampoco hemos explorado qué es una catástrofe, pero eso lo dejaré para otro momento.)
Un repaso de la cobertura mediática de acontecimientos recientes como el terremoto y el maremoto en Japón o la guerra en Libia nos muestra que estos sucesos suelen ser representados a distancia, con fotografías desde lugares elevados. Cuando las imágenes se acercan lo suficiente como para poder divisar cuerpos humanos, entonces se genera una nueva distancia: la del anonimato y el silencio. Entonces, a esas imágenes le siguen muchas más con personas cuyos nombres desconocemos y cuyas historias ignoramos porque han sido transformados en metáforas de lo humano. Hablar de la imagen de la catástrofe contemporánea es aludir a la relación de lo visible y lo no-visible: al juego entre la tragedia y el consumo, el sufrimiento ajeno y el espectáculo o el desastre como expresión estética.
La imagen, a propósito de Jacques Rancière, es una compleja red de relaciones entre lo visible y lo invisible. Lo que se ve no es lo que es. En su sentido más literal, la fotografía de una mujer llorando no es la mujer llorando, no es su sufrimiento ni tampoco es por lo que ella vive. Ver algo es perder de vista otra cosa, aquello que precisamente se pretende hacer visible. Una imagen es, además, la manifestación material e inmaterial de una estimulación sensorial. Es aquello que activa nuestros sentidos para con-figurarse como otra cosa, como algo distinto pero reconocible.
Toda imagen suele buscar imponerse como copia exacta de lo que representa. Consideremos, por ejemplo, la fotografía del niño con una mujer (su madre, quizá). Al mostrarle esta imagen a alguien no diremos “mira la representación que se hace de este niña y esta mujer” sino “mira al niño y a la mujer”. Peor aún, podríamos hasta decir “mira a estas víctimas del temblor y lo que tienen que sobrevivir ante la amenaza nuclear”. La fotografía y la representación se hacen invisibles, pasan de ser medios a convertirse en la cosa o los sujetos a los que apuntan, suplantan aquello que trazan. Y aunque resulte paradójico, en su afán por visibilizar, llevan consigo el germen para trocarlos en menos visibles.
El título otorgado a esta imagen es otra expresión de lo intolerable. ¿Son estos sujetos fotografiados la medida exacta del desastre? ¿Existe tal medida? No pretendo negar el sufrimiento que este niño y la mujer están viviendo, ¿pero es éste, acaso, más visible cuando convertimos su humanidad en la búsqueda de una medida? Lo que sufren y sus vidas las hemos cosificado (hecho cosa). Procurando visibilizar su sufrimiento, lo hemos hecho más abstracto y genérico.
Al presentar una imagen, proponemos un juego que no es necesariamente divertido. La imagen de la catástrofe es uno de esos juegos, pero de los intolerables; porque en el tránsito fluido y densamente poblado de las imágenes mediatizadas de la catástrofe reside la banalización del horror y del sufrimiento.
Una imagen se encadena a la próxima y a la que le sigue. Los rostros comienzan a desvanecerse y entremezclarse, se tornan irreconocibles. Aquellos sujetos fotografiados comunican, entonces, lo que el fotógrafo imprime con su mirada mecanizada o bien lo que el editor de los diarios o el programa noticioso construye con su secuencia visual. La apropiación de su cuerpo como tropo, la objetivación de su subjetividad y su consecuente deshumanización son elementos intolerables de la imagen de la catástrofe. Ésta transfigura a los sujetos en objetos carentes de historia, de nombre y les prohíbe hablar forzándolos a decir lo que el ojo técnico desea.
Cuando creemos ‘ver’ la catástrofe realmente vemos un espectro de la misma, una representación articulada como producto de consumo o un espectáculo para nuestro divertimento. La catástrofe se hace, pues, para verse entre snacks o mientras observamos las atestadas áreas de refugiados entre inmensos bocados de arroz con habichuela y bisté.
Aquellas fotografías de rostros sucios con miradas extraviadas que observan cómo el mar destruye sus hogares y deshace sus entornos, son terriblemente intolerables porque amenazan con silenciar las vidas que habitan esos rostros. No se me tome como proponiendo un reclamo por el verdadero entendimiento; no existe forma de capturar la esencia de la catástrofe y de comunicarla plenamente. Pero, al menos para intentar entenderla, aunque de maneras discontinuas, imperfectas y ficticias, es inherentemente necesario escuchar al/con el Otro. Que los rostros anónimos tengan nombre y que sus cuerpos comuniquen (in)voluntariamente lo que presencian para que no se tornen en una imagen más dentro del flujo imparable de imágenes interpuestas entre sí, de voces sin voz o de caras sin rostro.
Bien lo dijo Antonio Tabucchi: “El hombre no se siente mirado y se vuelve, por ello, un poco inexistente. La idea de ser mirado confiere a la existencia cierta plenitud”. Pero, más allá de mirar y ser visto, poder nombrar y ser nombrado contribuye a que nuestra existencia y la de los demás adquiera también cierta plenitud. Tener nombre es poseer un futuro pasado.
Cierro con las ficcionalizadas palabras de Ryszard Kapuściński:
“No hay forma de hacer entender el sufrimiento. La descripción de las lágrimas de una madre sollozando inconsolablemente la pérdida de sus hijos no haría justicia a su dolor, a la complejidad del sentimiento o la pena y la tortura del cuerpo. Confrontado con ese evento, ¿qué decir? ¿Existe término posible que pueda apuntar a una angustia insondable?”