The Florida Project
Ha pasado más de un siglo desde que Dickens nos habló del niño que vive en la pobreza y ahora, mucho tiempo después conocemos niños cuyos padres, atrapados en el mundo de la carencia, no pueden darles una vida que les permita existir como los que tiene un hogar fijo (aunque, como sabemos, a veces podría ser peor). El director Sean Baker, quien escribió el guión con Chris Bergoch, entra en la historia que nos propone con un especial sentido de orientación social y realismo. Su paso es firme a través de un terreno en el que se oculta la condescendencia, la posibilidad de sentimentalismo como aderezo a una ensalada que, no importa cómo la probemos, tendría gustos amargos, y evita la tendencia a convertir la cinta en panfleto social. De todas se va cuidando Baker y, de hecho, su mano va apretando la tuerca para que veamos la irracionalidad y sin sentido que posee a muchos que han sido separados de unas relaciones sociales “normales”. Me refiero por “normal” a personas que tratan de resguardar sus vidas del peligro que es estar vivo, y que buscan la forma de proteger a los seres queridos que los rodean.
Moonee (Brooklynn Prince) es una niña de seis años que vive con su mamá Halley (Bria Vinaite) una joven que no tiene trabajo y tantas malas mañas que nadie la quiere de empleada. Bocona, volátil, violenta y mentirosa, se las busca para vivir vendiéndole perfume a los turistas que buscan hospedaje en los hoteles cercanos al motel de tercera categoría en el que vive: El “Magic Castle”. El motel no está no muy lejos de Disney World. La niña, cuya precocidad incluye tener como su madre una boca suelta y presta a decir malas palabras, se la pasa casi todo el tiempo sola con dos amigos, Dicky (Aiden Malik) y Scooty (Christopher Rivera), que viven con sus padres en el mismo motel. Los tres deambulan por las cercanías de donde viven y hacen maldades de niños de su edad, aunque a veces se propasan con los adultos de palabra y hecho; a veces son castigados. A pesar de sus travesuras se ha encariñado con ellos Bobby (Willem Dafoe) el gerente del motel, quien logra mantener a sus inquilinos estables y fuera de problemas siendo paciente, y porque su bondad lo hace susceptible a los problemas de partes de sus vidas.
Los que viven en el motel son tan pobres que un grupo de una iglesia cercana pasa cada semana a regalarles comida a los más necesitados. Los lazos que unen a los niños se estrechan porque las madres se ayudan unas a las otras, pero ocurre algo que separa a Dicky del grupo (su padre se lo prohíbe) y se une Jancey (Valeria Cotto) una nueva amiguita que vive en un motel cercano. Además, Dicky y su padre se mudan a Nueva Orleans, algo que causa mucho dolor entre los niños y los vecinos. Baker va cubriendo este terreno enfatizando la inocencia de los niños, quienes juegan a simular como suenan los vientos intestinales, a escupir los carros desde pisos más altos, y otras tonterías irritantes que los niños suelen inventar. Algunas, muy serias y peligrosas.
La capacidad de inyectarle humor a todo este preludio nos va preparando para las cosas más escabrosas que han de entrometerse en la vida fantástica que es vivir en una burbuja poco inflada que solo promete lo menos posible. Los detalles del filme son geniales. El Magic Castle (y algunos edificios cercanos) esta pintado de violeta claro y semeja un sueño mal localizado en la cuaresma, pero me parece que, dado quienes lo habitan, es un símbolo hermoso de la inevitabilidad. Me pareció también que es, con tod0 propósito, la antítesis a la belleza formal de “The Grand Budapest Hotel” (2014) donde todo era oro. Aquí, todo es chatarra, y el exterior puro barniz. Es de cierto modo un lugar utópico que se encuentra cercano a la máxima utopía infantil que es Disney World. Cuando pensamos en los niños que van de mano de sus padres a la fantasía disneyiana y en los niños que viven en “The Magic Castle”, el contraste parece ser el epítome de la ironía. La sensibilidad de Baker se desborda en lo que me pareció la escena más triste y más escueta en la película. Cuando Dicky se marcha a Nueva Orleans el auto de su padre está tan lleno de cosas que tiene que regalar los pocos juguetes que tiene. Lo hace con la tristeza del niño que pierde lo que suele representar sus ilusiones. Los reciben con alegría matizada de vergüenza los niños que tiene pocas ilusiones. La escena no se regodea en la obvia pesadumbre y permite que suframos la situación sin que nos hurgue con el aguijón de la culpabilidad.
El filme es un logro de muchas formas, pero me parece que hay que reconocer que tenemos en Baker un encantador de niños actores y que no hay nadie que le haga sombra en ese sentido. La niña Brooklyn Prince es absolutamente genial y una actriz que ya sabe cómo su rostro o su cuerpo ocupa una escena o cuando está en primer plano en la pantalla. Todos los niños funcionan como actores sin que se note. Tal parece que el camarógrafo pasó por el lugar, vio unos niños jugando, y decidió filmar sus peripecias.
Fue W. C. Fields quien dijo que ningún actor debería compartir una escena con un niño o un perro porque llevaría las de perder. Willem Dafoe les habla, los sigue, los protege y logra sin esfuerzo que su presencia tenga peso y que deseemos a veces que aparezca como salvador, como deus-ex-machina, como entendedor de que no hay escape.
Dickens le dio a Oliver Twist, al fin y al cabo, un abuelo rico y una forma de escape de su pobreza y su condición de pordiosero. Baker ha confeccionado un pastel más duro, y su ironía y sarcasmo es contra el mundo que continúa separado a los humanos en grupos “económicos”, pero como verán, Moonee va de “Magic Castle” a “Magic Castle” guiada por una mano amiga. Al fin la ironía y el sarcasmo tienen su propia utopía.