Cadáver exquisito en la Ponce de León

Lectura pública realizada por los estudiantes del Seminario Avanzado de Crónicas el pasado 31 de mayo en Libros AC en Santurce.
Pensando en esa idea -el ego saludable- trabajamos en el Seminario Avanzado de Crónicas, con un texto colectivo en el que todos debieron ceder o modificar frases de sus textos para engranar con sus compañeros. Básicamente, dividimos la Avenida Juan Ponce de Léon en catorce fragmentos. A cada alumno le fue asignado uno, con el propósito de que redactara una micro crónica de ese espacio a partir de los conceptos que habíamos discutido y trabajado en clase como descripción, niveles de lectura, reportería, etc. El grupo no solo trabajó la redacción, sino que a modo de taller procuramos dar espacio a la oralidad del texto, con el propósito de presentarlo en una lectura pública realizada el pasado 31 de mayo en Libros AC en Santurce. El resultado es un texto escrito a 28 manos a través del cual se recorre la Ponce de León, desde Río Piedras hasta la librería, y logramos adentrarnos en la experiencia de vivir en San Juan en el 2016, con todos sus contrastes, sus horrores y su poesía accidentada.
Por ello es que con mucho orgullo les presento este proyecto, una crónica escrita como cadáver exquisito por catorce jóvenes periodistas y escritores, conscientes de la fuerza que tienes las palabras para construir mundos y transformarlos.
Ana Teresa Toro
Fragmento 1: Shalmarie Arroyo
En la plaza del pueblo de Río Piedras, la Iglesia Nuestra Señora del Pilar ocupa un gran espacio recién remodelado. Tres deambulantes rodeados de palomas descansan en sus escalinatas. En frente, el busto bronceado del padre Eliseo Castaño, por quien se nombra el espacio, se apoya sobre un bloque de cemento cubierto de losetas medio limosas. El mensaje de la placa lee: “la violencia y la criminalidad matan el alma del pueblo puertorriqueño (1995)”. Pegada al mismo espacio cercado, una cartulina pintada con tinta negra anuncia un bazar/pulguero de la iglesia. Venderán a “buen precio” ropa, zapatos, prendas, juguetes y artículos del hogar.
La mirada del sacerdote permanece fija sobre un edificio demacrado, ubicado al cruzar la calle. Entre ambos, pasa un pedazo de la Ponce de León. Al lado, de la boca gris del Tren Urbano sale una señora vestida en mahón y camiseta, con el pelo amarrado en una dona despeinada.
En camino a la intersección con la Gándara, los colores de los edificios parecen sacados de un amanecer desgastado. Los amarillos, rosas, anaranjados compiten con la oscura suciedad y el blancuzco paso del tiempo. Las paredes sirven de canvas para el arte urbano. Expresiones y protestas invaden las estructuras a lo largo de la carretera. Incluso, algunos dueños se resignaron o las aceptaron. En Club 77, un ET, muy punk, recibe los invitados. Las caricaturas distinguen el espacio que ahora ocupa Mondo Bizarro.
Entre los Se Vende y Se Alquila, sobreviven: el Centro de Belleza, el CESCO, una tienda de ropa étnica y “piercings”, la librería Norberto, y La Greca. Debajo del “sport bar” nocturno también está El Calzón de Sofía. Fuera, se escucha el ruido de los carros y la esporádica salsa proveniente de algún negocio. Dentro del restaurante, un chachareo. Los universitarios almuerzan el menú criollo del día. Fotos, artículos y antigüedades decoran, contando la historia del pueblo que fue. Saliendo, en diagonal a la derecha queda Burger King. Ahora sé que por ahí antes pasaba el ferrocarril.
Fragmento 2: Myrna Liz Rodríguez
Cada 43 segundos la luz de la Avenida Gándara cambia de rojo a verde. A casi 30 pasos se encuentra el portón de cara a la Torre universitaria. La AMA pasa despeinando todo a su paso. Las hojas vuelven a la cuneta después de volar segundos por los aires. Se aglomeran, se calman. Hay quienes salen y entran por los portones del
recinto. Todo el tiempo. A las 11:30 A.M. Plaza Universitaria es un punto de atención. Todos se entrecruzan. Las cotorras alzan el vuelo hacia los árboles del campus universitario y los estudiantes cruzan la Ponce de León frente a un gran letrero que dice «No Cruce». El tránsito se detiene. Hay quienes corren como si se les fuera a acabar el tiempo, mientras por los aires una especie en peligro de extinción
alza el vuelo para refugiarse entre las ramas universitarias. La Amazona ventralis es endémica de República Dominicana y ahora vive aquí. Volando en bandadas y surcando los cielos. Al fondo las campanas están tocando, tal vez esta es la hora perfecta para huir. Algunos del encierro del salón y otros del bullicio.
Fragmento 3: Paola Nieves
«Cruce de peatones», advierte el letrero amarillo a la orilla de la calle Mariana Bracetti, caracterizada por el tránsito de estudiantes y ciclistas. Utilizar la salida del estacionamiento de Sociales, antiguo barrio Amparo, implica decidir: continuar en línea recta, seguir la calle, o dirigirse hacia la Avenida Juan Ponce de León, donde el paso de vehículos aumenta con el calor del sol. Yendo hacia la derecha se lee en una pancarta: «El pago de la deuda afecta la UPR». Las rejas verdes del estacionamiento universitario se extienden hasta llegar al puente que cruza la Avenida Piñero, donde un letrero anuncia la cercanía del hospital.
Casas deshabitadas al lado de establecimientos sin alquilar, semáforo, una agencia de viajes quebrada con graffitis y pegatinas de conciertos en las paredes, oficina de neurología, de quiropráctico y doctor de medicina interna, cardiólogo, cirujano dentista, neurólogo, Medical Pharmacy y el laboratorio Anibel. Hay un comercio redondo que se sirve del negocio de la salud. De inmediato, hay un Valet Parking con pocos estacionamientos ocupados: los puertorriqueños preferimos la sorpresa de un boleto rosado que se entrecruce en el parabrisas, en lugar de pagar unos cinco dólares por un “estacionamiento seguro”. A continuación está Ponce de León Medical Plaza con una torre médica enfrente, seguido de dos columnas dóricas que dan paso a un camino angosto con una fuente al fondo: la entrada al centro médico del área metropolitana, el hospital Auxilio Mutuo.
Fragmento 4: Paola Rolón
Ser peatón en Puerto Rico no es fácil. Menos en una calle de transición. Espero el cambio de luz. Supongo que viviendo en este país nos hemos acostumbrado a la espera.
La silueta de un pequeño hombrecillo digital aparece en un rótulo al inicio de la calle justo frente al Hospital Auxilio Mutuo, y dice que puedo comenzar el recorrido. Obedezco. Camino. Con mis pasos, extrañeza. Es que los peatones tenemos nuestras reglas y pocas veces coinciden con las que se especifican en los rótulos. Pero acá toca obedecer.
A la derecha, poco entra al hospital, pero mucho sale. Mejor dicho, salen muchos cajones de acero con ruedas y uno que otro cuerpo humano entra. A la izquierda, el edificio que emplea a un internista, un cardiólogo, un gastroenterólogo, un quiropráctico y un psicólogo ha cerrado operaciones por el día de hoy. Tal vez sea porque son las 5:23 de la tarde.
La salud tiene sus horas.
Un bocinazo me asusta.
La vida en las aceras se vive despacio a esta hora, pero el asfalto exige rapidez. Y tras la rapidez, violencia.
Un hombre de algunos cuarentaitantos años arroja su mano sobre la bocina denunciando a otro su falta de velocidad. El joven conductor que le antecede lo escucha. Estira su mano por fuera de su carro. Golpea la capota con furor, como sugiriéndole que si quiere avanzar en su recorrido podría elevar vuelo para lograrlo.
Miro a la derecha.
Dos ancianos caminan con manos entrelazadas. No sé hacia dónde caminan, pero me gustaría pensar que caminando entienden mejor lo que significa esperar. Van serenos. Conversan. Van mirándose. O entendiéndose. Quizás sean las miradas una ruta al entendimiento. Desde mi lugar noto que, tratando de entenderlos, acabo de recorrer este bloque de salud y esperas.
Fragmento 5: Alejandra Rosa
Un pie cae sobre piedrillas y otro sobre una de las líneas negras que divide el suelo en cuadrantes. Quedo sobre un tablero de tierra y cemento.
A la izquierda, un mosaico enfilado de hojas me hace preámbulo al fragmento de la vía arterial de Hato Rey que comienza justo tras cruzar la avenida Hostos.
A la derecha, la calle.
Caben muchas cosas en ella. Las ruedas anchas de los carros que transitan en distintas velocidades. Las finitas de las cuatro bicicletas azules y verdes que han ido apareciendo esporádicamente. Cabría yo también, si mi velocidad en esta tarde nublada fuera distinta. Pero voy de paso en paso. Andar es una forma de entender, y yo acá voy entendiendo a este pedazo de acera grisácea que comienza justo después de los cuadrados que mis pies ya dejaron de pisar.
A mi costado izquierdo, cuatro ramas alargadas se extienden desde una reja de diamantes de metal. Corteses, quedan asomaditas una sobre la otra. Quizás para saludar, se estiran desde el estacionamiento de un centro de educación continua que a las 5:56 de la tarde queda casi baldío. Pero le quedan hojas. Siempre he creído que de las hojas hay que aprender y de este lado pareciera que el fin es el entendimiento.
Un guardia de seguridad de cabello canoso vigila salidas. Rueda un carro azulado. Cruza el nivel de la reja. Llega a la carretera. Transitan vehículos dejando esa resonancia en el aire que solo deja la prisa. No todos. Ruedan también pasajeros de rostros cansados. Aceleran como para mantenerse rodando y ya. A algunos, pareciera que el cansancio no les permite avanzar. A otros no les alcanzo a ver el rostro, apenas el celaje. A esos, solos les conocí por su velocidad.
Quizás sean eso las velocidades, cartas de presentación.
Fragmento 6: Frances Núñez
Aunque es un edificio universitario, en los alrededores de EDP University hay poco movimiento. Dominan los vehículos. Al pasar la calle Guayama, dos estructuras abandonadas, repletas de palabras en graffiti, letreros de Barreto El Show y propaganda política del Partido Nuevo Progresista, dan la bienvenida a quienes se dirigen al Norte de la capital.
Es un tramo silencioso. Solo lo interrumpe el rugir de motores. No hablan voces, no ríen niños, no ladran perros. Acapararon el área estacionamientos, todos llenos casi a capacidad. Hasta llegar al restaurante First House China y a Nissan.
Es como cruzar una barrera invisible en la calle Betances. Escucho la música urbana provenir de un auto en marcha, junto a muchos otros entrando al área. De pronto, crece un bullicio. Las aceras están más limpias, los jardines bien podados, y los edificios se convierten, de esqueletos vacíos a obras arquitectónicas de altos pisos y modernidad.
Quienes caminan, visten ropa profesional, y cargan mochilas de cuero. Cruzan de lado a lado, entre el edificio de la Asociación de Empleados del Estado Libre Asociado (AEELA) al estacionamiento a la izquierda de la Asociación de Maestros. Un olor a pollo frito me hace la boca agua, mientras cuento los 15 pisos del competitivo edificio del Retiro del ELA.
Aunque hay una farmacia cerrada, mantiene la fachada limpia, pero opacada por los gigantes que la rodean. Ni siquiera el Hospital Pavía una cuadra después fue suficiente para mantenerla abierta.
Fragmento 7: Enrique Ortuño
Una malhumorada pareja mayor irrumpe la monotonía de la ciudad y anuncia la llegada al Hospital Pavía. El ruido ahoga todos los otros sonidos que son perceptibles únicamente cuando están cercanos. Ellos bajan sus pertenencias para lo que será una larga estadía en el Hospital mientras la ciudad vuelve a casa.
En ocasiones, pasa una que otra bala de dos toneladas de acero. De ellas proviene el más metálico reggaetón que retumba en edificios que comienzan a ser más modernos mientras más se anda. El suelo no. Los charcos de un diluvio sirven como espejos que ocultan hoyos hondos a quien camina. A estos, le hace orilla la basura. En la esquina de la calle Duarte, le acompañan un par de suelas de zapato en aparente perfecto estado.
De lejos, lo que parece hojarasca danza al borde de la calle Martí. Su movimiento sigue el aullido del viento y su canción es la de papelillos revoloteando. Quien se acerque encontrará basura bailando. Allí, a dos calles de los malhumorados del Hospital, se confecciona un torbellino de envolturas y bolsas de plástico que tienen de pareja sorbetos y servilletas del negocio más cercano.
Más adelante en la cuadra, casi en la calle Alhambra, el suelo es alfombrado por las flores amarillas de un formidable árbol, cuyas ramas encubren momentáneamente al callejón que le sigue. Un pasadizo formado por edificios que creen tocar el cielo y tener sus cimientos sobre oro.
Fragmento 8: Claudia Molina Jiménez
No todo lo que brilla es oro, estos 5,280 pies no son la excepción. Uno más o uno menos, fue la distancia que recorrió el atleta marroquí, Hiram El Guerroj en el 1999 cuando estableció la marca mundial que prevalece hoy día.
Le tomó tres minutos, 43 segundos y 13 milisegundos completar la milla.
En la calle Alhambra que atraviesa el corazón de Hato Rey no hay competencias atléticas ni se siente brisa olímpica, aquí hace calor. Parece que nadie se lo dijo a los que durante su hora de almuerzo descienden de los rascacielos, porque las chaquetas, camisas abotonadas, pantimedias y zapatos de tacón son más que inadecuados para andar por la Ponce de León.
¿Será que allá arriba en las nubes el calor no se siente? Total, no están ni tan altos.
Al cruzar la intersección, el edificio de Liberty me da la bienvenida, no sé a qué libertad se refiere. Es nuevo de paquete, abrió sus puertas hace un par de meses y todavía el desgaste de los años no ha tocado su puerta.
Le sigue Scotiabank, luego va Santander y el Banco Popular, para algunos esto es suficiente para catalogar a la Milla de Oro como el Wall Street del Caribe, ellos tampoco saben que no todo lo que brilla es oro.
Fragmento 9: Neysha M. Mendoza Castro
Brisas frías recurrentes. Son las seis de la tarde de un domingo. Letras pequeñas escritas en letra de Broadway titulan los edificios. Estamos en el Popular Center. El frío y los grandes edificios grisáceos de cristales asemejan (te hacen sentir que estás) al Nueva York de los comienzos de un invierno sutil. Inicia el tramo en la intersección de la calle Chardón. Entre tanto movimiento de carros, solo se sienten brisas que pueden tumbar cualquier peinado o sombrero. En esta isla casi nadie se protege del sol con sombreros, pero sí del frío con bufandas. Las aceras están limpias, hay paredes de cristal a la izquierda y hay una de mármol a la derecha. Y para no perder de vista que esto es una isla caribeña, palmas bordean los edificios que resguardan realidades del capitalismo. Es incómodo caminar por aquí y pensar en esto.
A la derecha, se asoma el único banco extranjero en toda la escuadra, un Santander. Se aproxima la Avenida Quisqueya y el Popular reclama su espacio nuevamente. Ahora se ve un pequeño edificio forrado de hojas como decoración. Creo que son reales. Es la Fundación Banco Popular. Hay tantas oficinas, que ya no sé cuál es la función de cada una. Más adelante, se ve un puente antes de cruzar la calle Vieques y a la izquierda está la sede del cine fino. Fine Arts recibe con elegancia a sus visitantes. Siento la luz de una pantalla a mis espaldas al continuar la marcha. Decía la hora: ya eran las siete. Las brisas no acaban, ahora son más frías. Ya no hay palmas, solo verjas y estacionamientos. Una gasolinera abre el paso a casas antiguas, postes de madera, muchos graffitis y establecimientos abandonados sin ventanas y llenos de escombros. No hay iluminación, las aceras no están limpias, no hay cristal, no hay mármol. Al andar, hay que dar pequeños saltos para no caer en hoyos entre aceras rotas que pueden machucar los tobillos. Al pasar el Instituto de Banca, se ve el Teatro Coribantes. A la derecha, hay una comunidad escondida allá atrás. Al frente, hay unos apartamentos lujosos en una torre blanca al lado del Mercantil Plaza. La avenida ahora se abre, pero no acaba. Ya son las ocho y no se ve mucho. Las brisas permanecen. Me han acompañado todo este tiempo. Quizás, nada de esto importa, solo la brisa que tumban sombreros.
Fragmento 10: Emanuel Pacheco Rivera
Frente al Mercantil Plaza las aceras están en buenas condicionas. La grama bien cortada y no se acumula mucha hojarasca. Los carros con su movimiento insaciable, emulan sonidos de tambores que redoblan al fondo de una orquesta. Al cruzar la Avenida, una gasolinera. No hay que mirarla dos veces para saber que allí de seguro pasan cosas.
No camina mucha gente por aquí. Solo un buenos días de un muchacho que parecía ir con prisa. Ante la falta de gente, lo segundo mejor: bustos. Me encontré con cuatro hombres de cobre y entre ellos una placa del mismo elemento que lee: “Parque de la libertad”. Conocí sus nombres. El presidente dominicano, General Gregorio Luperón. El apóstol de la Revolución Cubana, José Martí. El Gran Ciudadano de las Américas, Eugenio María de Hostos. El Mártir Dominicano, Juan Pablo Duarte. Me parecieron muy bigotudos.
Pasado el Mercantil Plaza hay un puente. La piedra de cemento y acero se hace sobre el Caño Martin Peña. A sus orillas germinan mangles botón, acompañados de flamboyanes. Las aguas del caño se oscurecen con el vaivén de un pequeño bote de motor, en donde dos hombres dejan caer sus cañas en busca de la gran pesca. Quizás no. No pregunté.
Pasado el puente y sus paredes amarillas y columnas graffiteadas, se ven los primeros indicios de una transformación. A la izquierda entre árboles de Albizia Procera, hay cuatro o cinco bolsas de basura rotas dejando sus contenidos escaparse. Aún así, las aceras siguen limpias y en buenas condiciones al llegar a la avenida Juan Bosch.
Fragmento 11: Idairis Torres
A la derecha, sobre pilares de concreto, se levanta el tren urbano. En la falda de este monumento a la urbe, está la parada de guaguas. Es aquí, en el cruce con la calle Juan Bosch, donde la avenida se abre en amplios carriles, amplias aceras y la brisa corre libremente. En la esquina ha brotado un CVS y en frente hay un complejo de apartamentos que se extiende en varios edificios y enmarcan el lado izquierdo de la carretera. Los transeúntes se mueven con prisa; una colección de caras ensimismadas que caminan de aquí para allá, se sientan en los bancos de la parada, se paran a preguntar para dónde va la pisicorre, corren para cruzar la calle antes de que cambie la luz. Es una aparente maqueta de la ciudad perfecta donde el transporte público es la piedra angular. El cuerpo queda diminuto ante el cemento y la distancia, y los automóviles, los autobuses, las bicicletas se vuelven una extensión de la carne que permite recorrer el espacio urbano. Corretjer le hizo homenaje: “en la vida todo es ir”.
¿Y a qué sabe la ciudad idealizada? Al Popeye’s Chicken que van a construir en el solar vacío. ¿Cómo suena? Al bocinazo desesperado que acompaña el cambio de luz del semáforo o, quizás, al reggaetón meloso de alguna bocina que pasa. Se ve: como una colección de arte urbano sobre lienzo de concreto que se abre entre la sobriedad de la modernidad. Huele: al vil asalto de orines que provienen de algún recoveco donde no entra el viento fresco que acaricia los árboles de la placita, donde convergen varias calles.
Fragmento 12: Alexis G. González De Jesús
Esa intersección cerca de la Universidad del Sagrado Corazón, desvía lo que se podría considerar el ombligo de la Avenida Ponce de León. Ahí se establece la entrada al barrio Santurce; punto que se desvanecía entre el lodo cuando era un arrabal en el siglo XX.
A unos cuantos pasos, una rotonda pintada en la brea, casi hecha recuerdo, marca otro cruce. Se percibe el lado izquierdo del tramo como olvidado. Salvo unos cuantos edificios de colores llamativos que rompen con la sobriedad del gris y los muchos carteles con un “Se Vende”.
Sigo el camino por aceras agrietadas, rotas y otras cuantas reconstruidas. Ese contraste en el camino se justifica con los pocos establecimientos que intentan revitalizar el lugar. Una compañía de energía renovable surge aledaño a un barrio pobre y, como vecinos, una decena de edificios abandonados. Una señora de unos sesenta y cinco años irrumpe en la escena y narra cómo era el tramo que esa tarde recorría. Critica cómo el gobierno no hace mucho y cuestiona los negocios que emprenden y no pertenecen al entorno.
La siguiente estructura forrada de enredaderas, cobra vida al levantarse una puerta corrediza. Las plantas, dicen, son para no lidiar con los graffitis. Un empleado de mantenimiento tampoco lidia con los mojones de perros mientras barría la acera.
A unos cuantos pasos, el ruido de los carros parecía no interrumpir la lectura del periódico de un don, sentado en una butaca deteriorada en el primer piso de un establecimiento abandonado. Una guagua se acerca y le entrega una bolsa plástica con comida. Colchones a su alrededor y un hombre acostado, evidenciaba que en ese espacio dormitaban.
En la próxima parada, un hombre lee en voz alta un libro de estudios sociales de sexto grado. Baja el tono cuando alguien pasa. Los deambulantes a la vista leen, debe haber algo en eso del ocio, los grises y el estar sentado. De un segundo piso, una niña emocionada tira comida a las palomas.
En la calle Eduardo Conde, se acaba el tramo y qué suerte. La tienda Leonardo’s, me recordaba que no estaba vestido de forma apropiada para adentrarme a la ciudad que está más adelante.
Fragmento 13: María de los Milagros Cruz Colón
Un hombre grande, con traje y corbata, da la bienvenida en una vitrina en la esquina de la calle José Fidalgo. A unos pasos, en el lado izquierdo, un hombrecillo amarillo y destripado está pintado en una de tantas paredes que ocultan un vacío.
Las pisadas se mezclan con un acento vecino. Conducen a la sede del Partido Revolucionario Dominicano donde pasquines con sonrisas familiares en rostros extraños buscan votos de los que ya son de aquí.
A la derecha algunos negocios invitan a bailar, a comer, a hipotecar; a la izquierda dicen “termina tu cuarto año”, “cómete un Longan Dominican Burger”, “hombre ven y deja unos pesitos en algún pantie”. En fin, verbo puro que se detiene ante unas comas enormes; edificios gigantes que gritan “se renta”, “Marco Antonio Solís en Concierto”, “Guapito Cabrón”, “Se vende”, y de nuevo: “Se vende”.
En la esquina de la calle Bolívar no huele a brea pese a la calle, ni a basura pese a los residuos en las aceras, ni a palomas pese a que anidan en el piso y se esconden tras los semáforos. Huele a gris, a algo así como debe oler la ausencia. Justo ahí se levanta el edificio Cobián, con una ristra de apartamentos desde donde vuela una bandera de Puerto Rico sobre un anuncio de otra venta.
Una pisicorre me acelera la mirada, la atención, y el paso, a la vez que sopla un calorcito que no sube de las rodillas. Se detiene frente a uno de tantos bancos en esta arteria de la capital. En la calle del Parque baja una señora y aunque la ruta es larga, la guagua continúa vacía.
Fragmento 14: Norihelys Ramos
Desde el cartel que anuncia calle del Parque solo hay secuencias. Tanto en el extremo derecho como en el izquierdo: árbol, poste, árbol, poste, árbol, poste. Entre lo natural y lo creado por el humano, se encuentran cuatro carriles donde transitan continuamente vehículos livianos y también pesados. Predomina el bocinazo de los autos y el rugir de la AMA. Mientras, por los adoquines, el subir y bajar de estudiantes, adultos y mayores.
Atrás el cartel de la calle, y de inmediato, el First Bank y el teatro Francisco Arriví. A la derecha, transacciones financieras. El capital se desborda. A la izquierda, arte y cultura. Disminución en la compra de taquillas.
Más adelante, sobreviven seis pequeños negocios. Más café: aquí se come mejor, Nails express, beauty salon, Discolandia, Café expresso, Santurce Discount y Jossy: hair, color and nails. Imperan las cafeterías y los salones de belleza. No huele a ‘blower’ ni a café. De frente, saludan a Nick Andre; otro salón de belleza, pero que se encuentra en el complejo residencial Ciudadela.
Me aproximo al final de la calle, donde aún persisten las secuencias, y ahora, se desbordan los contrastes.
Una torre con 24 niveles se convierte en la más alta de todo Santurce. Sus 252 apartamentos invaden la calle con estándares de tecnología avanzada y economía eco-amigable. De inmediato y en esquina con la calle Belaval, unos 3,500 pies cuadrados son terreno para la compra de libros. Desde Libros AC miro por última vez la calle del Parque. A la izquierda, hojas que vuelan; el camino está limpio. A la derecha, palomas descansan sobre bolsas de basura.
FIN