Las viandas: esa entrañable relación con la comida de las madres
Vianda: El sustento y comida de los racionales. Díjose así del Latín bajo vivanda;
Porque da fuerzas para vivir y mantiene la vida.
Diccionario de Autoridades, 1737
La yautía, la batata y el ñame aparecen hoy al final de los menús, debajo de los platos del día, en letra chiquita. Algunos comensales que almuerzan de prisa apenas pueden leer las letras que las nombran, y crispan a los camareros preguntándoles a bocajarro ¿con qué sale mi plato?
Ni el nombre yautía en letra chiquita, ni la imprudencia del comensal despistado acontecían medio siglo atrás. Una yautía sancochá, o muy bien una rueda de ñame eran, para la mayoría de los puertorriqueños, el centro de un plato de comida.
Hoy no es así. Los tubérculos, rizomas y frutas que llamamos viandas se han tornado secundarios. Actúan como guarnición en un plato de comida. Por eso antes se comía viandas con bacalao, no bacalao con viandas, como ocurre hoy.
Pero en todo esto hay una paradoja. ¿Por qué, en un contexto alimentario de abundancia y de muchas otras opciones que compiten con las viandas a la hora de elegir- incluyendo la opción “low carb” –; y con una plausible merma en su consumo[1], las viandas son tan axiomáticas en las expectativas alimentarias y en las prácticas culinarias puertorriqueñas? Tan indiscutibles son, que nos ocurre como con los lentes. Nos preocupamos de ellos cuando no los tenemos. En lo que sigue elaboraré, lleno de temeridad, una explicación hipotética al axioma.
Hacia la cocina de las madres
Me parece que la fijación de esa expectativa indudable origina su historia, por un lado, en la cercanía que las viandas guardaron, en tanto cultivos, con el entorno físico de sus comientes, y por otro, en la lenta degradación de su naturaleza. El primer factor las convirtió en alimento accesible, a la mano, y el segundo, las hizo comida segura en contextos agrícola-alimentarios preindustriales, sencillos y extremadamente susceptibles a las fuerzas de la naturaleza.
Cercanía, perdurabilidad y seguridad, pienso, debieron servir, en algún tiempo remoto, para formar una “cocina reiterada atada a las viandas”, cocina que se convirtió en cauce transmisor, de madres a criaturas, del gusto histórico por ellas. La “cocina de las madres”, le han llamado a este proceso para referirse a una posible forma inicial de la transmisión del gusto por ciertos alimentos.[2]
Claro, para que la “cocina de las madres” que he resumido arriba perdure en el tiempo, el contexto agroalimentario que la nutre -preindustrial, sencillo y susceptible- no debe sufrir cambios drásticos. En efecto, en Puerto Rico no ocurrieron sino hasta bien entrado el siglo XX.
Si ello sobrevino así, en la ejecución de “la cocina de las madres” debió tejerse, a lo largo del tiempo, una red de relaciones entrañables entre el alimento, la persona que lo transforma en comida (lo manipula y lo cocina) y el infante comiente. La fibra, creo, era más emocional que material, y resultaba de la familiaridad que con las amiláceas mantuvieron, una generación tras otra- y quizás de forma más reiterada que con otros alimentos- miles de madres puertorriqueñas en sus ciclos de gestación, en sus roles de productoras de comida y en sus actos de nutrición cotidiana.
Tales relaciones, pienso, no debieron originarse en las etapas pos natales- algo a lo que volveré luego-, pero una parte importante de ellas tienen su punto de partida en las emociones afectivas que se desatan en la etapa precoz de la alimentación entre madre y criatura, precisamente, en contextos alimentarios de opciones limitadas. Veamos.
Como es sabido, las viandas fueron por mucho tiempo alimento para infantes en la etapa posterior a la lactancia. A ello contribuyó la alta cantidad de agua y almidón que contienen, y por lo tanto su excelente cualidad para convertirse en alimentos blandos y digeribles en el período de crecimiento en que no hay formaciones dentales sólidas y permanentes. En esta etapa, nos ha dicho el sociólogo Pierre Bourdieu, los gustos alimentarios[3] registran una de sus más indelebles marcas. Si seguimos a Bourdieu, es en este curso precoz donde los aprendizajes primarios “sobreviven durante más tiempo al alejamiento o el derrumbe del mundo natal y… sostienen de modo más durable la nostalgia.” [4]
El paladar memoria
En esta etapa es que los sentidos comienzan a experimentar, y luego a rechazar o a aceptar, ciertos sabores y olores, colores y texturas.
En el curso precoz de la formación del gusto, los infantes tienden a ir a la caza del sabor dulce antes que a otros sabores, como el amargo, el salado o el agrio por ejemplo. El dulce, tan sobresaliente en las viandas, pudo convertirlas en alimentos esperados asociados con sabores agradables en esa etapa prematura. Lo mismo pudo haber sucedido con los colores que más se asemejan al color de la leche materna y con las texturas blandas. [5] En este sentido el papel de las viandas como papillas majadas, purés, o tortitas para infantes debió constituirse en elemento culinario que atravesó estos importantes cauces diseminadores, resistiendo, hasta muy recientemente, los deslizamientos de los saberes pediátricos y las fórmulas industriales para bebés.
En el acto de nutrición infantil se experimentan, además, ciertas relaciones afectivas que parecen contribuir también al desarrollo de los gustos alimentarios. Claude Fischler ha señalado que el gusto es “un sentido fuertemente teñido de afectividad, coloreado de emoción.” [6] Así, la forma diminutiva con que se nombran aún varias confecciones que se preparan con viandas – bolitas, tortitas, buñuelitos, bocadito de batata – no solamente significa su forma o tamaño, sino además la cristalización, en los diminutivos, de toques llenos de ternura y afecto de madre a criatura. Ellos son el residuo de lo que antes debieron ser relaciones en las que de un lado se ponía esmero y amor, y de otro se experimentaba seguridad, calor y contacto.
En tal interacción de afectos y sensaciones se suscitaba una relación de reciprocidad entre madre y criatura, tanto por la textura suave y blanda de las tortitas o bolitas, sino además por su color blancuzco y su tibieza, que en cierto modo aparentaban el color de la leche materna y su temperatura. Como es sabido, ambos elementos juegan un papel importante en el aprecio o rechazo que se les guarda a los alimentos.
Incluso del lado de las madres las amiláceas entrañaron siempre una intervención, más que con ningún otro alimento, de las manos, los dedos y la boca en tanto registros para determinar temperaturas, consistencias y texturas de alimentos destinados a los críos. Ello debió acentuar su reconocimiento como comida adecuada para recién nacidos hasta las décadas intermedias del siglo xx. Las viandas pues, siempre estuvieron – y aún se deslizan- por este lado de la conformación de los gustos alimentarios.
A estas dimensiones se le suma el significado que a las viandas se le asignó como alimentos apropiados para algunos ciclos de la vida o ciertas condiciones de salud, como por ejemplo el embarazo y el período de lactancia en las mujeres, o las enfermedades, sobre todo las gastrointestinales. En épocas anteriores en que el acceso al cuidado médico era precario, las viandas aparecían como una cocina dietética y terapéutica. En efecto, aún se les consideran alimentos reparadores, con todo y los cambios biogenéticos que les han provocado. Todavía es común recomendarlas para estómagos débiles e intestinos flácidos.
Todo lo que he tratado de explicar arriba es lo que yo llamo el origen de “el paladar memoria”, [7] eso que es algo así como un cajón de recuerdos y emociones –buenas y malas- que se destapa, en la adultez, con la experimentación sensorial de ciertas cualidades organolépticas de los alimentos de la niñez, y con ciertos gestos y emociones asociados a ellos.
Claro, en la medida en que va ganando edad el crío, los procesos cognitivos pos infantiles y las relaciones sociales que le siguen van modificando sus gustos, sirviendo como vectores la observación (qué come o no come mamá), la influencia de los semejantes, (qué como para ser como mis amiguitos y distinguirme de mamá y papá), y la interiorización de ciertas reglas y normas (eso no se come así o “eso no pega con…”, como decimos). ¿Pero serán éstos gustos aleatorios, que no derrumban los originados en el mundo natal?
Por otro lado, no sólo de procesos cognitivos postnatales se trata. En las etapas de gestación fetal intrauterina -nos ha dicho el estudioso Antony Blake-, también hay un proceso de aprendizaje.[8] Ya desde el útero materno, el ser humano saborea su entorno en tanto la madre va generando, desde la cuarta semana del embarazo, el líquido amniótico. Este, que es formado por la sangre de mamá, será vital para crear la bolsita o saco amniótico que valdrá para muchas funciones durante el embarazo, entre ellas mantener la temperatura del bebé y alimentarle con proteínas e iones con cada buchecito que se toma. De hecho un 10% de las necesidades nutricionales del futuro bebé provienen de este líquido.
En resumen, las viandas históricamente estuvieron del lado de la cocina de las madres, uno de los cauces más importantes en la diseminación de los gustos. Cierto es que desde hace apenas cinco décadas hay en Puerto Rico infinitud de posibilidades para la conformación del gusto alimentario infantil, e incluso se sabe que los gustos o aversiones innatas pueden ser modificados por el contexto social, por las posibilidades de elección- que hoy son muchas más -, y por el capital cultural o educativo que se disemina en el contexto familiar y escolar en que se desarrolla el niño. Un sociólogo como Claude Fischler sugiere, a diferencia de Bourdieu, que en los alimentos degustados en la infancia, por vía de la cocina maternal, no está necesariamente – aunque no lo descarta- el origen de los gustos más arraigados o duraderos.[9]
¿Pero dónde entonces radica la perdurabilidad? ¿En la perenne capitalización que hace la agroindustria de los gustos alimentarios? En la importación desreglada en un país colonia con una agricultura fragilísima? ¿En la imagen nostálgica de alimento “verde”? ¿En la fuerza que sobre la preferencia ejerce la cocina de los inmigrantes dominicanos? ¿En el miedo al hambre que provoca la inseguridad de empleo?
Es posible que entrelazados en la estimación que aún se le guarda a las viandas se encuentren todos esos elementos. Pero el punto de partida de la centralidad que ellas tuvieron – y tienen aún en nuestra alimentación- fue “la cocina de las madres”.
[1] Las estadísticas de consumo per cápita del Departamento de Agricultura (DEA) muestran los siguientes números:
1995 |
2000 |
2005 |
2010 |
|
Yuca |
? |
4.4 |
4.4 |
2.7 |
Yautía |
7.6 |
8.3 |
5.5 |
3.8 |
Ñame |
6.9 |
8.3 |
8.9 |
3.5 |
Batata |
7.2 |
6.7 |
5.8 |
2.9 |
Fuente: DEA, Divisón de Estadísticas Agícolas Agradezco las diligencias de la Sra. Milagros Figueroa para hacerme llegar la información. Hago la salvedad de que las cifras para el 2010 están aún en proceso de cómputo.
[2] Claude Fischler, El (h) omnívoro: el gusto, la cocina y el cuerpo, Anagrama, 1995, 412 pp.
[3] Existe una gran libertad e indeterminación en los significados que se le asignan a la palabra “gusto” cuando se emplea en los estudios alimentarios originados en las disciplinas humanísticas y en las ciencias sociales. Para efectos de este ensayo la usaré para significar el placer o deleite que experimentan los sentidos con ciertas sustancias químicas propias de los alimentos (sabor + olor + textura + color)
[4] Citado en Claude Fischler, El (h) omnívoro: el gusto, la cocina y el cuerpo, Anagrama, 1995, 412, p. 98.
[5] Fischler, op.cit. p. 92-93.
[6] Ibíd, p. 89.
[7] Véase Cruz M Ortiz, Puerto Rico en la olla ¿somos aún lo que comimos?, Madrid, Doce Calles, 2006, Introducción.
[8] Véase del bioquímico Antony Blake, Las moléculas de la emoción, ponencia presentada en el seminario Díálogos de Cocina (16-17 de marzo de 2009) en San Sebastián (Donostia) en el País Vasco; en : http://www.dialogosdecocina.com/2009/home/ctrl_index.php?accion=videos&id=4.
[9] Ibíd., p. 103.