Abuela
Mi abuela iba a misa todos los domingos, mi abuelo se quedaba en casa leyendo.
Al principio yo iba a misa con mi abuela. Pero la misa me daba mareos y náuseas, y mis náuseas le daban a la abuela vergüenza. A saber qué misterio somatizador las causaba, pero, eventualmente, la repetición de mis náuseas dominicales convenció a mi abuela de que tal vez alguna cosa había detrás de mis “changuerías”, y me dejó quedarme en casa, como mi abuelo, también leyendo.
Por suerte para mí, había mucho que leer en esa casa. No había orden en la biblioteca, no había instrucciones, ni un currículo de cultura general que guiara mi selección de textos, pero sí había variedad y libertad. Aunque me prohibían los programas televisivos con cualquier ingrediente, por remoto que fuera de sexo o violencia, mis abuelos nunca o casi nunca me censuraron los libros, así que leí más o menos lo que me daba la gana y me enteré de lo que quería.
A falta de orden o intención pedagógica en mis lecturas, mi mente las dividía en sus propias categorías nativas: libros de “antes” y libros de “ahora”. Otra categoría, más compleja, eran los libros “de lejos” y los “de cerca” o “aquí”. Por ejemplo, si un libro me parecía lo suficientemente ajeno en paisaje y lenguaje, digamos como los de Kipling o C.S. Lewis, era “de antes” y “de lejos”. Casi todo estaba convenientemente escrito en o traducido al español, y las traducciones, mexicanas y españolas en su mayoría, eran buenas, o al menos eso creo. Alicia en el país de las maravillas, por ejemplo, era una edición preciosa de bolsillo y carpeta blanda, anotada profusamente por el traductor, con los dibujos originales del autor, un librito amarillo que me encantaría tener hoy conmigo.
Así, leí obras como Jane Eyre, Mujercitas, Historia de dos ciudades, las Sonatas de Ramón del Valle Inclán, Rosaura a las diez, Los bandidos de Río Frío, La hija del capitán, La Odisea, La Iliada, La Eneida, La hojarasca, Cien años de soledad, Cumbres borrascosas, Marianela, María, Marta y María, Mafalda, Asterix, Hamlet, Las crónicas de Narnia, Los cachorros, Cuentos de amor, de locura y de muerte, Los tres mosqueteros, muchos más, todo lo que hubiera, todo amarillento y apolillado, todo mezclado y desordenado en mi cabeza infantil. Nadie me decía que leer era bueno o que leer era malo, nadie me premiaba o castigaba por leer, leer era lo que había, lo que se hacía, y yo leía: de día, hasta que alguna amiguita del barrio viniera a buscarme para jugar; de noche, hasta pasado el umbral del sueño.
Una navidad, mi abuela me regaló una lámpara de mesa que parecía un hongo amarillo. Yo no estaba acostumbrada a los regalos, y esa lámpara fue mi regalo favorito. A partir de entonces, cuando me quedaba con ellos, leí en la cama todas las noches, acostada de lado, hasta que me dolían los ojos o me quedaba dormida. Mi abuela me gritaba te vas a quedar ciega, muchacha, amenazaba con quitarme la lámpara. Una noche se metió en mi oído derecho una mariposa nocturna. Recuerdo que estaba leyendo Goriot, el padre. Recuerdo también que yo no estaba logrando entender completamente lo que ocurría en la novela, aunque la asociaba de algún modo con los eventos narrados en Historia de dos ciudades. Recuerdo sobre todo mi sorpresa ante la premisa básica del libro, que contrastaba con mi poca experiencia del mundo–un padre que se arruina para darle todo a sus hijas, dos hijas que rechazan al padre que les da todo. Recuerdo que, distraída como estaba con la lectura, le pegué manotazos a mi oreja para ahuyentar al insecto, que de pronto reaccioné y sentí pánico, que corrí al baño y me eché agua en el oído, ahogando así al intruso, que pasamos horas en la sala de emergencia de un hospital local esperando que el doctor extrajera el pequeño cadáver con la inyección de un chorro de agua, que mi abuela estaba lívida y repetía te lo dije, te lo dije, y que a pesar de todo el lío no me quitaron la lámpara.
A veces, cuando el texto era un poco complicado y en inglés, le pedía a mi abuela que me lo leyera en voz alta, en español. Pero aunque en casa se leía, leer era visto como una actividad individual, y mis abuelos pensaban que cosas como leerle a los niños o peor aún, hacer la tarea con ellos, eran ñoñerías. Mi abuela a veces me complacía, pero lo hacía breve e incómodamente, encaramándose en mi cama con una sola nalga y en el ángulo preciso para salir huyendo a la menor provocación. Cada dos o tres párrafos me ofrecía un diccionario, alegaba tener sed o bostezaba escandalosamente.
Mi abuelo, que casi no hablaba, empezó a dejarme libros sobre la cama, como quien no quiere la cosa. Nuestra relación, hasta entonces más o menos inexistente, empezó a surgir pequeña, silenciosa. Él dejaba un libro en mi habitación de vez en cuando, yo lo terminaba y lo dejaba sobre su escritorio, a los pocos días me dejaba otro. Mi abuelo leía hasta las dos o tres de la mañana. Muchas noches, yo hacía lo mismo. No hablábamos del asunto, pero sé que éramos cómplices del insomnio, de la lectura, de la lectura insomne.
Mi abuela, por su parte, fiel creyente en los horarios fijos, leía de una a dos de la tarde (antes de la siesta) y de nueve a diez de la noche (antes de dormir). Leía siempre en la cama, acostada bocarriba, acunada en la certeza de su rutina.
De adulta, descubrí y aún descubro que para la familia y para otros, mi abuelo era considerado “intelectual” y mi abuela simplemente “ama de casa”. Se equivocan. Y esto lo supe siempre o al menos casi desde que recuerdo. Mi abuela leía Vanidades y Buen Hogar, sí: Pero, bajo y sobre las revistas se amontonaban libros, libros buenos. Sus favoritos eran los de García Márquez, Vargas Llosa y Poniatowska. Cuando Isabel Allende publicó La casa de los espíritus, mi abuela y yo lo leímos en paralelo, en la misma dulce complicidad que rodeaba toda actividad de lectura en casa. Yo leía cuando ella hacía otras cosas, pero devolvía el librote a su mesa de noche para que ella lo encontrase en su lugar. Hace mucho que llegué a la conclusión de que mi abuela era, en el fondo, la más “intelectual” de todos nosotros y que si hubiese nacido en otro tiempo, clase social o circunstancia, hubiera terminado por sacar un doctorado en alguna cosa.
Mi abuela nació en Hatillo, hija de abuelo Vicente y “abuelitita” Marina. Hija también del escándalo: siendo mi abuela muy niña, su madre dejó al marido y a los hijos y se convirtió en una de las primeras mujeres abiertamente divorciadas del pueblo.
La sintaxis de la oración anterior probablemente debe ser, en honor a la verdad, algo como “dejó a su marido, se convirtió en una de las primeras mujeres divorciadas del pueblo y, por lo tanto, dejó también a sus hijos”. Es poco lo que se sabe hoy de Marina, es poco lo que recordamos los que escuchamos a alguien decir algo sobre lo que pasó, y aquellos que vivieron la época de la caída de Marina —de gracia desposada a desgracia y a chisme— están todos muertos. Así que no tenemos conocimiento directo de los eventos que llevaron a la orfandad práctica de mi abuela.
Sí sabemos lo siguiente: Vicente era un señor “grande ya”, como le decían en esos tiempos y todavía a las personas que pasan de los cuarenta, cuando se casó con Marina, que tendría entonces unos quince años. Se la llevó a su finca, un tanto apartada del pueblo, y allí la preñó rápidamente. Nacieron, uno detrás del otro, Tío Cheo, Titi Luisa y mi abuela, Carmen Ana. Carmen Ana, Can, la vieja, mi abuela.
No sé si Vicente le pegaba, pero sospecho que el matrimonio de mi bisabuela fue, con o sin golpes, violento e insoportable. El caso es que un día, tendría entonces veintipocos, Marina dejó al marido y pidió el divorcio. Pedir el divorcio la descalificaba como madre ante los ojos de cualquier juez. Sus hijos vueltos un imposible, imposible también su vida en un pueblo donde la gente no se divorciaba, Abuelitita se fue de Hatillo y creo, pero no estoy segura, que también se fue por un tiempo del país.
Hay más en la historia. Si algún tabú le quedaba a Marina por romper después de divorciarse, era el de enamorarse de un negro, y eso hizo. No solo se enamoró de un señor negro, sino que (con o sin papeles, eso no lo sé) vivió con él. Pensar ahora en la vida de Marina me recuerda la explicación que un colega antropólogo me dio una vez apropos del suicidio social de una conocida japonesa que dejó marido, hijos, y hasta su familia natal, y se fue a vivir una segunda vida tras ser descubierta su infidelidad: me dijo que una vez rompes la fachada (de la familia o lo que sea que le da significado social a tu vida) sólo tiene sentido matarte. Esta muerte puede ser literal, pero no tiene que serlo necesariamente, e intuyo que como la muchacha japonesa, mi bisabuela decidió agarrar sus motetes, despedirse de sus hijos, morir y renacer para vivir una segunda vida, esta vez sin las trampas de la norma y el tabú.
Tras la partida de su mujer, abuelo Vicente repartió a los muchachos (como cachorritos, me dijo mi prima una vez y a mí se me llenaron los ojos de lágrimas por esos niños que eran entonces mi abuela y sus hermanos) y así, Tío Cheo se fue a vivir con unos primos, tití Luisa con una tía y mi abuela con sus primas Eva y Prova, en la casa de la madre de estas últimas, la formidable Tía Micaela, reina benévola y tirana de una casa de campo en Hatillo.
Si Marina, mi bisabuela, trató de encontrar la felicidad en el amplio espacio que se despliega más allá de la frontera de la norma y el tabú de pueblo, mi abuela empezó, bajo la tutela de tía Micaela, a hacer todo lo contrario, a aprender norma y tabú a pies juntillas, a practicar las destrezas esenciales del auto-control, la mesura, el dominio de las pasiones propias y el juicio ponderado de las ajenas. Los cabellos aprendieron a ser casi lacios a fuerza de 100 cepilladas nocturnas, la voluntad aprendió a superar la inclinación, las manos aprendieron a tejer, coser y bordar.
Mi vieja resultó ser una estudiante excepcional y obtuvo becas, primero para el bachillerato, luego para la maestría. Creo que la escolaridad le sirvió para canalizar un poco el ímpetu amarrado y las pasiones domesticadas. Pero también, me parece, había consideraciones prácticas que explican por qué las primas no continuaron estudios más allá de la escuela superior y mi abuela sí: el compromiso de la tía Micaela terminaba en los dieciocho de mi abuela. Era un secreto a voces, y uno que mi abuela en voz alta, tal vez un poco demasiado alta, decía NO resentir. Eso creaba una situación delicada: o casaban a mi abuela jovencita (y ya sabemos lo mal que había salido ese cálculo con Marina) o la ponían a estudiar para que consiguiera un buen trabajo. Todos parecen haber cooperado para facilitar la segunda opción.
Ambos grados fueron en economía doméstica, no tanto por vocación como porque, según las normas sociales que mi abuela insistió siempre en seguir al pie de la letra, había que estudiar algo lo más femenino posible. Obtenida la maestría, trabajó en el sistema de servicios sociales evaluando (creo que esto no es casualidad) hogares adoptivos. Sospecho que subir colinas en burro y conocer gente y paisajes nuevos le gustaba más que meterse a la cocina. Pero eso nunca me lo dijo. Cuando se lo decía yo, simulaba enojarse con un gesto encantador y coqueto, un movimiento que parecía pretender pegar la oreja y el hombro derechos y a la vez levantar la comisura izquierda como si pudiese, con esa media sonrisa, alcanzar o al menos apuntar hacia el cielo. Y me aclaraba que no, que atender marido e hijos era lo más importante, lo más gratificante, lo mejor.
Cuando mi abuela decía una mentira, o una media verdad, lo hacía solo porque consideraba la mentira en cuestión importante o necesaria. Lo hacía además muy mal. Sus labios finos se hacían visiblemente más finos, y sus grandes ojos, del color de la miel, se hacían aún más grandes, enormes, como si estuviera haciendo un esfuerzo para no pestañear.
Mi abuelo Juan Luis había sido su primer novio. Su relación empezó en la niñez. Mi abuelo solía buscar driftwood en la playa para llevarle pedacitos a mi abuela, Toma Can, un sofá para tus muñecas, le decía. Gracias Juancho, le contestaba mi abuela, con los ojos bajos como la “nena bien” que era. Un día mi abuelo se fue a estudiar, primero a Nueva Orleans, después a México, y en algún momento se le desapareció, se le despistó, se le perdió, sus cartas dejaron de llegar. Hija del escándalo y salvada por la tradición, mi abuela esperó, paciente pero no quieta, trabajando y estudiando. Pero cuando resultó más escandaloso esperar –y quedarse “jamona”– que el no esperar, aceptó a otro novio. Estaba a punto de cumplir treinta años.
Mi abuelo era despistado, pero no tanto. Cuando se enteró del novio nuevo regresó inmediatamente, anillo en mano. Es un anillo de oro blanco, de buen gusto, pero no ostentoso, decía mi vieja. Su diamante solitario es probablemente, para los estándares y el bling de hoy, bastante pequeño. El viejo puso ese anillo en mi dedo anular hace algunos años, el día que mi abuela murió, y ahí está ahora, mientras escribo esto.
El cura del pueblo intercedió a favor del novio pródigo, el novio de toda la vida, el novio que tras años de estudio en otros países se le aparecía a mi abuela como casi un desconocido era muy guapo, Rimita, tenía el bigote negro y los ojos grandes, así como tristes, grises y azules, usaba espejuelos y siempre andaba leyendo. Entre mi abuela y el cura se deshicieron del pretendiente nuevo y ya no deseado, y mi abuelos finalmente se casaron. Tuvieron tres hijos.
Crecí viendo a mi abuela planificar, analizar, estudiar y secretamente detestar el arte y la ciencia de “llevar casa”. Tejer y coser le traían alguna felicidad, pero todo lo demás (cocinar, limpiar, recoger, lavar, planchar) le era doloroso. Nunca se quejaba, pero yo lo intuía entonces y lo sé ahora, porque la recuerdo y porque cada vez que trato de organizar un menú semanal o limpiar la sala, me veo al espejo y reconozco su rostro y expresión en los míos. La costura sí le gustaba, especialmente cuando la hacía sentada con sus amigas en las reuniones de los lunes, tertulias matutinas en las que mi vieja descollaba por su ingenio y hacía reír y pensar a las demás con sus bromas, con su conocimiento sobre eventos del país y del mundo. “Ay, Can, ¡tú eres tremenda!”, le decían las amigas, y yo la miraba, orgullosa de mi abuela inteligente y leída. No sé si sus hijos y marido la vieron de ese modo alguna vez. Sospecho que esas gracias sociales que surgían no de su entrenamiento en el manejo del hogar, sino de su talento, curiosidad y lectura, nos estaban reservadas más bien a las mujeres, en reuniones de mujeres, en contextos femeninos.
Un verano (tendría yo unos ocho años,) mi abuela y su hermana hicieron planes para llevarnos a los niños —mi prima, mi primito y yo— a Disney World, esa meca vacacional de la familia de clase media boricua. Al enterarme, besé a mi abuela, la abracé, di saltitos, bailé.
Mi abuela llamó a mi madre para pedirle permiso. Antes y después de la llamada, la frase clave que me repitió a mí y a otros fue “patria potestad”. Mi madre dijo que no. La frase clave que me repitió a mí y a otros después de la llamada fue “triángulo de las bermudas”. A Teté, entonces y ahora, no le hace ninguna gracia tener a sus hijos montados en pájaros metálicos y suspendidos en el aire. Tampoco vuela en avión: sus viajes siempre son a la antigua, en tren, barco o autobús.
Así fue como ese verano, recién llegando a casa de mi abuela, tuve que verla partir con su hermana y mis primos rumbo a Disney. Mi tía Eva, hija de Tía Micaela, vino a cuidarme. Lloré un poco, pero no mucho: a falta de la simpatía de una audiencia, el llanto desatendido pronto se fue. Hubiese sido un llanto ingrato por demás, porque la tía Eva, la tía bonita de pelo blanco y dedos ágiles sobre la maquinilla, era absolutamente encantadora y me trató siempre muy bien. Me dejaron atrás, pero en buenas manos.
No había pensado en ese evento de nuevo hasta hoy, mientras trabajaba en el borrador de este texto. Ahora sí lloré: a mi edad, la audiencia es innecesaria. Lloré no por Disney (un lugar que eventualmente, ya adulta, visité y me pareció bastante aburrido), sino por la nena que no fue, la nena desinvitada, la que se quedó atrás con la tía, la que vio sus frágiles rutinas y rituales con la abuela desaparecer, la que se sabía distinta a los niños que sí iban a Disney, distinta y de algún modo menos.
Creciendo con mi abuela, escuché el nombre de Tía Micaela cientos de veces. Mi abuela la invocaba cada vez que se encontraba con un dilema o dificultad en casa o crianza. De Micaela había aprendido las reglas de la maternidad, del hogar y del mundo, y al menos una vez a la semana le agradecía, en voz alta y tal vez para inspirarme, el haberla criado.
Pero the lady doth protest too much, pensaba yo. Tanto nombró y celebró mi vieja a Micaela su tía, que yo crecí convencida de que la bienvenida que recibió mi abuela en esa casa fue la bienvenida que suelen recibir las niñas sin madre. Que sí creció con todas las demás, se crió con los mismos privilegios y deberes que todas las demás, seguramente hasta la quisieron mucho, pero no era igual, no podía serlo. Cuando tu madre no te quiere o no te puede tener es difícil crecer sin la impresión de que de algún modo básico, fundamental, no cuadras del todo. Te falta algo esencial. Eres la pieza machucada o rota del rompecabezas, y el que te cría te hace un favor valioso, pero a la vez incómodo.
Así crecí con mi abuela paterna Carmen Ana, mi abuela Can, mi vieja, mi viejita, cuando mi propia madre, Teté, tuvo que dejarnos ir a mi hermanito y a mí y se divorció del mundo. Alguna vez, años más tarde, escuchando a la vieja hablar de tía Micaela con admiración y agradecimiento —tan eternos, tan explícitos— la abracé con la ternura de saber que no era una ama de casa, que sus vocaciones verdaderas eran el conocimiento, el lenguaje y la broma, que compartíamos algo muy adentro de lo que nunca hablábamos y nunca hablaríamos. Ella me abrazaba de vuelta, tal vez con la ternura de saberme, como ella, huérfana y desubicada. Nenas tristes que llorarían después, otro día, hijas arrimás sin el consuelo de quejarse porque la ingratitud del arrima’o ofende más que la ingratitud del hijo, Pobre Rimita, pensaría ella, Pobre Abuela, pensaba yo.