Odio
–Theodor W. Adorno, The Culture Industry, Selected Essays on Mass Culture
El silencio toma control de mi voz, pierdo la posibilidad de invocar fonemas o hasta ruidos indescifrables. Toma forma el colapso de la comunicación. Se traza un nuevo límite y en la periferia la cacofonía del cuerpo contra cuerpo (léase también el signo contra signo) produce el ritmo sin-copado de la tirria. El odio es la profundización de la condición humana y su fragilidad, es la remoción de cualquier oasis en medio del desamparo. Ser odiado es vivir irremediablemente sin refugio.
Descalificar, que cualquier esfuerzo por entender(nos) se haga imposible, es parte de lo que define al odio. El sujeto odiado no tiene posibilidad de articular su humanidad, ha perdido, a fuerza de la imposición a la que es sometido, la oportunidad de darse a conocer. Su existencia es minimizada y banalizada por “la autoridad” de “quien sabe”. La identidad impuesta es la del extranjero o, más bien, la del objeto exógeno. Como sujeto-objeto se le prohíbe expresarse sobre cualquier asunto porque “no conoce” y porque “lo que sabe” no vale ni importa.
El saber del odiado es inconsecuente pues carece de las calificaciones necesarias y deseadas por el sujeto ‘odiador’, por esa autoridad que se impone. Al odiado se le impone el reino del silencio, la vida como infinito desierto. Su medio es parte de su condena: el soliloquio o el continuo pensar-sentir su condición en aislamiento. Cualquier esfuerzo por romper con ella o realizar un intercambio del soliloquio por el coloquio es tratado como la agencia de un enemigo.
El tratamiento del Otro y su cuerpo conduce, en este caso, a la resignificación como enemigo. Control, eso es lo que se persigue y se consigue con la definición e identificación del Otro. Ese control o su posibilidad devienen en un gozo por denotar “superioridad”, tener “la razón” y contribuir (quizá de forma definitiva) en la significación. Hay placer en la oportunidad por determinar quién es, cómo se percibe y cómo se atiende al odiado. Quien se atreva a subvertir con su cuerpo o su mente será el recipiente de un desprecio eterno que se materializa en la marca del cuerpo o el peso de un nombre muchas veces posibilitados por el recurso ad hominem.
La eliminación del enemigo se concibe como el triunfo total, mas también es la génesis de la creación de un nuevo enemigo. No hay fin a la construcción-identificación de un enemigo, es un proceso de nunca acabar. En el afán por nombrar yace, de cierta manera, una vocación inagotable por volver a dar comienzo al odio. Nombrar es llamar a la muerte (física o simbólica), a la desaparición del Otro mientras se desea encontrar a uno nuevo.
Si bien la condición humana es la del extranjero continuo o la del viajero en un desierto, los procesos del odio se interponen a cualquier esfuerzo por conseguir refugio, por hallar algún oasis (aunque temporero). Odiar es negarle el refugio al Otro para exponerlo a la volatilidad del clima y de una masa que clama por su cuerpo.
Solo rasgamos la turbia superficie del odio cuando pretendemos armar nuestros relatos analíticos. Hay cierta fuerza que yace lejos de nuestro alcance, en las profundidades de una vorágine no-racional que se desboca por el control y desaparición del Otro. Ese impulso que nos lanza y que simultáneamente producimos es lo que toma el cuerpo inmaterial del grito y del insulto o el signo material del golpe y la erradicación física. Con la calma exasperada con la que caen los granos de arena en un reloj, así se construye la ralea –esa condición cegadora que se vuelca por la eliminación de lo ajeno, lo extraño, lo distinto, lo incomprensible y lo indeseable.
Una pesada y contundente soledad me arropa. En la penumbra del silencio me hago menos humano.