Una poética del olvido
Texto leído el pasado mayo en ocasión del homenaje a Sylvia Molloy en la Universidad de Nueva York, una celebración de su extraordinaria carrera en el momento de su jubilación. Durante este año académico estaré dirigiendo en esa misma universidad el Programa de Escritura Creativa que ella fundó.
Sylvia,
Los que hemos venido para hacerte el homenaje habremos tenido que repasar algunas páginas de tu obra. La experiencia nos ha dejado insomnes, con fríos ojos conmemorativos, como dice el último verso del soneto de Dante Gabriel Rossetti, A Superscription, que usaste como uno de los dos epígrafes con que arranca tu novela El común olvido. Nadie mejor que tú para conocer la fuerza del mandato de los epígrafes como figuraciones alevosas del texto que custodian con su autoridad. Para leer los epígrafes tuyos, sigilosos y reticentes, habría que tener algo de tu traviesa perspicacia al leer los de Sarmiento. Por ahora tendré que conformarme con aludir al título de ese soneto fulminante de Rossetti como una definición de lo que acaso sea una conmemoración. En toda conmemoración habita una sobreinscripción.Un epígrafe de cierta manera, de por sí, ya lo es: una escritura que revolotea la que antecede, anunciando y revelando sus costuras. A Superscription sería, en este caso, una invitación para que veamos, en el acto de la escritura como tal y en la tuya en específico una doble escena, en la que junto al texto que estamos leyendo, aparece siempre un segundo texto, sobre-indicado. El sobre índice aparece arriba y ligeramente al lado del final de la palabra, como sucede con las llamadas a la nota al calce. No sería demasiado exagerado, quizás, identificar como resorte generalizado de tu escritura el gesto del llamado de la glosa, ese comentario diacrítico que abre una llamada al margen, anunciando siempre, de refilón, la presencia de un lector al sesgo del texto, un lector que reformula literariamente las interpretaciones del crítico o viceversa, un lector para el que todo acto literario procede de alguna fuente crítica. La sobreinscripción, más que referirse a un “por encima” flotante de la escritura, alude realmente a un fondo que controla lo que gobierna la llamada. Una nota al calce que pareciera llamarse desde arriba, es realmente un bajo fondo en el que sobrenadan el torbellino de las fuentes y las interpretaciones como esa otra cara refleja, infusa y dispersa de la memoria. Ambas escenas de una misma escritura se llaman y se miran, si leemos ahora un poco más de cerca el soneto de Rossetti, como el que escucha el ruido del Mar muerto en un caracol, o mira a través de una pantalla embrujada por el tiempo, insomne:
Unto thine ear I hold the dead-sea shell
Cast up thy Life’s foam-fretted feet between;
Unto thine eyes the glass where that is seen
Which had Life’s form and Love’s, but by my spell
Is now a shaken shadow intolerable,
Of ultimate things unuttered the frail screen.
Por eso, en tu caso y de tantos modos, tu escritura está llena de tantas otras, porque en ella, como en la de Borges, se aúpa una legión de lectores concurrentes. Por eso no me da demasiada vergüenza admitirte que el lazo que me une a tu sobreinscripción es apretado por la caricia letal de mi propia sobre identificación. En materia de lecturas, lo admito, soy una inveterada loca vestida. Cuando escribo, que es decir, cuando sigo leyendo pero pretendo que piensen que estoy escribiendo, admito que he sido Judith, he sido Doris, he sido Josefina, he sido Avital y, por supuesto, he sido Sylvia. Basta con entrar a la intimidad de mi tocador para encontrarse con las pelucas. La tuya se ha ido blanqueando poco a poco con el tiempo y cada vez se nota menos la diferencia entre tu cabellera y la mía.
Leyendo las páginas de su Loser sons, un libro que se deja leer como una poética del vaivén, Avital Ronell le hace el elogio a las bondades de la identificación, que ella llama, por cierto, sobre identificación. Nuestros tiempos, dice Avital, están peligrosamente carcomidos por el narcicismo de la tecnología, plagados de adminículos que fabricamos para que se parezcan a nuestras pequeñas fantasías plenipotenciarias. De ese narcicismo sólo nos salvan las identificaciones poderosas. Las de ella son casi todas masculinas: confiesa que ha sido Derrida, Lacoue Labarthe, Pynchon, Rousseau, pero también Sarah Kofman. Yo tampoco he sido solamente mujer. A veces, soy Manuel Ramos Otero.
El narcisismo es un querer tener. La identificación es un querer ser. De esta lucha cara a cara entre el narcisismo primario, que nunca está demasiado lejos del placer masturbatorio y la identificación, que nunca está lo suficientemente lejos de la cosa materna, parece jugarse, de muchos modos, el escenario de lo político, de lo político como un atravesamiento posible de lo cultural. Lo político como el rescate del pasado, del pasado que hay que hacer aparecer para contrarrestar la violencia del presentismo virtual, del narcicismo de lo inmediato que nos rodea y nos sitia. Es de ese modo que lo político será siempre la posibilidad de lo histórico. Hay que advertir: no es lo mismo hablar del recate que hablar del regreso del pasado. Al pasado no se puede regresar, pero, de un modo no siempre verificable, se puede rescatar. Es de ese modo que puede entenderse tu incursión crítica en la literatura del siglo 19 y la primera parte del siglo 20 en Hispanoamérica, así como tu propia poética como escritora.
Es de ese modo, por ejemplo, que entiendo también el imposible pero necesario regreso de Daniel, el narrador de El común olvido a Buenos Aires, esa ciudad que no es la de él, que es la de su madre, de su madre muerta, de su madre que le impone ese regreso a una ciudad madrastra para que descubra allí un secreto, el secreto de su madre lesbiana muerta, el secreto del amor de su madre, de cómo era que su madre amaba, y de cuál era el objeto del deseo de ella. He aquí una extraña definición de la historia. La historia como el secreto del amor de una madre lesbiana muerta. Este sería un secreto incluso anterior a la historia misma, el origen de su comienzo, o acaso podría pensarse como su condición fundante, una fundación, si seguimos a Freud, y a la lectura que hace Judith Butler de Freud, que no sólo parte de la prohibición del incesto, sino que la relaciona con la prohibición específica del deseo de la homosexualidad femenina.
En esa dolorosa lección histórica, este narrador, (que es también la máscara de una de tus identificaciones posibles), aprende además la diferencia crucial entre lo que es un recuerdo y lo que es una reliquia. Llega a Buenos Aires para esparcir las cenizas de su madre con un puñado de pedazos de escritos de ella y, entre ellos, un billete viejo que su madre nunca gastó y que sacó de circulación. Benjamin nos ha alertado cómo lo histórico no debe confundirse con la fatua creencia en la rehabilitación, es decir, en el rescate de la experiencia difunta. La reliquia aspira a permanecer en el recuerdo, nos dice Benjamin, que él llama baudelerianamente el souvenir. A mis oídos se les hace difícil distinguir ese souvenir que es el recuerdo de la pérdida, de un uso más reciente de la palabra, el de la conversión del vocablo en un galicismo del consumo, un pedazo de recuerdo fosilizado en el objeto que se separa del contacto con su origen sacrificial. Benjamin ha dicho que el souvenir es una secularización de la reliquia. La reliquia, por otra parte, es una moneda sacada de circulación, un fragmento de cierto modo inarticulable, el cuerpo que resta de todo lo difunto. Habrá que preguntarse, y eso lo haces en toda tu obra, pero sobre todo en la última que has compartido, Desarticulaciones, ¿qué queda de lo inarticulable en las desarticulaciones, como atisbar el fuego de lo sagrado en las ruinas del olvido? ¿Cómo preservar la reliquia en el recuerdo, cómo convertir la memoria en un acto conmemorativo, que pueda ser compartido ceremonialmente, a través de una ritualización posible? Ese podría ser un gesto atávico, un impulso recurrente para tu ejercicio de la escritura. Una clave se encuentra en uno de tus epígrafes para Las letras de Borges, al principio de la segunda parte. Es del S/Z de Barthes, y reza: Precisamente porque olvido, leo.
Este hijo narrador, Daniel, regresa a Buenos Aires para enfrentarse con las reliquias de su madre, confundidas entre dos escrituras que se miran: la de sus fragmentos y la de sus cenizas. Acaso sus escritos sean lo que resta de su cuerpo difunto, porque el único lugar de la reliquia es ése, el del cuerpo difunto, un cuerpo descompuesto que no se puede besar. Ya no se parece al cuerpo de la madre viva. Ese cuerpo que no se puede besar de El común olvido se convertirá en el cuerpo con el que no se puede hablar, en Desarticulaciones, porque la sinapsis ha roto violentamente el vínculo de la memoria de los cuerpos. La madre viva no era la que creíamos, la que creíamos saber, aquella cuyo modo de querer carece de punto de contacto con nuestro deseo de saber. Hasta qué punto la escritura de la historia sea ese dardo envenenado dirigido al centro del sagrado corazón ensangrentado del falogocentrismo, del sagrado corazón de un hombre, de Daniel, un hijo homosexual en este caso, en busca de su madre para corroborar sus fantasías edipales, para reencontrarse con ella, con la patria de su madre, como una verificación replicante y obediente de un pasado que se revele sin rebelarse. La búsqueda de ese pasado inerte, a la espera de su corroboración, es una coartada cobarde, y esto se lo dice a Daniel su propio amante venezolano, Simón. Tratar de recordar el pasado puede ser una coartada para no tener que asumir la responsabilidad de inventarlo, para rehusar el llamado ético de la ficción. En el fondo de toda identificación anida el relicario de la otredad de la madre lesbiana, de su extrañeza radical. Es esa la voz del llamado a la escritura y a la invención. Por eso hay que identificarse, para que pueda ocurrir el rigor de la desidentificación.
Yo también, cuando soy tú, pero tú en trance de ser yo, Sylvia, (porque sé cómo escribes para parecerte a mí) me convierto en el lector ávido y un poco desilusionado de los deseos de mi propia madre. Y cuando digo mi madre me refiero tanto a la madre abuela costurera que me crió como a la madre lesbiana que sólo conocí en mi niñez, aunque en mi memoria la una sustituye y excluye a la otra. Por eso, de todos tus textos, me conmueve tanto el micro relato que titulas Homenaje. Déjame leerte sus líneas iniciales: “Plumetí, broderie, tafeta, falla, gro, sarga, piqué, paño lenci, casimir, fil a fil, brin, organza, organdí, voile, moletón, moleskin, piel de tiburón, cretona, bombasí, tobralco, terciopelo, soutache, cloqué, guipure, lanilla, raso, gasa, algodón mercerizado, bramante, linón, entredós, seda cruda, seda artificial, surah, poplin dos y dos, dril, loneta, batista, nansú, jersey, reps, lustrina, ñandutí.” De chico me acostumbré a jugar solo. Mis primeros juguetes fueron los pedazos de tela que se caían al piso de la máquina de coser de mi abuela. Pronto aprendí a ensartar retazos, ensayando combinaciones posibles, que traspasaba con un pinche al que le amarraba del otro extremo una moña de hilo que tensaba a presión y de pronto soltaba para que surgiera del trenzado una voluminosa cabellera azul, roja, amarilla o del color del hilo que hubiera disponible en el suelo.
Mis primeros juguetes fueron esas muñecas rudimentarias e improvisadas desde el suelo. Ese suelo del salón de coser de mi abuela se convertía en un bosque infinito por el que corría una doncella desesperada huyendo de, o al encuentro con, según fuera la ocasión, un príncipe misterioso que nunca llegó a aparecerse por ninguna parte. Uno de mis primeros contactos con la diversión fue la caja de costura de mi abuela. Por eso quizás es que me siento tan a gusto en la caja de costuras de tu Varia imaginación, que es también la de tu madre, Sylvia, y siento que acaso un escritor, un crítico, no sea otra cosa que el heredero del legado de un costurero. Allí, como en una caja de Pandora abierta y desbordante, y en el interior más doméstico, junto con las agujas y los dedales, habitan todos los géneros posibles, y cada uno, cuando invocamos su nombre, se vuelve misterioso y extraño.
Se me ocurre que una mutación posible de ese costurero originario sean, en tu poderosa y varia imaginación, las letras de Borges. Escribes ese libro definitvo de la crítica hispanoamericana, Las letras de Borges, en un momento crucial de la canonización y consagración de Borges como figura del mercado internacional de las letras y te dedicas a restituirle a su obra el poderío de la desfamiliarización, para que se les restituya el brillo del género, cada palabra un retazo deslumbrante, cuya luminosidad fragmentaria hay que defender de los relatos fatuamente coherentes de la fama, porque a un artista hay que defenderlo sobre todo de la coherencia. Lo más valioso en Borges, lo adviertes de un modo extraordinario, es cierta “inhospitalidad recíproca”, cito tu magnífica frase, y, por ende, el gesto crítico debe aspirar a responderle a esa extrañeza que se incorpora. Hay un vaso comunicante entre esos relatos y versos breves de Borges y tus propios micro relatos, en ambos se aspira a mantener intacta la textura singular del género, de cada tela. Porque lo único que vale la pena recuperar de un cuento, de una tela, o de un rostro, y aquí evoco la cita de Proust que te sirve de epígrafe inicial para Las letras de Borges, es la rareza de sus extraños caracteres.
Una de las condiciones de posibilidad para todo el que aspira a recordar es cierto trato con la morfología de la ruina. La reliquia es siempre la reliquia de una ruina. Lo reconoces con precisión en tu lectura de las memorias de infancia de la Condesa de Merlín, cuando hablas de cuán difícil se le hace a los contemporáneos masculinos de la Condesa aceptar lo que se convierte para ella en nada menos que su condición de acceso a la escritura: la pérdida, la pérdida de la lengua materna, porque ella escribe en francés lo que recuerda en español, la pérdida de la patria, porque recuerda a una Cuba a la que no habrá de regresar, y la pérdida del hogar de la infancia, esa infancia que habrá que volverse a inventar mediante los trucos prestidigitadores de la memoria. Como lectora de la Condesa de Merlín se nos aparece uno de tus rostros más extraños y seductores, la orfandad de la lengua materna en ti misma, un bilingüismo de tres lenguas, por el que todo lo que escribes se convierte en una recurrente desconstrucción, sobre todo si definimos la desconstrucción de un modo elemental como más de una lengua. Lo desconstruído es lo previamente traducido. En ese más de una lengua se aparece siempre, como en otra escena, siempre fuera del marco de visión, esa lengua otra que suscita el desplazamiento y pospone infinitamente la satisfacción. La orfandad bilingüe abre una poderosa caja de costura para el ejercicio de la melancolía. El exilio es tanto el exilio de la patria como el exilio de la lengua materna. Entre el cuerpo bilingüe y el vientre de la madre lesbiana se abre una brecha inmune a la nostalgia, es la brecha de la mala madre desplazadora, susurrando al oído, como el que oye a través de un caracol, que el ser no tiene casa suya.
Es de esa orfandad constitutiva de la que la narradora de Desarticulaciones da fe en su encuentro con ML, cuya memoria está devastada por los desastres del Alzheimer. En esa memoria, las palabras se van yendo de la casa para siempre. ¿Qué le queda a la metáfora frente a la puerta de la sinapsis, ese hueco, ese vacío siniestro que se abre como la cripta definitiva del olvido? “M. L. es incapaz de decir que ella misma ha sufrido un mareo, pero es capaz de traducir al inglés el mensaje en que L. dice que ella, M. L., ha sufrido un mareo –consigna la narradora–. Lo último que queda es el vestigio de la traducción, la traducción como un puente que viene desde el Otro, una muleta de la memoria: no puedo recordar pero puedo traducir, puedo incluso editar. Sólo queda traducir, que es decir, un repetir, un repetir de algo que ya no está ahí, la varia entonación de la pérdida. Es ese quizás el espacio verdadero para una literatura menor.
La varia entonación de la pérdida es uno de los trabajos necesarios para la elaboración consecuente de una poética del olvido. Vislumbro, por ejemplo, una hermandad imprevista entre el olvido de ML, que es un olvido real y definitivo, y el olvido en la Autobiografía de Juan Francisco Manzano, que es un olvido simbólico. No obstante, el látigo del olvido se ceba por igual en los cuerpos dolientes de una amnésica y de un esclavo. No puede pasar desapercibido que hayas salido al auxilio de ambos. A ML fuiste a defenderla de ella misma. A Manzano, en tu extraordinario libro sobre la autobiografía en Hispanoamérica y el Caribe, lo tuviste que defender de sus emancipadores, de sus editores y de sus mismos traductores, empecinados en convertir su texto en un reducto genérico, anónimo, de sus ideologías, en un estandarte para sus miserables criterios de corrección. Abandonaste la autoridad del Doctor, que diagnostica y prescribe y te pusiste la cofia de la enfermera, la que asiste, adereza las heridas y vela el sueño del paciente. Lo más importante que un traductor defiende es la singularidad del texto, que es lo mismo que decir, la precariedad del cuerpo, su ortografía, la huella de su voz en la letra, de su pasado, de su historia, el metal de un dolor sin nombre. El que traduce se pone al servicio de una ausencia que recorre la fragilidad de un cuerpo que sólo podemos atisbar en su continuo desplazamiento. Acaso se trate de ser el custodio de un silencio que rebasa la expresividad de todo posible testimonio, un estar ahí de una voz que no suena. Una traducción es eso, la escucha de esa voz, de ese estar mudo, de ese texto otro que nos implora que lo conmemoremos.
Lectura, escritura, sobreinscripción, autobiografía, traducción, glosa, recuerdo, reliquia, epígrafe, olvido, ruina, escucha, pérdida, conmemoración. Los géneros se salen del costurero y caen todos a mis pies. Acaso sea éste el itinerario posible de toda identificación. ¿Y para qué llega el Otro, sino es para quitarnos el sueño con un regalo inesperado? Sleepless, with cold commemorative eyes. El que se identifica, termina siendo el anfitrión y el siervo de una huésped extranjera, extrañamente seductora, que nos trae un regalo que sólo nos resta aceptar incondicionalmente y agradecer. Pero, ¿cómo agradecértelo, Sylvia?