Capitalismo fósil
En su libro Klein explica, entre otras cosas: la gravedad del problema y sus consecuencias; la psicología de los que pretenden negar su existencia; la solución viable, racional y justa de atenderlo; el peligro social y ambiental de las falsas soluciones; los intereses económicos que se benefician de aquella negación y de esas falsas soluciones; los supuestos mesías que han desviado la atención y nos han hecho perder un tiempo precioso; los errores de una parte del movimiento ambiental; la decepción que han supuesto las acciones de la Administración Obama y las resistencias admirables –aunque aún limitadas– en diversas partes del mundo.
Tanta tinta parecería excesiva si no fuera porque, según Klein, se trata del problema más serio que la humanidad enfrenta en la actualidad: el problema, como dice el título de su libro, que «lo cambia todo». No es un problema de algunos países, sino de todos los países. Se trata de un problema que no podemos ignorar al plantearnos posibles salidas a nuestra crisis criolla. Es parte de nuestra crisis, que, como ella subraya, hay que atender, no al margen, ni después, sino junto a sus otros aspectos.
Aquí no puedo, ni pretendo, resumir el libro, pero no está demás reseñar algunos aspectos, añadir algunos elementos formular algunas críticas y hacer algunas referencias al caso de Puerto Rico.
El problema
Come se sabe, el cambio climático es producto del calentamiento global que a su vez es resultado de la acentuación del efecto invernadero como consecuencia de la acumulación de dióxido de carbono (CO2) y otros gases en la atmósfera. Ese aumento de CO2 en la atmósfera se debe, sobre todo, al incremento de la quema de combustibles fósiles –el carbón, el petróleo y el gas— a partir del inicio de la revolución industrial. Desde entonces la temperatura del planeta ha aumentado .8º Centígrado o cerca de 1.4º Fahrenheit. Los efectos de ese aumento ya pueden palparse y no dejarán de acentuarse según el proceso de calentamiento se acentúe. Entre esos efectos se encuentran: olas de calor más frecuentes e intensas (con consecuencias letales para muchas personas); retirada o desaparición de glaciares que proveen agua para regiones enteras y cientos de millones de personas; desintegración de las capas de hielo polares (empezando por Antártica Occidental y el mar Ártico) y Groenlandia y la consecuente elevación del nivel del mar y la resultante amenaza a vastas zonas costeras en todos los continentes; cambios en los patrones de precipitación, en el comportamiento de las corrientes marinas y de las temporadas de lluvia o monzones que impactarán negativamente la pesca y los rendimientos de la agricultura, es decir, la producción de alimentos; la intensificación y mayor frecuencia de eventos extremos como sequías, inundaciones, tifones y huracanes; la alteración de los vectores de enfermedades (mayor alcance de mosquitos en zonas más altas o regiones más templadas, por ejemplo) y la pérdida de biodiversidad. Estos y otros efectos ya pueden observarse y se agravarán en el futuro inmediato.
Como resultado de la cumbre climática de Copenhagen de 2009, se adoptó un acuerdo no vinculante que tiene la meta de «limitar» el calentamiento a 2º C (3.6º F). Para muchos esto no merece el nombre de «limitación», pues conlleva tolerar más del doble del cambio que ya ha ocurrido: los efectos pueden ser muy serios. Pero hay algo más preocupante: como el acuerdo no es vinculante, los gobiernos y las empresas están en libertad de violarlo. Por esa razón, instituciones tan conservadoras y distintas como el Banco Mundial y la Agencia Internacional de Energía, entre otras, advierten que nos encaminamos, si las cosas no cambian, a un calentamiento de 4º C (7.2º F) y quizás hasta 6º C (10.8º F). Incluso la más baja de esas cifras supondría efectos difíciles de calcular, incluyendo la pérdida del hielo polar y de la tundra. Para que se tenga una idea: las capas de hielo de la Antártica Occidental y de Groenlandia tienen el potencial, al derretirse, de aumentar el nivel del mar en 6 y 5 metros, respectivamente. Además, el proceso de deshielo reduce el reflejo de luz solar hacia el espacio, acentuando el calentamiento, a la vez que libera metano, un gas cuyo efecto invernadero es mayor que el del CO2. Por otro lado, el cambio de composición de los mares reduce su capacidad de absorber carbono. Con un calentamiento de 4º C, que debe provocar un aumento del nivel del mar de 1 a 2 metros, desaparecerán naciones-islas como Tuvalu y las Islas Maldivas, así como zonas costeras de Ecuador a Holanda, de Brasil a California, de Florida a vastas zonas de India, China y el Sureste de Asia.
La alternativa
A pesar de este panorama amenazante, Klein insiste en que todavía estamos a tiempo –aunque a muy duras penas– para limitar el calentamiento a .2º C.
Para lograr esto es necesario iniciar una reducción de las emisiones globales de CO2 a más tardar en 2015, reducción que debe continuar hasta reducirlas para el año 2050 a 50-80% del nivel de 1990. Para lograr esto hay que realizar una transición acelerada a fuentes de energía renovable, como el sol, el viento y el agua, partir de la tecnología existente, aunque dedicando recursos a su desarrollo ulterior. Hay que proteger bosques que retiran el carbono de la atmósfera. Hace falta una reconstrucción planificada de las ciudades que incluya la sustitución del desarrollo urbano desparramado, dependiente del automóvil, por asentamientos densos con vecindarios, comercios, servicios (escuelas, clínicas, tiendas, colmados) y centros de trabajo conectados por transporte colectivo y por carriles para bicicletas y rutas peatonales. Las viviendas e instalaciones de comercio y trabajo deben adaptarse para el mejor uso de energía (ventilación, calefacción, utilización de energía solar, etc.). Debe impulsarse la agricultura ecológica que reduzca emisiones, aumente la captura de carbono y garantice la seguridad alimentaria de cada país. Debe reducirse lo más posible la distancia (y la necesidad de transporte) entre la producción y el consumo, lo que se conoce como relocalizar la producción. Será necesario construir productos más duraderos, diseñados para que puedan repararse fácilmente y reducir la producción de productos desechables.
¿Será posible esa transformación en el tiempo requerido, es decir durante la próximas tres décadas y media? Klein contesta afirmativamente, siempre y cuando se tome acción inmediata. Cita, por ejemplo, un estudio de 2009 realizado en la Universidad de Stanford que explica cómo tan temprano como 2030 se podría proveer energía con fuentes renovables (sol, viento, agua) para todos los usos a escala global. Ya se han diseñado planes para que el estado de Nueva York satisfaga todas sus necesidades de energía con fuentes renovables también para 2030. Otros proyectos, menos ambiciosos pero esperanzadores, plantean que la Unión Europea podría cubrir 67% de sus necesidades con fuentes renovables para 2030, cifra que se podría elevar a 97% para 2050.
Pero hay otra dimensión de esta transición. No podemos hablar de reducciones de emisiones globales homogéneas. La realidad es que, para alcanzar niveles de vida mínimamente adecuados, la población de los llamados países en desarrollo necesita aumentar la construcción de escuelas, hospitales, plantas de tratamiento de aguas, viviendas, sistemas de energía eléctrica, entre otras instalaciones. Si este proceso, para no hablar de la industrialización de estos países, se realiza –como ya está ocurriendo en India y en China– utilizando combustibles fósiles, no solo no será posible mantener el calentamiento dentro de los márgenes indicados, sino que de seguro se sobrepasará el calentamiento de 6º C. De esto se derivan al menos tres consecuencias importantes.
En primer lugar, si bien para 2050 las emisiones globales deben reducirse cerca de 85% con respecto a 1990, las reducciones en los países desarrollados, causantes del 80% del calentamiento actual, deben ser más severas. Estos países han llevado al clima planetario al borde del colapso: han contraído una gran deuda con el resto del mundo y ahora deben dejar espacio para que otros países puedan desarrollarse sin desestabilizar el clima. Se calcula entonces que la reducción de emisiones de los países desarrollados para 2050 debe ser de 80-95% respecto a 1990.
Por otro lado, si se pretende evitar un calentamiento mayor a 2º C también será necesaria una masiva transferencia de recursos de los países desarrollados a los países en desarrollo que permita a los últimos mejorar sus condiciones de vida sin recurrir, o recurriendo lo menos posible, a los combustibles fósiles. Si no se da esa transferencia de recursos, esos países continuarán por el mismo camino fósil que ya han recorrido los países desarrollados, con las consecuencias ya indicadas.
Es decir, hace falta un plan mundial de desarrollo sostenible, una especie de plan Marshall para el planeta, como lo han llamado algunos autores, refiriéndose al plan financiado por Estados Unidos para reconstruir a los países de Europa después de la Segunda Guerra Mundial.
Parte de ese plan, como indica Klein, debe ser la relocalización de la producción. La deuda de los países en desarrollo los obliga exportar para obtener las divisas necesarias para pagarla: lo opuesto de la relocalización necesaria. El objetivo de detener el cambio climático debe incluir, por tanto, la cancelación de esa deuda y el reconocimiento del derecho de los países en desarrollo a proteger la producción para el mercado interno, o, más bien, su deber de proteger dicha producción, incluyendo la recuperación de sus sectores agrícolas según preceptos agroecológicos. Ya no se trata de garantizar su desarrollo autónomo únicamente, sino de salvar el clima del que toda la humanidad depende.
Pero esta transición –ya bastante compleja por lo dicho– tiene otras dimensiones. No hay duda de que reducir emisiones globales de CO2 en la medida necesaria impone algún tipo de reducción de la producción y el consumo en los países desarrollados.
Aquí también debe aplicar el principio de responsabilidades compartidas pero no iguales:. Impuestos progresivos a empresas e individuos deben socializar lo que ahora son ingresos exorbitantes privados, que a su vez se convierten en gastos de lujo. El estilo de vida del 20% más rico, incluyendo los más ricos de los países en desarrollo, no es sostenible. Pero en los países desarrollados esas reducciones tendrán que afectar a sectores más amplios de la población, no solo a los sectores más ricos.
¿Será posible que la gente apoye tales cambios? Klein piensa que sí: siempre y cuando se entienda que el sacrificio será proporcional al ingreso y que se acompañe con la seguridad de empleo, ingreso y de garantías materiales (vivienda, salud, educación) de las que muchos carecen en la actualidad y que mejorarán su calidad de vida. La mayoría rechazará justificadamente cualquier sacrificio del consumo si a la vez se le obliga a sufrir recortes de servicios, pensiones y empleos como resultado de las políticas de austeridad vigentes o si perciben que los más privilegiados conservan sus niveles de consumo derrochadores. La lucha contra el cambio climático impone un fortalecimiento, por tanto, de las garantías de empleo, ingreso y servicios públicos y una política de reducción de desigualdades.
El ecologista y marxista belga Daniel Tanuro añade otro aspecto central a este punto: la reducción del consumo de ciertas mercancías debe acompañarse de la reducción de la jornada de trabajo sin reducción de paga. La conquista inmediata mayor sería el aumento del tiempo libre de todos y todas: tiempo para compartir, realizar distintas actividades, tiempo para una vida con menos prisa y estrés y con plena seguridad de satisfacer las necesidades básicas sin destruir nuestro entorno. Es decir, la reducción de ciertas formas de producción y consumo, si se le acompaña con la reducción de la jornada de trabajo, no debe conllevar un empobrecimiento de la vida sino su enriquecimiento.
En fin, es posible reducir y evitar los efectos más graves del cambio climático. Para lograrlo hay que tomar medidas que suponen crear empleos para todos y todas, con ingreso y servicios universales garantizados, a la vez que se reduce la jornada laboral y la desigualdad entre países y en cada país, y se crean las condiciones para una vida más rica y diversa. Como plantea Klein, el cambio climático es a la vez una crisis terrible y una gran oportunidad, no para perpetuar o salvar la sociedad existente, sino para crear una sociedad distinta, mucho mejor y más atractiva.
El mayor obstáculo
Si estos cambios son posibles, necesarios, beneficiosos y urgentes ¿por qué no se adoptan? ¿Por qué no se debaten ampliamente, ni se promueven? La razón no es difícil de encontrar: estas medidas conllevan atacar los privilegios del 20% más rico del planeta y las prerrogativas y ganancias del gran capital, empezando por las grandes empresas petroleras, las más grandes acumulaciones de capital privado, como destaca Klein, que han existido en la historia.
Pero no se trata de las empresas petroleras únicamente. Se trata de las reglas del capitalismo. Los cambios urgentes y necesarios indicados exigen redistribuir la riqueza a través de impuestos a las más grandes empresas, (para financiar servicios públicos ampliados), y a las corporaciones petroleras (para financiar la energía renovable). También exigen: ampliar el sector público, planificar la producción y las ciudades y relocalizar la producción, cancelar la deuda de los países en desarrollo y reducir la jornada laboral, lo cual también conlleva una masiva redistribución de la riqueza. Pero todo esto es lo opuesto de los preceptos del neoliberalismo que incluyen: no el aumento, sino la reducción de impuestos a las grandes empresas; no la planificación, sino la desreglamentación del sector privado; no la relocalización de la producción, sino la oposición a toda política proteccionista y el fomento, al contrario, de la producción para la exportación; no la reducción, sino el alargamiento de las jornadas y la intensificación del trabajo en busca de «competitividad»; no la reglamentación o la reducción de ciertas actividades de acuerdo con objetivos ambientales, sino la libertad del capital para producir y vender lo que desee, dónde desee y cómo desee, siempre que resulte rentable.
En fin: es posible enfrentar el reto del cambio climático, pero no sin romper las reglas del capitalismo. Sencillamente, un sistema en que los capitales privados se obligan mutuamente al constante aumento de la producción y a la reducción de costos que garantice la mayor ganancia a corto plazo no es capaz –y nunca será capaz– de relacionarse con el entorno natural de manera responsable o sostenible. Ese uso y relación responsables suponen una visión social y no privada; integrada y no fragmentada; atenta al largo y no al corto plazo; comprometida con el tipo y contenido del desarrollo y sus impactos y no solo con el aumento cuantitativo del ingreso. Pero la perspectiva del capital es necesariamente privada, fragmentada, a corto plazo y se centra unilateralmente en la ganancia.
Esa, plantea Klein, es la más seria «verdad inconveniente» que Al Gore no se atrevió a mencionar en su famoso documental del mismo título: no podemos salvarnos de las consecuencias del cambio climático sino acabamos con el capitalismo. Es una verdad que ya no podemos evadir.
Klein considera que las últimas dos décadas han sido una especie de gran experimento global en el que hemos podido observar la evolución de la preocupación por el problema climático, por un lado, y de las políticas neoliberales, por otro. Es un paralelo aleccionador.
Vidas paralelas
Aunque el tema se discutía desde mucho antes, en 1988 la presentación sobre el cambio climático ante el Congreso de Estados Unidos de Joseph Hansen, entonces director del Instituto Goddard de Investigaciones Espaciales de la NASA, marcó el inicio de la creciente y cada vez más difundida preocupación por el calentamiento global. En 1988 también se celebró en Toronto la 1ra. Conferencia Internacional sobre el Cambio Atmosférico. En 1992 la Conferencia de Naciones Unidas sobre el ambiente adoptó el primer acuerdo sobre el cambio climático que planteaba reducir para 2005 las emisiones de gases con efecto invernadero a 20% menos del nivel alcanzado en 1988. A la misma vez se creaba al Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático de Naciones Unidas que desde entonces ha monitoreado el problema.
Poco antes empezar a difundirse la preocupación por el problema del cambio climático ya se había inaugurado la era neoliberal bajo los gobiernos de Reagan en Estados Unidos y de Thatcher en Gran Bretaña: se había iniciado la política de concesiones contributivas al gran capital, de privatización y reducción del sector público y de desreglamentación del sector privado. Con el colapso de las economías planificadas burocráticamente en la Unión Soviética y Europa del Este a finales de la década de 1980, las velas del neoliberalismo se hinchan y sus políticas amplían su radio de acción. A la vez que se proclamaba el «fin de la historia» –que habría alcanzado su culminación en el capitalismo liberal– los capitales se desplazan con recién conquistada y creciente libertad de región a región y de país a país. Mientras tanto, la voluntad formulada en Río de Janeiro en 1992 de reducir las emisiones a 25% por debajo del nivel alcanzado en 1988 queda en el olvido. Los acuerdos de Kioto sobre el mismo tema adoptan un sistema de mercadeo de permisos de emisiones (conocido como cap and trade) que tampoco logra reducir las emisiones. No se trata de que la tarea de lograr tratados internacionales efectivos fuese demasiado compleja: durante la década de 1990, a pesar del choque de intereses y agendas nacionales, sectoriales y privadas, se acuerda la firma de tratados de libre comercio y la creación de la Organización Mundial del Comercio (OMC) y de otros organismos que imponen a todos los países las reglas neoliberales. Pero en el terreno ambiental y climático lo que reina es la inefectividad y la inacción. Se demuestra, no la imposibilidad de acuerdos internacionales sobre temas complejos y conflictivos, sino la dificultad de acuerdos que pueden afectar negativamente las ganancias del gran capital. Por eso los tratados comerciales avanzan y los ambientales y climáticos se estancan.
Peor aún, las reglas de libre comercio adoptadas e impuestas impiden atender el problema climático. La eliminación y casi ilegalización, según las reglas de la OMC, de las políticas proteccionistas de los países en desarrollo, la exigencia de que el capital externo tenga igual trato que el capital nacional y de pago estricto de la deuda tienen todas el mismo efecto de fomentar la producción para la exportación y de empujar a los países en desarrollo a aceptar prácticamente cualquier tipo de inversión y producción con tal de obtener divisas, procesos que tan solo podían resultar en un aumento de las emisiones de CO2 y un agravamiento del problema del cambio climático.
De hecho, desde un principio la agenda climática quedó explícitamente subordinada a la agenda neoliberal. El mismo acuerdo de Río lo consignaba en una cláusula que advertía que las medidas para atender el cambio climático no debían ser «restricciones disfrazadas del comercio internacional». No había problema, entonces, con proteger el clima, siempre y cuando no se tocara el flujo del «comercio internacional». Este tipo de disposición se ha extendido posteriormente bajo las reglas de la Organización Mundial del Comercio. Klein documenta varios de muchos ejemplos de cómo empresas privadas y gobiernos han exigido el desmantelamiento de programas de energía renovable (en India y Canadá, por ejemplo) por considerarlos violatorios de las reglas del libre comercio, según codificadas por la OMC.
No alarguemos esta deprimente historia: el saldo de las dos décadas posteriores a la Conferencia de Río (1992-2012) ha sido, no una reducción de las emisiones a 25% del nivel alcanzado en 1988 como se propuso en 1992, sino un aumento de 61% sobre el nivel alcanzado en 1991.
Mantener las políticas neoliberales traerá iguales resultados: eso explica por qué la conferencia de Copenhague de 2009, en la que muchos colocaron tantas esperanzas, adoptó metas decepcionantes y no vinculantes y por qué las emisiones de gas carbónico han seguido aumentando desde entonces. Lo único que las ha limitado temporalmente ha sido la contracción económica consecuencia de la crisis financiera de 2008.
Claro está: para muchos es más fácil contemplar la posibilidad del fin del clima as we know it que el fin del reino de la propiedad privada y de la competencia, es decir, del capitalismo. Por eso, ante el problema del cambio climático florecen una serie de reacciones distintas e incluso opuestas, que sin embargo, tienen algo en común: la insistencia en que el problema puede y debe atenderse sin tocar las reglas del capitalismo. Klein discute algunas de esas reacciones: las que niegan el problema (la derecha republicana, los Tea Partiers); las que favorecen soluciones técnicas; el discurso de los mesías empresariales que promueven esos techno-fixes e incluso la inconsecuencia de sectores del movimiento ambiental que se adaptan al discurso neoliberal o neoconservador (nacionalista, xenofóbico). Todas esas corrientes están empeñadas, cada una a su manera, en demostrar que es posible salvar el clima sin destruir el capitalismo. Con tal de salvar al capitalismo están dispuestos a llevarnos al borde del abismo. Si en otro artículo hablé de la amnesia del capital, aquí quizás podamos hablar de su ceguera.
Cualquier cosa menos…
Los primeros que habría que mencionar son los sectores que niegan la realidad del calentamiento global y del consecuente cambio climático. Según este sector el calentamiento global es un invento y un fraude. Pero, ¿por qué se ha organizado y difundido tal fraude? Para no pocos ideólogos de esta corriente la idea del cambio climático es una conspiración liberal, izquierdista, totalitaria o socialista para acabar con la libre empresa, los derechos individuales y redistribuir la riqueza. A nombre de combatir el cambio climático, plantean y advierten, se pretende minar todo lo que define una sociedad basada en el libre mercado y la iniciativa individual.
Klein advierte que, por descabellada que parezca, hay que reconocerle un mérito a esta tendencia: si bien se equivoca al negar el problema climático y al considerarlo un invento o conspiración de la izquierda, no se equivoca al pensar o presentir que reconocer y atender un problema de esa magnitud exigiría abandonar las políticas neoliberales y los pilares del sistema económico que ellos defienden. Entienden este hecho incluso mejor que muchos ecologistas, que todavía se aferran a propuestas parciales que son insuficientes. Porque sospechan las consecuencias radicales que se derivan de reconocer el problema, se resisten a reconocerlo. Por eso, lejos de denunciar a los que niegan el problema como meros paranoicos hay que responder que sí, que efectivamente, como ellos tanto temen, el problema climático exige tomar medidas como imponer contribuciones al gran capital, limitar las reglas del libre comercio, ampliar el sector público, asegurar el uso planificado de los recursos productivos y una redistribución de riqueza en cada país y entre países.
Pero negar la existencia del problema es cada vez más difícil. En lugar de negar el problema hay quienes lo reconocen, pero insisten que puede atenderse sin necesidad de alterar las políticas económicas vigentes. Klein examina el rol de lo que llama los «mesías» que han aparecido como parte del debate sobre el cambio climático, entre los cuales incluye a Bill Gates de Microsoft, a Richard Branson de las aerolíneas y las empresas Virgin y al magnate petrolero tejano T. Boone Pickens. Todos promueven el mismo mensaje: la solución no vendrá de la gestión pública sino de la iniciativa del gran capital. En ocasiones su discurso se convierte en una nueva versión de la teoría del goteo (trickle down): limitar las ganancias del capital limitará su capacidad de innovación. Garanticemos sus ganancias y todos se beneficiarán, a la vez que se dará más rápidamente con la solución al problema del cambio climático. Klein explora el historial de estos portavoces del gran capital. El balance es el siguiente: la proclamada preocupación por el calentamiento global no ha impedido que sus empresas continúen aumentando sus ganancias a través de actividades que contribuyen a agravar el problema.
En realidad no habría que culparlos tanto por ese proceder. Al fin y al cabo, están sujetos a la regla número uno de la competencia capitalista: aumentar la ganancia inmediata o ser desplazados por otros capitales. Dentro de esa lógica las consideraciones generales a largo o mediano plazo sobre el clima siempre quedarán en segundo o tercer lugar.
Una tercera vertiente analizada en detalle por Klein pretende enfrentar la crisis climática con alguna invención salvadora: de ese modo el problema podría resolverse sin alterar las reglas económicas vigentes y sin tocar los privilegios del gran capital. Entre estas propuestas se encuentra la idea de secuestrar las emisiones de CO2 para enterrarlas, con la esperanza de que estas inyecciones masivas no afecten el subsuelo, ni las aguas subterráneas, y que el carbono enterrado nunca escape de su tumba. Otra opción es la llamada Administración de la Radiación Solar (Solar Radiation Management). Esta opción pretende replicar el efecto de algunas explosiones volcánicas que, al depositar partículas en la estratosfera, han bloqueado por un tiempo la entrada de rayos solares y reducido la temperatura de la tierra. La idea es construir una manguera –sí, una manguera– o usar aviones que rocíen determinadas partículas en la estratosfera para lograr el mismo efecto. La propuesta tiene el problema de que convertiría los cielos azules en un techo blanco (milky); tendría que mantener un flujo constante, ya que detenerlo conllevaría exponer la tierra a un golpe de calor repentino, aun más destructivo que el calentamiento gradual; afectaría adversamente el clima y la agricultura en varias regiones (África, India, por ejemplo) y, por último, plantearía problemas cuando ocurran verdaderas erupciones que acentúen el efecto más allá de lo deseado.
Lo extraordinario es que estas posibilidades se consideren seriamente: antes que apagar el capitalismo, antes que reglamentar el capitalismo, se opta por tratar de regular el sol, como si se tratara del dimmer de una lámpara. Mejor arriesgar el agua, el subsuelo y alterar la atmósfera más de lo que ya la hemos alterado en proyectos de incierta efectividad, que tocar las prerrogativas del capital o promover un plan de reforma social a costa de sus privilegios.
Klein se pregunta, por otro lado, si esta opción se estaría considerando con igual seriedad si se pensara que sus efectos negativos ocurrirían en Europa o Norteamérica. En otras palabras, la aparente aceptabilidad de efectos negativos en África o India demuestra que tales propuestas tratan a vastas regiones y poblaciones de los países en desarrollo y antiguas colonias como prescindibles.
Esa actitud, tácitamente racista, es mucho más evidente en las posiciones que sencillamente suponen que el cambio climático, con todas sus consecuencias, es ya un proceso irreversible: lo que corresponde es asegurar los intereses nacionales y garantizar la primacía propia en la competencia exacerbada y las crisis sociales que resultarán del deterioro ambiental. Las grandes potencias deberán asegurar sus provisiones de petróleo, agua, tierra fértil en todas partes del mundo, a la vez que se arman para defender esa disponibilidad o ampliarla y que cierran sus fronteras contra la entrada de masas empobrecidas o de refugiados de conflictos armados, de sequías, procesos de desertificación, etc. La derecha xenofóbica cultiva esta perspectiva, por supuesto. Pero Klein destaca que se trataría de un agravamiento de lo que el capitalismo, el imperialismo y el colonialismo ya han hecho en el pasado. Una versión casera de esta corriente son las tendencias que nos aconsejan prepararnos para sobrevivir como podamos el colapso de la civilización: destino al que la infinidad de películas distópicas y postapocalípticas de moda nos invitan a resignarnos como una fatalidad.
Las grandes empresas petroleras navegan estas aguas hábilmente, apoyando ahora una posición y después otra, o varias al mismo tiempo: financian las organizaciones que pretenden negar el cambio climático y denuncian a los ecologistas como enemigos de la libre empresa. Pero también apoyan a las iniciativas que reconocen el problema pero insisten en techno-fixes que eviten plantearse la reducción de emisiones. Y en ocasiones adoptan un discurso verde y aseguran que se preparan para promover la transición a la energía renovable, aunque constantemente amplían las reservas de petróleo que poseen y mantienen la intención de explotarlas y extraer las ganancias correspondientes.
Otra dimensión de la trayectoria de las empresas de energía fósil ante la creciente preocupación por el cambio climático ha sido presentar al gas como un puente hacia la energía renovable. Es un tema que nos toca directamente.
¿El gas como puente a la energía renovable?
Como se sabe, en Puerto Rico se ha impulsado la idea del gas como combustible de transición hacia la energía renovable. Muchos –el que escribe incluido– han favorecido la adopción del gas (sin gasoducto, al cual nos opusimos) como un progreso con respecto al petróleo. Fue la posición que defendí como candidato a la gobernación del PPT. Klein nos invita a reconsiderar esta posición.
Plantea para empezar, que si bien el gas puede usarse para reemplazar combustibles fósiles, también puede usarse para retrasar la adopción de la energía renovable. La única forma de asegurarnos de que se utiliza para lo primero es mantener la generación de energía en manos del Estado y sometida a un plan de eliminación de los combustibles fósiles, incluyendo el gas.
Por otro lado, las supuestas ventajas del gas y la necesidad de una etapa intermedia en el camino a la energía renovable se basaban en dos supuestos que se han ido invalidando durante los últimos años: la extracción del gas por métodos convencionales y las limitaciones de la tecnología de la energía renovable.
En años recientes, la extracción del gas se realiza cada vez más por el método fractura hidráulica (conocido como fracking) que además de afectar el subsuelo y los acuíferos, libera cantidades considerables de metano, un gas que tiene un impacto en el calentamiento mucho peor que el CO2: el gas obtenido con este método lejos de aliviar, empeora el problema del calentamiento global. Por otro lado, el constante desarrollo de la tecnología permite una transición a la energía renovable mucho más rápida que se salte el «puente» de la gasificación. Como indica Klein, es posible que la inversión dirigida a la gasificación debiera haberse empleado en acelerar la transición a la energía renovable.
Los críticos del gas como supuesto puente subrayan que la humanidad está en una encrucijada que no puede evadir. Un camino conduce por la continuada quema de combustibles fósiles, incluyendo el gas. El otro conduce a la utilización de energía renovable. No se puede caminar por ambos caminos a la vez. No se puede aspirar al segundo y seguir invirtiendo millonariamente en el primero. No se puede pensar que el primero conducirá al segundo.
Hasta aquí no hemos mencionado el intento de revivir la energía nuclear como alternativa a los combustibles fósiles. No creo necesario señalar los peligros y problemas de esta opción: desde el problema nunca resuelto de disposición de los residuos radiactivos al peligro de accidentes catastróficos, como nos recuerda el caso reciente de Fukushima.
Las oportunidades perdidas y el ecologismo respetable
Klein destaca la gran oportunidad perdida por la primera Administración de Barack Obama. En 2009 Obama asumió la presidencia en medio de la crisis financiera y económica que había estallado en 2008: el prestigio de Wall Street estaba en su punto más bajo y el nuevo presidente contaba con un claro mandato para cambiar las cosas luego de ocho años de gobierno republicano. El presidente Obama tenía en sus manos el arma del programa de recuperación económica que, entre otras cosas, le daba injerencia directa en la industria automotriz y la banca, además de otros sectores rescatados con fondos públicos. En ese momento, a partir de la necesidad de acción inmediata en el tema ambiental en general y el climático en particular, y de los efectos de la crisis económica sobre la mayoría trabajadora, se pudo haber lanzado un plan de conversión a la energía renovable, de expansión del sector y el empleo público, de impuestos al gran capital para financiar ambas, de creación de un verdadero seguro universal de salud, de renovación de la infraestructura y las viviendas según parámetros sostenibles, entre otras medidas. Esas iniciativas hubiesen aislado y desarmado a la derecha gracias a sus efectos positivos inmediatos en la gran mayoría de la población. No hay que decir que ese no fue el rumbo de la Administración Obama.
En cada caso, señala Klein, el problema es el mismo: la incapacidad de desafiar al gran capital. La reforma de salud ha sido grotescamente deformada con tal de complacer a las grandes aseguradoras, las farmacéuticas y los mayores proveedores privados. La reforma de las finanzas se sacrifica ante la presión de los grandes bancos. La acción real en el terreno de la energía renovable y el cambio climático se mutila ante las exigencias de las empresas petroleras.
Cambiarlo todo… en Puerto Rico también
El análisis de Klein se cruza en muchos puntos con la situación de Puerto Rico, tanto en lo que se refiere al impacto pasado y presente del desarrollo capitalista, como a las resistencias y a las opciones futuras. En cuanto al impacto baste mencionar la especialización unilateral de Puerto Rico en ciertos productos agrícolas para la exportación y la posterior industrialización fragmentada, también orientada a la exportación, partes de la cual fueron los intentos de establecer en la isla tanto una amplia industria petroquímica como, en determinado momento, la minería a cielo abierto, y de la cual siguen siendo parte la dependencia de alimentos importados y la adopción del modelo de asentamiento suburbano dependiente del automóvil privado (combinado con el desmantelamiento de los sistemas de tranvía y ferrocarril que alguna vez existieron). Todos son procesos que de distintas maneras contribuyen a la degradación ambiental y al cambio climático en particular.
Pero Puerto Rico también ha sido un espacio de resistencias, cuyas victorias han sido decisivas para salvar la posibilidad de un futuro distinto: la lucha contra la explotación minera durante la década de 1960, la lucha contra el proyectado superpuerto en el oeste y la isla de Mona a principios de la década de 1970 y la lucha contra el gasoducto en años recientes, para dar algunos ejemplos.
El capitalismo fósil, señala Klein, siempre ha dependido de la existencia de zonas de sacrificio («sacrifice zones»): territorios, por lo general ubicados en los países coloniales y subordinados («middle of nowhere» desde el punto de vista de las metrópolis), que deben ser destruidos para garantizar el desarrollo depredador en otras partes. Puerto Rico ha luchado como ha podido contra la intención de convertirlo en otro de esos «sacrifice zones», lo cual sin duda hubiese sido el resultado si la explotación minera y el proyectado superpuerto petrolero se hubiesen materializado.
En cuanto al futuro, un proyecto de reconstrucción económica de Puerto Rico que se acogiera al plan global esbozado por Klein, tendrá que incluir el objetivo de relocalizar la producción y reducir la necesidad de transporte. Es decir, exigirá un aumento de la producción para el mercado interno y una recuperación de la agricultura según el modelo agroecológico. Exigirá un rediseño de la ciudad vinculado al desarrollo del transporte colectivo, la superación de la dependencia en el automóvil y del desparrame urbano. Y, por supuesto, como en todas partes, deberá incluir una transición acelerada a las fuentes de energía renovable. Necesitamos la versión puertorriqueña de los planes para tal transición elaborados en otros países (como el global, el del estado de Nueva York y de la Unión Europea mencionados anteriormente). Y también debe incluir, como plantea Klein, la cancelación de la deuda que secuestra recursos para esa transición así como aportaciones económicas de los países desarrollados, en este caso Estados Unidos, para que las economías dependientes, la de Puerto Rico en este caso, dejen de serlo y puedan asumir los costos de un desarrollo sostenible. En la medida que se asuma la generación de electricidad con gas hay que mantener la propiedad pública del proceso, para asegurar que se trata de una transición a la energía renovable.
Hay que explorar los modelos que permiten tener generación eléctrica centralizada desde el punto de vista de la planificación pero descentralizada desde el punto de vista de las instalaciones de generación. De igual forma hay que adoptar modelos que permitan proyectos de generación de energía renovable cooperativos. Y en todo momento es necesario garantizar empleo y la organización de los empleados de energía eléctrica: como indica Klein las medidas necesarias para detener el cambio climático deben realizarse para beneficio y no a costa de las mayorías trabajadoras. Y será necesario luchar por una reforma electoral según los lineamientos sugeridos por Klein y por otros autores y que ya resumimos. Lo que Klein nos enseña es que no se trata de lo que necesita Puerto Rico únicamente, se trata de lo que necesita la humanidad entera.