Azúcar dura y melaza vaga
«En ese tiempo [1948] la mayoría del trabajo seguía haciéndose sobre la base del esfuerzo humano, sin máquinas; sacar la semilla, echarla, plantar, cultivar, fertilizar, cavar las zanjas, regar, cortar y cargar la caña –había que cargarla y descargarla dos veces antes de molerla—, todas estas eran labores manuales. A veces me quedaba de pie junto a la fila de cortadores que trabajaban bajo un calor intenso y una gran presión, con el capataz parado a sus espaldas (y el mayordomo también, solo que a caballo). Para el que hubiera leído la historia de Puerto Rico y del azúcar, los mugidos de los animales, los gruñidos de los hombres al blandir sus machetes, el sudor, el polvo y el estruendo lo habrían transportado fácilmente a una época anterior de la isla. Solo faltaba el sonido del látigo.»
-Sydney Mintz, Dulzura y poder: el lugar del azúcar en la historia moderna (Siglo XXI Editores, Madrid, 1996)
Este breve ensayo busca ensartar dos obras con dos narrativas estéticas que tienen algo de su temática en común, la exploración de lo cual es el norte de este escrito, y su coincidencia en la ciudad de Nueva York durante un fin de semana reciente en que tuve la oportunidad de viajar allá. Las dos obras que discuto son la exhibición de la escultora y artista visual Kara Walker en la fábrica de azúcar Domino en Williamsburg, Brooklyn, y la presentación de la bailarina moderna puertorriqueña Nibia Pastrana Santiago en el Danspace Project en la famosa iglesia de San Marcos en el Bowery. Presencié ambas muestras el mismo día, sábado 31 de mayo de 2014. Quizás por eso se conectaron en mi mente. Pero no importa la coincidencia, sino la posibilidad de que este análisis sea útil y a tono con el ímpetu de ambas obras.
La impasibilidad de la esfinge azucarera
Desde la entrada a la antigua fábrica Domino donde se sitúa la exhibición de Kara Walker, esta espectadora boricua ya venía preguntándose cuánta caña y melaza de Puerto Rico habrá llegado a estas salas de producción. El entorno está todo empapado de un aroma dulce, y las paredes conllevan manchas de colores de gemas terrestres; marrones, amarillos y anaranjados que se repiten en las mismas esculturas hechas de azúcar y melaza que componen la exhibición. Esta fábrica está a punto de ser demolida y la exhibición de Walker es una suerte de despedida a una estructura que ha sido punto de referencia a orillas del río Este que separa a Manhattan y Brooklyn. El edificio como tal es monumental, haciendo recordar las grandes estaciones de tren y los escenarios de industria tan importantes para el arte del periodo moderno.
Dentro de ese espacio industrial y amplio, con sus paredes embarradas de residuos de azúcar, se impone la enorme figura de la esfinge moldeada en azúcar que es la pieza central de la instalación. Impresionante a primera vista por su gran tamaño, esta figura blancuzca y endurecida se hace reconocer inmediatamente como una repetición de la clásica imagen de la esfinge egipcia. Sin embargo, sus facciones son muy distintas. Su cara es una cara negra, así identificable por sus labios grandes, nariz ancha y como para asegurarse de que no quepa duda que se trata de una imagen estereotipada, la esfinge lleva un pañuelo amarrado a su cabeza al estilo de la ‘mammy.’ Piense usted aquí, lectora boricua, en la Mamá Inés de los anuncios de café antiguos.
Además de sus facciones estereotípicamente, casi caricaturescamente negras, la característica más evidente de la esfinge de Walker es su prominente pecho, con dos senos que dominan a quien los observa simplemente por efecto de su gran tamaño. Es una mirada impasible, la de la esfinge, más aun cuando sus colosales pechos apuntan sobre la cabeza de quien los mira, robustos e hinchados, como si estuvieran llenos de leche materna. Encerrada desde casi todo ángulo visible detrás de una caja de columnas de metal oscuro que sirven de soporte al edificio, esta figura parece estar encarcelada o enjaulada. A la misma vez, su presencia masiva da indicios de algo mucho más grande que quien la mira. Su tamaño macizo hace referencia a la enormidad de la economía azucarera mundial, y a la cantidad masiva de trabajo y esfuerzo humano que se le dedicó.
Caminando alrededor de la figura se aprecia su blancura y la construcción impresionante de los grandes bloques de azúcar que van componiendo la figura. Sus quiebras o costuras son visibles y esa visibilidad de las coyunturas entre partes invita a la reflexión sobre la dificultad de trabajar la caña y producir azúcar, así como también del proyecto artístico de Walker y su montaje dentro del espacio.
Las figuras más pequeñas de niños con canastas parecen un ejército de querubines negros cargando evidencias de las crueldades del sistema azucarero. Algunas canastas parecen llevar sangre, otras cargan diferentes tipos o estados de la azúcar y melaza. Aún otras llevan pedazos descartados de otros niños con canasta que no llegaron a ser esculturas. Los niños parecen estar regresando a la madre-nave, o como si hubieran sido esparcidos por ella, mientras la esfinge los mira sin reacción a lo que van recogiendo o cargando, o a cómo los visitantes de la exhibición los consumimos con nuestras cámaras. Las figuras de los niños están puestas sobre lo que aparentan ser charquitos de melaza y azúcar esparcida. Dan la impresión de estar derritiéndose. Sobre todo esto impera la mirada silenciosa de la esfinge.
Al dar la vuelta para ir saliendo de la exhibición una se topa con unas gigantescas nalgas. Entre las dos nalgas hay una agradable y formidable vulva que se exhibe como foco central de la imagen. Allí mira uno y ella está abierta a la mirada. Están las nalgas, la vulva y unos pies cruzados debajo, como si una mujer estuviera simplemente agachada haciendo algo. Pero en el contexto de un cuerpo de mujer/esfinge negra, esta postura es también reflejo de toda una historia de violación, explotación sexual y violencia. La esfinge asume una pose de poder, pero también de sumisión.
Esa gran tota nos invita a mirarla. Pero mientras vamos mirando, también ella nos mira. Se convierte en otra cara, ese fondillo con vulva y pies. De repente parece un cíclope, o se divisan ojos en las nalgas y una boca entre los pies, y la enorme vulva en el centro como un tercer ojo radiante. Parece posible entonces considerar la esfinge como una suerte de Jano, con dos caras en vez de una cara y un trasero. Durante todo este tiempo de observación, el sonido de las cámaras de los espectadores es un coro constante. Las imágenes de la esfinge y sus niños secuaces están ahí para ser consumidas. En el frenesí que ha causado la exhibición hay algo más que solo el afán por ver y documentar la visita a la obra de esta gran artista afroamericana, quien con esta exhibición sin duda cementa su lugar en la cima de la industria del arte estadounidense. Hay además una cierta hambre por consumir el pasado y el cuerpo de la mujer negra expuesto. Es un sentido casi de canibalismo el que se experimenta, ya que el arte mismo está hecho del mismo commodity sobre el que comenta.
Igual que se consume el azúcar, se consume la arquitectura, la historia, el río, la modernidad, el trabajo sindicalizado, la era industrial, la nostalgia por el Williamsburg que fue pueblo de trabajadores (y muchos boricuas) antes de convertirse en el actual Disney para hipsters. Esas cámaras y la relación de los observadores con la belleza de las figuras casi góticas e irónicas, a veces calladamente amenazantes, es eerie o disturbing. Ese aspecto de lo uncanny o “Das Unheimliche” (según Freud, algo que es familiar pero incongruente o extraño) en las esculturas causa un gran sentido de malestar en quien lo nota. De repente presiente la espectadora que la instalación nos ha manipulado, seduciéndonos con una estética casi pastoral que presenta imágenes que recuerdan la esclavitud y el trabajo forzado del sistema de plantaciones. Mediante la redonda belleza de los querubines africanos que parecen estar quemados, sangrientos o derretidos, y de los enormes senos y nalgas de la esfinge indiferente, la artista nos confronta con nuestra continuada dependencia sobre los cuerpos y el trabajo desvalorizado de las mujeres negras.
Saliendo por la puerta trasera, después de haber visto el espacio, las esculturas, la hermosa vista hacia el río por un agujero creado en la pared para este propósito, y haberle ligado la tota masiva a la esfinge impasible, sabe una que ha sido manoseada por Walker y entiende el título de la obra, “A Subtlety” (“Una Sutileza”). Es ciertamente una cuestión de sutileza cómo leer la exhibición y sus obras. Su contenido es ambivalente. Como mucho del trabajo de Walker anterior a este, presenta a la espectadora una paradoja que consiste de una imagen hermosa con un contenido narrativo grotesco, ofensivo y traumatizante. Igual así se siente una al salir de la fábrica Domino y no solo por el malestar de fondo de saber que ha firmado un papel al entrar que dice que sabe que va a respirar el carcinógeno asbesto solo por ver una exposición de arte.
La obra de Walker nos presenta con la sutileza del significado que se le puede dar al pasado, a una industria, un edificio, un producto, o a un cuerpo. La obra nos pega algo del residuo de la industria azucarera al cuerpo propio o a la suela del zapato, y nos lleva a formular preguntas sobre la valoración del trabajo de las personas negras y de descendencia africana, en particular de las mujeres y niños/as. Para aquellas de nosotras que llegamos a esta obra siendo nietas de quienes cortaban caña, la pregunta no es solo académica.
Residuo y mancha de plátano
La pieza de danza presentada por la artista Nibia Pastrana se rige por preguntas e inquietudes parecidas a las que por lo menos esta autora leyó en las imágenes de Walker. Esta pieza fue presentada como parte de una serie de solos de danza moderna desarrollados por tres bailarines (incluyendo a Pastrana) que llevan trabajando con la reconocida coreógrafa D.D. Dorvillier en una retrospectiva de su trabajo titulada “A Catalogue of Steps”. En la ocasión de la noche del 31 de mayo, Pastrana presentó su pieza individual, titulada “residuo”.
En esta pieza hipnótica la bailarina busca convertirse en objeto, según ella misma dijo durante la discusión con el público que se desató como parte del programa luego de la conclusión de las tres piezas individuales. En su coreografía, Pastrana trabaja con un pedazo de plástico que es como del tamaño de un mat para hacer yoga, negro por un lado y gris del otro. Este pedazo de plástico o foam se convierte en un análogo del cuerpo de Pastrana, vestido en un leotardo de creación de Nellyster cuyos colores imitan los del plástico. Es ese contagio entre el objeto y el cuerpo/sujeto lo que desata la temática de la pieza. Pastrana emerge desde debajo del plástico, muy lentamente y por partes, como si saliera de un capullo o un huevo. El sonido, creado para esta pieza por Roy Guzmán, presenta una serie de ruidos desconectados que se intensifican y desaparecen. Igualmente, van apareciendo pedazos de su cuerpo lentamente y de una manera incongruente que me hizo recordar aquella estrofa de una canción de Silvio, “un revoltillo de carne con madera”. Pero en vez de madera es plástico; material postindustrial por excelencia con cuerpo confundido. Unos dedos de un pie primero, luego una mano y una cadera. Para cuando aparece su rostro en el campo de lo visible para la espectadora es como un alivio. Los ojos de la bailarina están pesados. Se contagia también el público con esa pesadez.
Pastrana describe la pieza como una narrativa sobre la vagancia. En ella se desata una conversación con el movimiento desganado y el descanso, con la vida del objeto y la cosificación de los cuerpos femeninos o superfluos. El cuerpo de Pastrana nunca se separa del todo del piso, aunque para el ápex de la pieza la bailarina se encuentra en una posición en la cual solo la parte alta de su espalda está en el piso y todo el resto se ha levantado para izar el plástico como si fuera una vela de un barco y las piernas su asta. Lo cierto es que el cuerpo nunca asume una verticalidad que parece ser propia de quien baila. Incluso esa negación a pararse y bailar propiamente tiene como un sabor a huelga, como si fuera una protesta del cuerpo. Pastrana no se preocupa por hacer como que baila, sino que busca asumir la gramática de la cosa, literalmente. Pastrana busca asumir las formas que sugiere el plástico. En algunas ocasiones lo imita directamente.
Cuando me di cuenta que era eso lo que hacía me causó mucha gracia. Esas ganas de reír fueron ocasionadas por el efecto antropomórfico de la pieza. Pastrana logra que la espectadora se identifique con el plástico casi más que con ella misma. El hecho de que la artista no puede ver el efecto que causa su movimiento en el plástico durante gran parte de la pieza le brinda a esta un fuerte aspecto de improvisación. Pastrana parece estar esperando las directrices del plástico para ver cómo va a moverse ella. El plástico parece casi tener más vida que ella, toda vez que su cuerpo permanece escondido total o parcialmente por el plástico, el cual a su vez cobra vida con el movimiento que la bailarina le da. En repetidas ocasiones, Pastrana aplasta y comprime fuertemente al plástico solo para sentarse a observar cómo se desata el movimiento libre del plástico mientras el mat se va abriendo. Lo mira curiosamente, como si estuviese estudiando las formas de este movimiento libre del plástico que se contrasta con el cuerpo casi somnoliento y en efecto secundario de la bailarina/espectadora. Es como si el cuerpo de Pastrana excediera sus límites y se extendiera, alargándose hasta incorporar a la cosa no viviente dentro de su aura vital. Es el residuo de la cosa en ella y el residuo de ella en la cosa. Es el residuo de dos cosas en cada otra.
En un momento de la pieza, Pastrana baila una secuencia en la cual asume la misma posición de la esfinge enigmática de Kara Walker. Desde allí, el cuerpo agachado de Pastrana se apunta hacia la audiencia, y sus nalgas son el punto de enfoque en ese momento. Es igual una invitación a mirar, a consumirla con la mirada y cosificarla, para luego confrontar la conciencia de nuestro deseo y la facilidad con la cual le objetivamos. La indeterminación del movimiento postula el no-ser mediante el no-hacer, logrando así rechazar la encerrona de la identidad reductiva o del ser monádico.
Pero no es cierto que Pastrana no baile. Sí se mueve, y se va despertando el cuerpo desde que emerge con ojos delicados de la oscuridad, y va formándose como presencia con el plástico, alongside it. Es una relación de dulzura que se va creando con el plástico, el cual es casi como una mascota en ocasiones. En otras, es una relación de agresividad, tanto como de pasividad. Pastrana no logra convertirse en objeto del todo, claro está, ni podría, pero sí logra convertir al objeto en personaje, de tal manera que parece tener personalidad, y hasta da gracia, o hace formas poéticas, o amenaza con reemplazar a la bailarina. La pieza no termina, como tal, sino que la bailarina se rinde. Para cuando la bailarina cesa su movimiento abruptamente, simplemente dejándose reventar contra el suelo, se puede preguntar la espectadora si el objeto ha aniquilado a la bailarina. ¿Habrá traspasado la energía vital del cuerpo de carne al cuerpo plástico?
Como bien ha escrito Nelson Rivera, el curador de la reciente exhibición sobre el trabajo de la reconocida bailarina boricua Viveca Vásquez, “La danza es un arte eminentemente efímero, perecedero” (2013, Coreografía del error: Conducta de Viveca Vásquez, Museo de Arte Contemporáneo de Puerto Rico, p. 12.) Pero ese estar allí con ella (aunque nunca se hubiese erguido), además de un trabajo para Pastrana, a quien le gusta moverse, es también trabajo para quien depende del espacio del performance como industria, para la coreógrafa que curó la exhibición de solos y escogió los bailarines, y para quien viaja desde Puerto Rico o Michigan para ir a ver a su amiga (no-)bailar. Pastrana se apodera de ese aspecto efímero del baile y le da un empujón hacia la posibilidad pasajera de poder ver objeto-plástico y objeto-cuerpo como dos presencias ontológicamente equivalentes. Dentro de ese empuje, se pierde un poco la posibilidad de consumir la autoría como propiedad y de percibir el cuerpo como ancla de destrezas hetero-normativas. La legibilidad del cuerpo-cosa se presenta como un reto.
El cuerpo de la bailarina boricua se rehúsa a hacer nada. Parece ser una cosa inútil. It just lies there! No trabaja, y ese no trabajar es como una indecencia. Su vagancia nos causa un cuestionamiento sobre el valor del trabajo creativo. Según Mabel Rodríguez Centeno, “la vagancia es un desplazamiento de la masculinidad (hetero)normativa.” Y además, “la vagancia es resistente, incluso, al asunto indentitario -aún desde la depravación o el desvío” (Vagancia queer, 2014, 80grados) Dentro de este marco analítico, Pastrana nos presenta un cuerpo cuir (queer); un cuerpo anti-normativo y revolucionario en su vagancia como resistencia “antiasimilacionista” (Ibid.) Ese cuerpo cuir se honra de no trabajar, en vez de buscar ser honrada por el trabajo. En su exploración de la vagancia, Pastrana rehúsa las normas de género en el doble sentido de ser mujer y hacer bailes, y nos contraoferta con su ética boricua del desvío. En el contexto histórico del trabajo en Puerto Rico, el no trabajar es una honra, ya que el trabajo ha sido punto de dominación a través de las industrias coloniales, not the least of which fue la del azúcar, como bien nos recuerda la cita de Mintz al principio de este ensayo.
Luchar para no trabajar es una idea (y una praxis) que va en contra de todo el discurso normativo de la migración, de la incorporación de las llamadas minorías a la sociedad estadounidense y de la movilidad de clase basada en la ética del trabajo que promete y no cumple el American Dream. Y es aquí que se ata el trabajo de Pastrana directamente a la otra exposición, la de Kara Walker, la Kara que nos presenta las dos caras impasibles de la mujer negra objetivada y convertida en ícono, o en símbolo de su trabajo, simultáneamente despreciada e idolatrada. El trabajo de estas dos artistas tiene más en común de lo que pudiera inicialmente aparentar. A pesar de sus diferentes medios y procedencias, ambas buscan transformar los significados asociados con el trabajo del cuerpo no-blanco, no-hombre. Ambas nos presentan cuerpos que llevan un residuo pegajoso de su trabajo socializado.