Maestro
Gregorio sonríe, agarra un trozo de tiza, y escribe algo en la pizarra. Es una ecuación matemática. La explica a un paso calmo pero deliberado. De vez en cuando pausa, hace silencio, mira estudiantes a los ojos. Según va explicando, añade números, dibuja gráficas, y señala símbolos.
Luego lee en voz alta un problema verbal, e invita a los estudiantes a resolverlo utilizando las técnicas que acaba de ilustrar. Los más entusiastas o atrevidos gritan ideas e instrucciones desde sus asientos. Gregorio incorpora sus sugerencias, tanto las correctas como las erróneas, y sigue trabajando en la pizarra. Lenta y colectivamente maestro y estudiantes buscan, y eventualmente encuentran, la solución.
Un segundo problema, luego un tercero. Otros estudiantes van tomando valor. Las voces y consejos se multiplican. Gregorio comienza a invitarlos a pasar al frente, motivando especialmente a los más tímidos. Pronto hay un grupo nutrido de adolescentes pasándose la tiza unos a otros frente a la pizarra. Los demás continúan ofreciendo sugerencias, y en ocasiones bromeando, desde sus asientos. Gregorio se va alejando de la pizarra, y termina sentado con la audiencia.
Probablemente he visto salones de clase más animados y métodos más interesantes, o al menos más exóticos. He visto smart boards, clickers, proyectores. Pero el libreto –bastante tradicional– de Gregorio (algunos lo llaman el yo hago, nosotros hacemos, ustedes hacen) tiene algo especial. Es calmante y a la vez altamente efectivo. Funciona para Gregorio, porque se ajusta bien a sus recursos y a su personalidad. Funciona para sus estudiantes, porque aprenden.
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El miércoles, primero de agosto, escuché en la radio una entrevista que dos periodistas le hacían al secretario de educación de Puerto Rico. Le pedían cifras de deserción escolar en Puerto Rico. El hombre patinaba, gageaba, titubeaba y contestaba que obtener dichas cifras era, de momento, más o menos imposible. Citaba problemas de definición de la cosa, implementación de la cosa, comunicación y operacionalización de la cosa. Claro que este resumen mío no le hace justicia a la conversación circular, a la creciente frustración de los periodistas que aclaraban y refraseaban, inútilmente, sus preguntas, ante la incompetencia administrativa, representada por este señor y por otros burócratas de alto nivel, individuos en puestos cruciales para nuestro bienestar colectivo, destruye día a día las posibilidades educativas de los niños puertorriqueños.
Me pregunto por qué el secretario no hizo referencia a los datos del censo, que nos permiten estimar la proporción de personas en edad escolar que no asiste a la escuela, y sumarla a la de jóvenes de 18 a 24 años sin diploma de escuela superior. O a los datos oficiales del departamento federal sobre la isla, datos que están basados en los que su oficina en Puerto Rico reporta, datos que incluyen cosas como tasas de graduación de escuela superior. Ambos estimados son probablemente conservadores y subestiman la cantidad real de desertores, pero igual hubieran sido mejores que decir que no se sabe nada. ¿Se puede hacer algo, cuando no se sabe nada? ¿Será que este señor no confía en sus propios datos, en los datos que su equipo de trabajo le provee al departamento federal?1 Si es así, ¿qué está haciendo exactamente para mejorar la calidad de los mismos? ¿Será que prefiere ignorarlos, porque son trágicos? ¿O porque los desconoce?
¿Será que en el fondo, no le importa? Digo, porque el servicio público verdadero tiene que estar basado en el conocimiento, tiene que hacerse con los ojos abiertos. Si no sabemos, no podemos servir.
Supongo que fue escuchando esa entrevista que me puse a pensar en Gregorio y su salón de clases, seguramente para consolarme recordando a alguien lidiando de forma competente con la educación en el país. Los gregorios y las gregorias que día a día se las arreglan, en medio de nuestro revolú nacional, para facilitar, ampliar y promover el aprendizaje de nuestros estudiantes.
Pero me parece que aquí, en el salon de Gregorio, hay otra lección. Y es que frente a las abstracciones y platitudes que dominan el discurso sobre educación en Puerto Rico, nos vendría bien afianzar la discusión en lo concreto, lo cotidiano, lo empírico. En la experiencia diaria de los estudiantes, por ejemplo. En los datos que tenemos, y en los que deberíamos tener, y en cómo obtenerlos. En quién regresa y quién no a la escuela. En el contenido y efectividad de las lecciones. En la oferta académica a la que nuestros estudiantes tienen, o no, acceso. En los muchachos, en los directores, en los maestros, en los baños sin papel de inodoro y las escuelas sin datos de registro confiables y las oficinas de consejeros “académicos” empapeladas con propaganda del army y en los maestros sin la preparación y el desarrollo profesional responsable y atinado que necesitan para atender a una población infantil y juvenil más de la mitad de la cual vive en la pobreza y cuyos padres no tienen empleo.
Algún lector podría decirme que esas son las cosas en las que evidentemente uno se fija, que son obviedades. Pero no sé. Las campañas políticas, los seminarios para maestros, las clases de educación no hablan de asegurarse de que todos los baños tengan papel de inodoro, o de la importancia de que haya acceso a cursos avanzados en todas las escuelas superiores públicas de Puerto Rico, o de que sepamos, por fin, cuántos estudiantes han abandonado la escuela y a dónde se han ido. No. Las campañas nos dicen cosas como que “los valores cuentan.” Los seminarios hablan, y en términos bastante abstractos, de cosas como “ética”, y/o suelen ser impartidos por compañías de origen y capacidad dudosa. Los currículos universitarios para maestros en ciernes no atienden, en alguna profundidad y complejidad, el tema de la desigualdad y la pobreza, a pesar de que Puerto Rico es el territorio más desigual del país desarrollado más desigual del mundo, a pesar de que la mayoría de nuestros estudiantes viven bajo el nivel de pobreza.
“Discutir y debatir ampliamente la definición de deserción escolar”, proponía el flamante secretario de educación en la radio. ¿Cuántas décadas llevamos discutiendo esto? ¿Qué tal ponernos a trabajar? ¿A contar, medir, observar, estudiar, modificar, en lugar de seguir sacando cosas como “valores” de la manga? Nos vendría bien que más administradores a todos los niveles, más consejeros, más maestros y más ciudadanos actuaran y pensaran como Gregorio, no como el secretario.
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Gregorio imparte cursos de matemáticas en una escuela superior en una zona urbana de Puerto Rico. Tres de cada cuatro estudiantes en esa escuela viven en hogares bajo el nivel de pobreza. En el vecindario donde ubica la escuela predominan los edificios de vivienda pública, las casitas dilapidadas y los apartamentos de bajo costo.
El estilo de enseñanza de Gregorio combina tres ingredientes que los estudios revelan como importantes en la enseñanza efectiva: persistencia, altas expectativas, y mejoramiento continuo. Los aplica dentro y fuera del aula. No hace mucho, por ejemplo, notó que uno de sus estudiantes de grado once había obtenido una puntuación particularmente alta en el examen diagnóstico que la escuela utiliza para ubicar estudiantes en el curso de matemáticas de ubicación avanzada (AP.) En su escuela, los únicos estudiantes con acceso a los cursos AP son los seniors, los que están ya en grado doce, pero Gregorio le preguntó al director si podía matricular a este estudiante. La respuesta fue negativa. “Solamente podemos costear un grupo de AP”, dijo el director. “No podemos dejar a un junior entrar, cuando sabemos que hay muchos seniors que se están quedando sin tomar el curso.”
El director estaba genuinamente preocupado por un problema de financiamiento: la escuela no podía pagar maestros que impartieran cursos adicionales de AP. Gregorio no protestó: en el salón y fuera de él, se trata de una de esas personas que evitan la confrontación inmediata. Prefiere una terquedad gentil pero implacable. Se puso a pensar sobre el asunto y en sus posibles soluciones. Como la mayoría de los estudiantes estaban matriculados en una matemática de menor nivel, Gregorio propuso reducir la puntuación requerida en el diagnóstico para entrar al curso de AP. Esto reduciría a su vez la demanda por el curso menos riguroso y Gregorio quedaría no con uno sino con tres grupos de AP. Admitiría a más seniors, y al junior que estaba listo para tomar el curso. Todo ello sin gastos adicionales para la escuela.
La reacción inicial del director fue la predecible. “Es una barbaridad”, dijo. Los colegas maestros de Gregorio se mostraron escépticos. “No pasarán el examen de AP”, dijo una maestra, molesta. “Gregorio les está dando falsas esperanzas a esos muchachos.”
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“Falsas esperanzas”. Es una de esas frases que escucho con frecuencia, cuando de ampliar las oportunidades educativas de los estudiantes más pobres se trata. Cuando hablamos de más universidad para los pobres, por ejemplo, alguien sale siempre acusando a una de inculcar “falsas esperanzas” o de “no ser realista.” Parecería que en nuestro país, la educación de los pobres siempre se tiene que enmarcar en lo “vocacional”, o en lo “especial” para hacer sentido. Nunca en lo “avanzado” o en “la universidad”. Pero volvamos a Gregorio.
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Para Gregorio, el camino estaba claro. “Tendré que repensar, rediseñar la clase”, me dijo. “Pero no me molesta hacerlo, de hecho es algo que hago todo el tiempo… Además, creo que muchos estudiantes son capaces de aprender este material.”
El director se resistió por una semana, pero finalmente autorizó los tres grupos de matemática avanzada, y cruzó los dedos.
No fue fácil, pero Gregorio no se rinde. Cuando notaba que sus estudiantes se rezagaban, les daba lecciones adicionales los sábados. Los veía y practicaba problemas con ellos en la mañana antes de la escuela, durante el almuerzo, y después de la escuela. Siempre estaba dispuesto a ir atrás y reforzar material de grados previos en clase: fracciones, por ejemplo. Exponentes. Álgebra básica. Pero al mismo tiempo comunicaba, consistentemente, expectativas académicas altas.
“En esa clase tenías definitivamente la sensación de que no era una clase que tú sencillamente tomas, o que sencillamente pasas…Ésta era una clase en donde tú aprendes”, me dijo un estudiante unos meses más tarde. “Se respiraba una expectativa de que trabajaras a cierto nivel.”
En lugar de falsas esperanzas, Gregorio le estaba dando a esos estudiantes unas destrezas matemáticas muy reales.
De hecho, casi todos ellos pasaron el examen de AP, algunos con notas muy altas.
Una sonrisa enorme iluminaba el rostro generalmente taciturno de Gregorio cuando me dio la noticia. Lo felicité, y enrojeció.
“Lo hicieron muy bien, los estudiantes” me contestó en voz baja, mirándose el zapato. Luego añadió, un poco más alto: “Yo sabía que ellos sí podían.»
Gracias, maestro.
- De hecho, la calidad de los datos de deserción es tan mediocre que los mismos fueron eliminados del reporte reciente del NCES. Ver: http://nces.ed.gov/pubs2011/graduates/ [↩]