La Imagen fijada de todos nosotros
Una mujer se está muriendo en un hospital en San Juan, una mujer que ha vivido la vida de todos nosotros. Una mujer que ha vivido una vida demasiado parecida a la nuestra, se está muriendo en un hospital. Y en su cuarto de hospital junto al mar hay una ventana. Y entre ratos, cuando el dolor de la muerte lenta que le tocó no la hiere demasiado, ella mira a la ventana y ve. No ve el mar del norte, algunos días agreste y plomizo, otros, azul-demasiado-bello-para-ser-cierto; ve pasar las luces de los autos, acaso las gotas de lluvia y, constantemente, ve pasar su vida como si fuera en una serie de fotos en blanco y negro y sepia, y decide contárnosla.
Esta novela de la periodista Rosita Marrero nos lleva a transitar el lugar común de una generación, la que creyó que nunca iba a llegar a vieja, y que creció entre dos escenarios de guerras: las que eran moralmente aceptadas, la 2nda Guerra Mundial y la de Corea, y la que avivó la rebelión de los jóvenes y creó un profundo sentido de vergüenza, la de Vietnam. Decir “Vietnam” en Puerto Rico inmediatamente retrotrae a una época, a un estilo, a un modo de vivir la vida, de vestir, a una música y a una lectura del mundo, y la autora se ocupa de que todo ello figure en su novela.
Porque aunque la narrativa abarca la vida completa de esta mujer, es la época de su joven adultez la que se recrea con mayor interés, ¿y cómo no? …ahí es cuando todo se fija, ahí es que se anclan los gustos y las pasiones, las ideas y los ideales.
Claudia, la protagonista es, como han sido miles de jóvenes estudiantes universitarias a lo largo de más de 100 años, una muchacha de una clase media “de la Isla” – con toda la carga de espontaneidad que ese origen simboliza. Oriunda de Utuado, la niña Claudia crece al amparo de abuelos y madre, huérfana de padre sin serlo. Sus recuerdos más remotos son de una vida idílica y bucólica, de esas que los adultos quizás escogemos tejer en torno a las bondades de vivir “en el campo”, el lugar fundacional del mito identitario puertorriqueño, el lar nativo por excelencia.
La noche en el campo era hermosa. El cielo siempre estaba preñado de estrellas brillantes, titilantes. A menos que lloviera, que entonces todo se empañaba de niebla y oscuridad. Para noviembre, el frío de la noche se colaba por las ventanas. Entonces, la neblina se apoderaba de la casa. Mi abuelita Ifigenia hacía chocolate caliente, que acompañábamos con galletas…En la finca había un establo, bastante cerca de la casa, que cobijaba a varios caballos, entre estos, una yegua pinta blanca y marrón Pinta era mi favorita. Cipriano solía montarme en la yegua porque era más dócil. Cuando aprendí a montar, me permitió llevar las riendas de Pinta.
Pero Claudia, la niña que vivió feliz en un barrio rural de Utuado se está muriendo, y no nos permite que lo olvidemos. No bien narra cómo o qué ha sido su vida, nos da un jamaqueón y nos hace volver al cuarto del hospital, donde la vida rutinaria no tiene verdor, ni chocolate con galletas, ni corrales de gallinas, ni yeguas pintas para irnos de paseo. La fiebre, el dolor, las jeringuillas, los termómetros, la bomba de oxígeno, las enfermeras, las visitas del amable médico y la angustia, sobre todo la angustia de la paciente, saltan a primer plano.
Claudia Ivelisse podría ser la autora misma, como bien podría ser una amiga de ella, o una prima, pero más aún sencillamente es el arquetipo de la niña puertorriqueña bien cuidada de las décadas del 50 y 60 con todos sus anhelos en su sitio: quinceañero esperado, primer beso, bailecito de marquesina, sueños de irse del pueblo chico, preocupación por el qué dirán, respeto a los mayores, lealtad a sus amigos de crianza, y un amor muy tradicional e íntimo, y que era de esperar, por una madre que la quiere y consiente incondicionalmente.
Laura – porque Claudia nunca le llamó “mamá” – también viaja en el tiempo de la narrativa y acompaña a su hija pues es personaje constante; aparece tanto en los recuerdos como en la actualidad de la protagonista y el dolor que siente al ver a su hija hospitalizada solo se equipara al que siente Claudia al ver a su madre sufrir por ella. Los progenitores siempre dicen que en el ordenamiento de vida natural no se supone que mueran los hijos antes que ellos, y tienen razón, por eso se convierten en agónicos los pasajes que muy bien hilvana la autora cuando Laura viene a verla.
Pero esta novela es una puertorriqueña, de una mujer que adviene al mundo de los estudios superiores y luego al mundo profesional de finales de los ’60, así que, a fuerza, tiene que tener ese componente que nos salva a casi todos los que fuimos universitarios: la claque de excompañeros de estudios, el bonche de panas, los amigos del alma, los que cantan las mismas canciones durante 30 años y no creen que están queda‘os porque siempre les parecen nuevas y sentidas. Es la tribu a la que pertenecemos y cuyos afectos están tatuados en la memoria del corazón, los que saben los gustos y los secretos de uno; los que cuelan botellas de vino en un cuarto de hospital dispuestos a ahuyentar un ratito más a la muerte misma si hiciera falta.
“…Te trajimos una serenata…por supuesto trajimos Chateneauf du Pape… Trajeron una casetera, que escondieron en una almohada. No sé cómo pasaron las botellas y nuevamente las copas…todos cantan. Yo los escucho y sonrío…hacen payasadas. Bailan como adolescentes”.
Jaime, Mariví, Ernesto, Hiram, Estela… periodistas, economistas, abogados, actrices, gays, heteros, divorciados, con hijos o sin prole, el microcosmo del país que ha pasado por las universidades dice presente en su vida.
Pero no por cualquier universidad. Gente: ¡esta gente, de esta novela, fue a Río Piedras a estudiar, con tooodo lo que eso conlleva! La vida universitaria que narra Claudia es igual pero no es lo mismo a la que vivimos hoy día, ayer, esta noche. Es el despertar que experimenta cada generación que pasa por ese Recinto, que tiene esa Torre, ese campus, esos profesores y esas profesoras, ese reto, ese espacio, ese llamado a entender, a pensar, y que lleva a uno a crecer y a cambiar, si hace falta. Claudia Ivelisse llega a la Yupi cuando está activo el ROTC, y vive en la Resi cuando a las muchachas todavía se les exigía un horario estricto de entrada y salida para su protección física y moral pero que es, también, el tiempo del Mr. con macana, cuando entra la Policía libremente por el campus, hay tiroteos, matan a un taxista frente al Museo, cuando los jóvenes discuten acaloradamente qué quieren para Puerto Rico y cómo debe de ser el país que van a forjar. Ahí el texto se regodea reviviendo lo que no volverá, pero provocando que uno recuerde que eran tiempos difíciles, pero vistos a distancia uno se atreve a sentir: ¡qué buenos eran!
Abundan las referencias a las icónicas canciones en español y en inglés que acunaron los deseos de adolescentes y las osadías de los que llegaban a la mayoría de edad porque esa fue la primera generación que tuvo música propia y se crió con ella de fondo: primero con discos en victrolas, luego en componentes, luego con casetes, seguidos de 8-track y entonces guindando de los cd players que llevábamos a la cintura.
Y cuando volvemos al cuarto del hospital abundan las referencias a las estrofas que Claudia intentaba cantar aunque siempre desafinaba y que ahora, presagiamos, ni siquiera podrá entonar. Están presentes los momentos álgidos que formaron a esa generación y hasta con nombres y apellidos vemos a Rubén Berríos ante los portones dando un discurso, y a Florencio Merced de la FUPI y a José Miguel Pérez de la JIU organizando a sus respectivas huestes. La vida era lucha y ellos estaban siempre dispuestos a llevarla a cabo.
Y entonces, o mejor aún, desde el comienzo, están los amores, ¡cómo no! Aunque entre sus favoritas canciones está Penélope de Serrat, Claudia no se va a quedar esperando en el andén. Alguna vez con tiento, otras a lo loco, Claudia se ha lanzado a lo largo de su existencia a enamorarse, de un muchacho, de un hombre, de un cuerpo, o del amor en sí, no importa, a ella y a su clan le tocó llegar a la adultez en el momento histórico de la liberación sexual de Occidente, y no había mapas para navegar esos caminos porque nuestros mayores nunca habían tomado esos rumbos. En el imaginario colectivo de San Juan o Arecibo o Utuado no había existido una época como esa en que las mujeres y los hombres jóvenes, sin ataduras, comenzaron a salir, a conocerse, a acostarse, a quererse o a dejarse mientras estudiaban, trabajaban o marchaban por un mundo mejor. En la cultura Occidental citadina ya rara vez volverá a ser uno solo el objeto social de los afectos de una mujer. El novio del que una se enamora, el hombre con quien una sale en ocasiones, el hombre con quien una se casa, el hombre que apasiona a una ya no tienen que ser el mismo.
Esta novela es, antes que nada, una puesta en escena de esa historia de la juventud del último tercio del siglo XX, una crónica que fluye sin que su protagonista se dé cuenta, un cuento de la vida de una muchacha de un pueblo que representa un capítulo completo de la etnografía puertorriqueña contemporánea. Y no es por casualidad, que la primera novela que escoge escribir una periodista con tantos años de experiencia como reportera y columnista, con tanto bagaje educativo como educadora y dramaturga sea una anclada en la memoria.
Porque parece que intuitivamente, en este país, desde tiempos de España, a muchos escritores cuando comenzamos a publicar nos da con relatar de dónde venimos. Y no solo porque repitamos como letanía que somos un pueblo desmemoriado (creo que casi todos lo son, solo que algunos tienen la fortuna de elegir, regularmente, directores de secretarías de educación y de cultura que viven enamorados de la historia y logros de sus países y se afanan por compartirlos). No, hacemos novelas y cuentos y poesías y ensayos que son crónicas de nuestra vida como pueblo porque queremos afianzar algo de esa identidad que nos une. Desde El Gíbaro de Manuel Alonso con su costumbrismo fundacional, pasando por unas Memorias de Alejandro Tapia y Rivera con su historia de la cotidianeidad del San Juan decimonónico hasta Solar Montoya de Enrique Laguerre con su minuciosa descripción de la plantación cafetalera, nuestra gestión literaria está repleta de referencias a “cómo era que era”, cómo recordamos, cómo nos formamos, cómo la memoria hilvana y a la vez enreda lo que nos gestó.
Un elemento muy particular de Más grande que mi vida es que la protagonista, aun condenada a muerte, mantiene una inocencia ante la vida que es, a la vez, hilo conductor y tonalidad del texto. Lo que Claudia recuerda, ya sean estampas de su infancia en la finca de sus abuelos o escapadas nocturnas por la ciudad universitaria cuando se hospedaba en Río Piedras, se narran en un mismo tono, casi de declaración o aceptación. Esa mujer que rememora está herida pero no se pone vieja; es la misma que de niña fue a conocer el mar por Arecibo y de grande se refugiaba a llorar en casa de una amiga en Hato Rey.
La secuencia de recuerdos que como fotos aparecen en la ventana del cuarto de hospital es tan natural como lo es la memoria en nuestras vidas. Es imposible que sea en orden cronológico. Claudia recuerda el campus de Río Piedras, y el día que se escapó de la Resi a oír un concierto en la plaza, y luego ve claramente el Mustang azul del hombre rico que se antojó de ella, las visitas durante los semestres de vuelta a la casa materna, y un viaje de pronto a Nueva York, al teatro a la ópera, a todas esas maravillas de la cultura del espectáculo… Las fotos que uno guarda de los tiempos de antes pueden variar en tamaño, pero casi todas son posadas, porque para que no salieran fuera de foco, a la gente se le enseñaba a quedarse quieta. Así son los recuerdos cuando aparecen de pronto en la memoria. Ante esa quietud del recuerdo, le toca a quien rememora ofrecer la acción. ¿Qué estaba pasando, quién era, a dónde era que íbamos a llegar? ¿Quiénes eran los importantes y qué era lo importante, lo más grande que la vida la vida que nos trajo hasta aquí? plantea esta novela de remembranzas.
Quien haya tenido la dicha inigualable de tener un amigo fotógrafo de los que desarrollaban sus fotos en sus laboratorios, habrá vivido la intensa experiencia de meterse a un cuarto oscuro, donde luego de procesar el negativo y proyectarlo sobre papel, el fotógrafo lo sumerge en una pequeña bandeja con líquidos mágicos y en lo que dice “Abracadabra” empieza a nacer la imagen.
Así, como si estuviese imprimiendo los retratos de una época cuyos negativos estuvieron guardados muchos años en armarios y archivos y carpetas policíacas, la autora ha escrito una crónica novelada de un pedazo fundamental de la vida de todos nosotros, donde las imágenes fijadas artesanalmente saltan ante nuestra vista y nos obligan a recordar. La complicidad entre Rosita Marrero y sus lectores es profunda en esta su primera novela con la que nos recuerda que le toca a cada cuál descubrir qué es más grande que la vida propia, y lanzarse a defenderlo o a vivirlo.
Entonces uno recorre los años mozos, y Claudia se nos va yendo; entonces uno compara su vida y la nuestra, y Claudia, vuelve a vivir…
*Presentación del libro Más grande que mi vida, de Rosita Marrero, el 19 de mayo de 2017 en el Taller de Fotoperiodismo.