Racismo precoz
Tuve un episodio de racismo precoz a los tres años de edad. Me duró lo que dura una pescozá.
Se los cuento como me lo contaron porque mi único recuerdo es de una mano gigante, blanca y gigante, con vida propia como la teta de Woody Allen.
Todo comenzó con un viaje en guagua a San Juan desde el Último Trolley. Ya no existía el vagón eléctrico que le dio nombre a ese paraje de Ocean Park frente al mar. Lo habían eliminado en 1946 y desde entonces la transportación pública desde el lugar era en una guagua que te llevaba por el Condado hasta el Viejo San Juan. Era mi paseo favorito y fui dando saltitos desde la casa que mi mamá alquilaba en la calle Cacique hasta la parada.
Cuando llegó la guagua se me salió el corazón del pecho y se montó primero. Estaba llena y me apreté a la falda de mami para que no me aplastaran. Entonces una mano negra y generosa me agarró y me trepó al asiento junto a su hijo, un niño negro retinto de mi mismo tamaño al que no le hizo mucha gracia la idea. Nos odiamos a primera vista. Él por tener que compartir su asiento, yo porque era negro. Solté la frase lapidaria que nadie en mi casa admitió haberme inculcado: “Mami, quítamelo que me tizna”.
Ahí fue que apareció la mano blanca y gigante que por poco me pone la cabeza a rotar como la de la nena de El exorcista. La misma que me separó alma y cuerpo cuando me levantó en vilo para bajarme de la guagua, tomó del piso una hoja de palma seca y me llevó de vuelta a casa dando saltitos, pero no de alegría. Mi racismo precoz fue un asunto de debut y despedida aunque yo no entendía nada.
Papi trató sin mucho éxito una campaña de control de daños.
“Todos llevamos un racista por dentro”, sentenció. Era su costumbre sentenciarlo todo de esa manera. Cuando se ajumaba con un par de amigos republicanos que acababan cantando Preciosa con él, sentenciaba: “Todos llevamos un independentista por dentro”. Una vez le plantó un beso a mi padrino, su mejor amigo, en una barra de Barrio Obrero y ante la mirada suspicaz de los macharranes del barrio sentenció: “Todos llevamos una loca por dentro”. Ese era Ismael. El “llevamos” era un chiste en sí mismo, porque a papi le encantaba marcar la pronunciación de la v de vaca. El veveaba como los españoles sesean.
El chiste sobre el racista que todos llevamos por dentro no le dio resultado. Se formó una pelotera en mi casa que obviamente me confirmó la lección que me había dado la mano gigante: el racista que todos llevamos por dentro es un cabrón. No lo dejes salir. Quizás por eso, poco después mi mejor amigo sería Acán.
Un día, teniendo todavía tres años, decidí que me llamaba Sol Luna en lugar del extraño nombre alemán que me colgaron al nacer. Lo comuniqué a todos los miembros de la familia, quienes me rieron la gracia sin hacerme mucho caso. El único que me prestó atención fue Acán.
Acán era el negro más negro que debía haber visto en mi vida. Más que el nene de la guagua. De esos que tienen lo blanco de los ojos amarillo y unos dientes grandes color marfil en unas encías violeta que cuando sonríen iluminan toda la cara. Acán era flaco y fibroso. No me pregunten cómo es que lo recuerdo con tanto detalle. ¿El trauma de la mano gigante? Lo más probable es que haya conservado una foto mía con Acán por algún tiempo. Eso no era raro porque en mi casa me retrataban con todo el mundo a la menor provocación con una cámara Brownie. Fui hija, sobrina y nieta única hasta pasados los 12 años.
No sé qué edad tenía mi amigo Acán, pero era grande ya. De la edad de mis mayores. Era albañil y trabajaba los sábados en la construcción de la marquesina de la casa de mi tía. Por eso sé que el día que me convertí en Sol Luna era sábado. Inmediatamente Acán comenzó a llamarme por mi nuevo nombre sin una sola pregunta. Por supuesto que lo amé sin condiciones.
Con mis familiares fue otra la historia. Pasaron días antes de que entendieran que no respondería ni a Wildita, ni a Wilda Noemí, ni a Wiwi, ni a Wiwisa, ni siquiera al rimbombante Doña Wilda que me endilgaba una muchacha que me cuidaba y le decía doña a todas las mujeres de la casa, incluyendo al piojo menor.
Poco a poco entraron en onda y me hicieron el juego. Al cabo de par de días ya me llamaban Sol Luna y yo feliz. Ignoro cuanto me duró el follón. Pero los episodios de Sol Luna se repitieron y se repiten. Cuando mi hija tenía tres años, le conté de la identidad que había adoptado a su edad. Decidió llamarse Estrellita y estuvimos comunicándonos como Sol Luna y Estrellita por varias semanas. Mi amiga Sarahí le puso de nombre Sol Luna a su hermosa gata en mi honor. Accedí porque la gata es realmente un primor. La misma Sarahí me llama Sol Luna cuando quiere algo de mí. A veces me siento Sol Luna, me miro al espejo y me llamo yo misma.
El mejor de los homenajes a esa identidad escogida a los tres años lo recibí más de 20 años después del auto bautismo. Ya era periodista. Mi padre me invitó a beber y jugar dominó en su barra preferida en Barrio Obrero. Nada raro. Nuestras juergas eran esporádicas pero seguras. Mi compañero de entonces quiso unirse al convite y papi lo paró como lo había hecho siempre con todos los que querían participar del rendezvous: “Sorry, esto es entre la nena y yo. Tú no estás invitado. Vamos en una misión”. No se crean, Ismael sabía janguear con mis amigos. A los 80 años se me perdió con un par de ellos y no llegó hasta el otro día. Con mis amigas era otro el cuento. Ya para sus ochenta yo estaba en los cincuenta y papi me advertía: “No se te ocurra presentarme a una de tus amigas, son muy viejas para mí”. Ismael era todo un personaje al que me enorgullezco en parecerme… a veces demasiado. En esa ocasión tenía de veras una misión.
Cuando llegamos al lugar, mi padre me dijo: “Aquí te conoce todo el mundo por mí. No porque seas periodista, sino porque eres mi hija, que conste. Pero te traje para que veas quizás por última vez a alguien en particular.”.
Era Acán. No había cambiado mucho aunque lo encontré más pequeño y el pelo lo tenía casi blanco. Lo reconocí en seguida, pero no habría sido necesario porque cuando abrió la boca en su sonrisa iluminada me dijo: ¿Cómo estás, Sol Luna? Me abracé a aquel viejo negro flaco por mucho rato.
Una mañana vi a Acán en Ponce. Caminaba por la carretera número 14 con unas botas llenas de cemento endurecido, kakis y una camisa que fue blanca en algún momento, arremangada en unos brazos blancucinos de polvo. Era Acán. El mismo negro retinto flaco y fibroso. Yo sé que el tipo, obviamente un obrero de la construcción, se quedó de una pieza cuando le pasé por el lado y no pude resistir bajar el cristal y gritarle: “!Adiós, Acán. Soy yo, Sol Luna!”.
La mano gigante me marcó de por vida. Uno de mis primeros noviecitos fue de gran preocupación para mi abuela. Negra de pelo medio lacio y labios finos, Crucita creía que el pelo de Carli era demasiado rizo para sus ojos verdes.
Cuando me entró la furia de parecerme a Angela Davis por poco le da un bioco. “Nena, ¿qué le pasó a tu pelo?” Que me lo lavé y no me hice rolos ni dubby dubby. “Pero si tú eras rubia cuando chiquita”. La camomila que me ponías para aclararme las greñas, vieja.
Exagero y no le hago justicia a mi abuela. Crucita tenía sus resabios racistas conmigo, pero se reconocía como negra y se sentía muy orgullosa de ello. Me lo decía en las largas conversaciones que siempre sostuve con la mejor abuela del mundo. Me contaba “lo linda que era esta negra” cuando se paseaba por la plaza de Caguas con su hermana blanca Estefanía y nadie creía que eran hermanas.
“Ella era blanca pero yo siempre tuve mejor cuerpo porque me lo daba la raza. Aquellas caderas…”. Y abría las dos manos como para explicarme la redondez de sus glúteos. Creo que nunca entendió bien que Estefanía y ella tenían los mismos genes.
Cuando me enseñaba a bailar danza y mazurka criolla – sí, se bailar mazurka -, siempre me aclaraba: “Nosotras nos movemos mejor que las jinchas porque llevamos otro ritmo en la sangre. Ese es nuestro secreto”.
Para ella yo había nacido “blanca” y eso era una ventaja.
“Para que nunca pases las que yo pasé, que me casé con tu abuelo sin la bendición de los Muñoz”. Los Muñoz eran la parte de mi bisabuela paterna. Mi abuelo Jacinto era Ortiz Muñoz y en rebeldía por que doña Isabel despreciaba a mi abuela estuvo firmando Ortiz Ortiz hasta el fin de sus días. Doña Isabel llegó a los 109 años de edad y me llevaron a visitarla una vez. Sin mi abuela, claro. Posiblemente para que viera que Jacinto daba nietos claritos y se muriera en paz.
Mi abuela no quería que sufriera. Eso lo entendí más tarde cuando aprendí a reconocer el racismo que todavía nos corroe como sociedad. He sido testigo del más crudo en Estados Unidos. He sido testigo del más hipócrita en mi propio país.
Hoy me alegro de que mi madre me haya espantado el racismo a temprana edad. La pregunta que siempre me hice fue de donde rayos saqué lo del tizne porque ni sabía lo que era eso. Mi abuela y toda mi familia se fueron siempre de pecho negando que yo haya escuchado semejante barbaridad en mi casa. Lo que dice bien de mi familia. Sabían y saben muy bien que la crianza es cardinal.
Yo me precio de haberlo hecho mejor con mi hija. Nunca tuvo un episodio de racismo precoz que me hiciera sacar la mano gigante. O será que en casa siempre han habido espejos.