Catar y catalogar en Y las montañas volvieron a ser islas de José Ángel Rosado
Hay libros de historias, historias de libros y libros sobre libros e historias. Y también hay libros sobre bibliotecas. Hoy deseo hablar sobre un libro de esta última clasificación, revestido del mágico título de Y las montañas volvieron a ser islas, escrito por mi querido colega José Ángel Rosado.
Conozco la prosa ensayística de Rosado por sus estudios dedicados al cine y a la literatura policial. En esta ocasión, la dicha me entregó un libro biforme: una antología de cuentos y novela simultáneos, en donde los retozos literarios juegan con los cinemáticos, y los clásicos antiguos con los modernos.
Importa catalogar; el acto de leer implica archivar experiencias estéticas, revisar lecturas anteriores, proyectar posibles interpretaciones. Cuando hacemos un catálogo, o cuando revisamos uno, no solo repasamos las fichas del pasado, sino que dejamos testimonio de lecturas vividas y soñadas. Examinar un catálogo es leer al cuadrado, la metáfora más directa de disecar libros.
No acostumbro develar misterios ni aguar fiestas, pero necesito describir el meollo de una historia sin aparentes contornos. La amistad (quizás el amor) entre dos niños narradores y sus aventuras a lo largo de una enorme biblioteca sirven como hilo conductor del libro. Los episodios que protagonizan los niños se intercalan con lo que parecen ser reinversiones de los textos que Pierre y Gerald encuentran en la biblioteca, unas narraciones que le procuran el rasgo de “colección de cuentos” al libro que hoy presentamos. Solo leemos los cuentos a través de los ojos de Pierre; si decidiésemos optar por jugar cortazarianamente y brincar capítulos, Y las montañas volvieron a ser islas deja de ser una novela. Advierto que hay ciertas zancadas que desbaratan lo que pudieran ser concisas pero hermosas historias de amor. Propongo que no brinquemos.
De hecho, la admiración que demuestra nuestro narrador, Pierre, por su compañero de andanzas lectoras lo torna, quizás, en una suerte de guía que es además su doble. Gerald parece cumplir la función de enseñarle a leer a Pierre. No me refiero con “leer” a desentrañar signos, sino a vivir historias, a leer como Harold Bloom sugiere que leamos los clásicos: “con toda el alma”. Leemos la conclusión de Pierre recién pasamos la primera página; es la siguiente:
“La luna siempre presente, definida por sus ciclos, permite ver mejor, deja ver lo que no vemos. Aunque suene paradójico, he descubierto que lo que vemos día a día […] son artificios que utilizamos para materializar lo no concreto, la vida misma. Por eso, luego de varios intentos y fracasos, comienzo a ver de verdad, y digo de verdad o puedo añadir que veo la realidad, porque aún no encuentro el nombre preciso para describir la experiencia” (12).
Apostaría a que el nombre menos impreciso es, precisamente, “leer”. Leer lunarmente (o sea, leer cíclicamente, o leer con el alma, como aconseja Bloom), releer, volver a los clásicos como se arriesga Rosado en este libro, equivale a “ver de verdad”, como intuyó Pierre o como le habría enseñado el maestro Borges, quien propuso que “releer es más importante que leer”.
Debo advertir que en la pasada cita (en esa de la luna) he mutilado el texto de Rosado. Pierre confesó, según hemos leído, lo siguiente: “he descubierto lo que vemos día a día”, a lo que sigue un inventario de escenas y objetos cotidianos que nuestro narrador ve, en efecto, día a día. Se trata del segmento más inspirado del párrafo y un aparejo literario que recurrirá en los cuentos narrados por Pierre: me refiero al catálogo como herramienta literaria. Y debo distinguir entre dos tipos de catálogos (recordemos que nuestros héroes son jóvenes bibliotecarios y procede la catalogación al cuadrado). Uno de estos catálogos se compone de nombres de escritores y cumple el servicio de apuntarnos hacia algunas referencias literarias de los cuentos narrados en el libro; incluyen a autores variados, desde Paracelso a Poe, pasando por los realistas franceses y los románticos ingleses, no sin antes cruzar una serie de escritores medievales, desde Rábano Mauro hasta el príncipe de Villena. A este tipo de catálogo al momento es forzoso ignorar, porque entrever los guiños literarios del profesor Rosado sobrepasa los márgenes de esta minúscula presentación.
El otro tipo de catálogo, del cual quiero encargarme, aunque sea brevemente, se compone de una serie de elementos de un conjunto temático, esbozados en una prosa por momentos minuciosa, por momentos escueta y siempre poética, usufructuaria en su técnica, del momento más extraordinario de “El aleph” de Borges también: ¿se acuerdan de la escena de los “caballos de crin arremolinada” y el “círculo de tierra en una vereda, donde antes hubo un árbol?” En el cuento del argentino, la belleza estriba en la selección (me atrevería añadir que hasta el sonido) de las palabras, pero también de la arbitrariedad relacional de las imágenes. La magia de colocar la baraja española del escaparate de Mirzapur entre “los sobrevivientes de una batalla, enviando postales” y “las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo” estriba en el capricho del cuento. En los catálogos de Rosado, de otra parte, las imágenes (y veremos luego que no son solo imágenes, sino temas y hasta aparejos narrativos) están relacionadas. Quiero decir que en lugar de avisarnos de la inmensidad retorcida del mundo visto desde el aleph, motean la prosa de vida, color y, me atrevería añadir, realismo.
En Y las montañas volvieron a ser islas los catálogos proceden en orden y van desde los más elementales hasta los más complejos. Este orden va de la mano del orden de las páginas, por lo que, insisto, el juego cortazariano priva al lector de comprender el crecimiento de Pierre como narrador. Para llegar a la catalogación especializada nuestro joven bibliotecario tendrá que vérselas con inventarios expuestos con claridad y sencillez.
Cito, por ejemplo, la caravana de platos exóticos de “Historia de Anís y Alí y la gruta encantada”, el primer “cuento” de Pierre, o los instrumentos y creaciones de los orfebres del mismo texto, los colores y las especias no vienen solos, sino en conjuntos archivables:
“[U]n carnero relleno de almendras, adobado con nuez moscada, clavo y pimienta, también había pastas aterciopeladas, perfumadas con almizcle y deliciosamente rellenas, bizcochos llamados sabum, tortas de limón, confituras sabrosas, dulces llamados muchabac, bocadillos huecos llamados lucmetel-kadi y pastelillos finos y leves como una cabellera, en los que no se había[n] escatimado la manteca, la miel, las almendras y la canela” (29).
También me pudiese referir a los catálogos de armas y artilugios de la herrería en “Historia del Maestro Herrero y los de la Broncínea Cabellera”. Como se trata del tercer cuento, el ya experimentado Pierre dispersa un tanto más los elementos de su catálogo, pero nos podemos topar, por ejemplo, con
“[L]as cinco capas que tenía el escudo, con la triple cenefa brillante y reluciente, provista de una abrasadora de plata, engendrador de la cegadora luz, terror del enemigo […] las imágenes grabadas, las artísticas figuras que representando la tierra, el mar, el infatigable sol, la luna llena y las constelaciones que, al coronar el cielo, contaban la historia de dos ciudades […] las figuras que en estaño y hierro hablaban de las tinieblas mortíferas de la guerra” (74-75).
Por supuesto, los catálogos además rinden el fruto de enarbolar la bandera estilística de Virgilio y Las mil y una noches (citados en sendos epígrafes en dos de los cuentos). El deliberado dejo anacrónico que hasta aquí ha caracterizado la prosa de Pierre es otro guiño literario que Rosado le dirige al lector.
Conviene recordar que los catálogos se subdividen en subcatálogos. Ya he advertido que no encontraremos en Y las montañas volvieron a ser islas solamente una ristra de elementos relacionados con uno que otro tema, colocados uno al lado de otro. Igualmente catalogables, por ejemplo, son los campos semánticos de la selección de vocablos con los que Rosado enriquece cuentos como, por ejemplo, “Historia del Hombre Guerrero y el Hombre Sereno”. En este tipo de catálogo no deletreamos una cadena de expresiones afines, sino que conjeturamos, a lo lejos, quizás desde la relectura (que es la lectura como debe ser, al cuadrado, o la lectura hecha con el alma); conjeturamos, repito, la pensada confección del texto. El caudal léxico del cuento del que ahora trato va de la mano de su pensada limitación; se trata de un catálogo de palabras y sintagmas que encontramos dispersos a lo largo de las cinco páginas que lo componen, y he aquí una muestra: “ruina, defensa, el mando, combatiente, brigadas, ejecutar, prontitud, supervivencia, cadáver, cremación, amadas murallas, labradas puertas, esclavitud, augurio, mando, objetivo, hostilidades, horror bélico, fortificación, brigadas, campiña, apertrechar, lanzas y espadas, la caída de los cuerpos, tomar las armas, yelmos, hostiles, desolados, disturbio, temor, diezmada, el prolongado sitio, la quema de la ciudad, podredumbre, sospecha, traición y furia del enemigo”.
Pero recordemos el título: “Historia del Hombre Guerrero y el Hombre Sereno”, yuxtapuestos frente las palabras y sintagmas bélicos encontraremos “ecuanimidad y armonía, arcoíris, claridad, cosecha, mies y mercado”. El cuento trata de opuestos que intentan complementarse, como los vientos Noto y Bóreas; como Pierre y Gerald, como los personajes de Borges.
Mi catálogo favorito lo encontré en “El que guarda de mí”, historia de un romance triangular, una amistad erótica entre tres a lo Jules et Jim, o el imposible caso de una intrusión odiada y deseada a la vez. El cuento está facturado a base de alusiones sensoriales, pista que el lector olfatea en la inmediata mención de los cinco sentidos. Por supuesto, piensa el lector/bibliotecario/detective: una historia de sexo es una historia de tacto, gusto, vista, olfato y oído. Pero los sentidos no solo le dan sentido (perdón) al acto sexual, sino que transforman los instantes, fugaces por definición, en memorias, semifugaces por definición. Leemos las palabras del avispadito Pierre:
“Lo percibido a través de los otros sentidos era devorado por el olvido porque no existía nada que le confiriera permanencia. El olor de un perfume, o la fragancia despedida durante el acto amoroso entre dos cuerpos[,] persiste mientras viva la fragancia o las personas que lo compartieron. Los sonidos, de modo similar, al pasar el tiempo se pierden u olvidan, y los cambios o inventos implican el nacimiento de otros nuevos. El desarrollo del olfato, oído y tacto me permitieron encontrarme con un universo infinito y complejo, pero no proveían herramientas para preservar esa experiencia” (95).
Se integran, y me ruborizo cuando considero el despertar sexual de los jovencísimos lectores Pierre y Gerald, fragmentos en los cuales se corresponden el sexo y los cinco sentidos: “la transpiración mojada de la axila, los flujos de la saliva seca en la barba”, por ejemplo, luego emparentados con colores, formas y vahos marinos.
“La fragancia despedida durante el acto amoroso entre dos cuerpos”, habíamos leído, pero repito que en esta historia hay cama para tres; “una noche los encontré, el olor de ella en armonía con el de él, los suspiros, la fragancia del amor verdadero y permanente” (98). Los celos inmediatamente se transforman en deseo, articulado bajo el subcatálogo sensorial:
“Descubrimos lo que es un beso, sin importar a quién besáramos; distinguible solo por la consistencia de los labios o la particular acidez de la lengua” hasta que “gemidos y suspiros, caricias y fluidos perdieron su particularidad fundiéndose en uno, en el instante eterno de éxtasis, en el sonido, toque y olor primordial que nos persigue y perseguirá hasta el infinito” (102-3).
Con “El que guarda de mí” hemos abandonado el pasado mítico y elegante de las Antigüedades helena e islámica que identifican los primeros cuentos del libro para hundirnos en “aventuras de olas, de galeones, de arcabuces, de rumbos marinos, de lugares vividos y soñados”, en palabras de José Hierro, cuyo personaje Lope de Vega cumple el más maravilloso de los tríos sexuales: el amante, el amado y la Noche.
En este cuarto cuento, la catalogación consiste en que se ha narrado una historia siguiendo un patrón fijo de escenas. De escenas sexuales, quiero decir, narradas desde el punto de vista de los sentidos o a veces articuladas desde cómo la memoria intenta visitar el pasado a través de los sentidos. Me explico: en vez de presentar con la inocencia de la niñez (y la inocencia de nuestros clásicos antiguos) una simple serie de dulces exóticos como el sabum, las tortas de limón, los muchabac, y los sin duda deliciosos lucmetel-kadi, Pierre ha sabido conjugar escena erótica transpirada por alusión a los sentidos tras escena erótica transpirada por alusión de los sentidos. Se trata, por supuesto, de otro tipo de dulce exótico: dulces para adultos.
Con “Ventana clausurada”, dedicado a Wilfredo Mattos Cintrón, entramos en la contemporaneidad y ya desde su título divisamos la impronta del cine pero también de los escondrijos de las tramas detectivescas. Aquí el profesor Rosado nos narra una historia enmarcada en un ambiente en el que se ha especializado profesional y visceralmente. Se trata del cuento más largo del libro y también el mejor. He decidido no comentarlo aquí. Vayan, amigos, léanlo y reléanlo; en una de esas llegan a hacerle el amor a la luna, esa diosa cíclica que nos enseña a “leer con toda el alma”.
Y las montañas volvieron a ser islas es un libro que debe ser leído, ¿pero cómo catalogarlo? Se trata de una reflexión personal en torno al encantamiento de la escritura, una introversión en torno a la historia de la literatura, y a la vez una anécdota amorosa (el amor entre amigos que leen, entre dos lectores y un libro, amor entre tres), que nos invita a pasar los dedos sobre una hilera de fichas bibliográficas, de libros, pero no para archivar las lecturas del pasado, sino para tocar (debería decir “acariciar”) la curvatura dorsal del repertorio de textos que llamamos canon y que llevamos a cuestas, aunque sea por sentir en la yema de los dedos el filo de las páginas o traer a la memoria lecturas vividas y soñadas, lecturas que hicimos tomados de la mano de un maestro o de la mano de un ser amado.
Y las montañas volvieron a ser islas. San Juan: Callejón, 2014.