Cómo narrar el imperio: un crimen de 1899
Fiel a su temprana convicción de que “con los residuos y los fragmentos se construye una cultura”, Arcadio descubre en el crimen de Caguas de 1899 una de las claves centrales de nuestra historia contemporánea: el colonialismo negociado.[2] Veamos los antecedentes.
“Cito y emplazo –afirma Juan Miguel Kearney y Álvarez, juez de primera instancia de Caguas– a Rafael Ortiz, hijo de María Ortiz, edad 19 años, estado soltero, oficio cochero, estatura baja, pelo negro, frente regular, cejas al pelo, ojos melados, nariz perfilada, cara ovalada, boca regular, color indio, procesado por asesinato del soldado John Burke, y se encuentra prófugo, ignorándose su paradero, para que se presente en la cárcel… a responder los cargos…”[3]
Apresado en uno de los montes cercanos, Rafael no fue enjuiciado por una corte civil sino por una Comisión Militar que lo acusó de “matar y asesinar criminal y premeditadamente al soldado John Burke… en el local del Centro de Artesanos San Luis… cortándole la garganta con una navaja… Además, le imputó “la portación de armas ocultas”. [4] William H. Hubbel, coronel de infantería, se propuso demostrar que “este asesinato se cometió a sangre fría sin sombra de excusa alguna, que no fue cometido en un momento de pasión, sino con premeditación y con un plan deliberado”. [5]
Esta acusación no cuadra con el parecer de F.D. Grant, brigadier general, quien estuvo en Caguas investigando la bronca antes de la captura del cagüeño: “I am of the opinion that this murder was not a premeditated one, but committed in hot blood. The soldier was intoxicated and was carrying a stick when last seen, before the murder”. [6]
En la corte marcial el fiscal Robert Alexander, primer teniente de infantería, insistió en que la provocación del soldado Burke (“una persona no sospechosa [e] inofensiva”] fue “insignificante”. Pero recalcó que su muerte fue premeditada porque la agresión del soldado ocurrió unas dos horas antes.[7]
Por el contrario, Rafael denunció una antesala de ataques y gestos bochornosos que colmaron la copa de su dignidad burlada:
Una tarde –relata el acusado– cuando estaba caminando desde el río, conocí a un soldado en la calle Nueva. Me pidió un cigarro y se lo di. Era uno de esos cigarrillos que se necesitan volver a enrollar, lo cual hice para él. Luego le di un fósforo. Me pegó una bofetada. Después de eso me fui a casa… Dos o tres días después vi al mismo soldado con otro soldado caminando hacia la iglesia. Yo tenía una pequeña bandera americana en el bolsillo de mi chaqueta. Cuando el otro soldado vio la bandera americana… me llamó por señas y me preguntó cuánto valía la bandera. Le dije que no valía nada y que se la daría como recuerdo. Luego el soldado que me había pegado antes me reconoció, me llamó un nombre asqueroso y el otro hombre dijo ‘no’ mostrándole la bandera. Cuando vi que se dirigía hacia mí, volteé la esquina y me escondí. Tres o cuatro noches antes, cuando estaba hablando con mi novia, él llegó y me golpeó en el hombro y me dio una bofetada. Casi me caigo al suelo. Me escapé y el soldado me persiguió gritándome. Otra noche me encontré con Inés Sandoval en su casa. Ella estaba hablando con Joaquín. Después de hablar un rato con ella nos ofreció una silla. Cuando el soldado llegó él me dijo algo que no pude entender y le digo, ‘sí’. Luego me pegó con un palo y me cortó la nariz. Creo que todavía tengo la cicatriz.[8]
Esta última agresión fue vista también por el testigo Joaquín Sánchez.[9]
No sabemos si Burke cometió esas agresiones deleznables metido en tragos, pero la noche del asesinato, Pedro Bibiloni, uno de los artesanos reunidos en el Centro dio fe de su visible estado: “Llegó hasta la puerta del club con un palo en la mano; y se le dijo que se sentara. Yo pensé que el soldado estaba un poco borracho y le dije a mis amigos… que voy a traer un oficial u otro soldado… para que se lo lleven”. [10]
Poco después, Rafael Ortiz subió al club y sin mediar palabras agarró al soldado por el cuello, lo degolló y huyó. El soldado se despeñó por la escalera y allí quedó el río de sangre que vio Bibiloni a su regreso a la casa de los artesanos.
El fiscal pidió la pena de muerte y dos tercios de la Comisión Militar aceptó la petición. Es decir, suscribieron la versión del crimen premeditado y no entendieron que la rabia y la vergüenza de la humillación pública no tienen horas de expiración. Y menos frente a una novia dolida y humillada.
Quien sí lo vio mejor y más políticamente fue el general Guy V. Henry (1839-1899), a la sazón gobernador militar de la isla (diciembre 1898-mayo 1899). Tal vez por su experiencia militar previa puso en perspectiva imperial el crimen de Caguas. Henry tuvo una destacada participación en la Guerra Civil estadounidense (1861-1865) en la que ganó la medalla de honor. [11] Pero fue en las guerras contra las naciones indígenas donde ganó su reputación como combatiente. Hasta 1871 el Congreso de Estados Unidos consideró a los “native americans” como “separate nations”, hasta que empezó a despojarlos de las tierras codiciadas y a recluirlos en reservaciones. Los indígenas no se dejaron y repelieron las expulsiones. Henry luchó contra los cheyenes, los apaches y los sioux y en la batalla de Rosebud perdió la visión de un ojo que le valió el ascenso a brigadier general.[12]
Participó también en la campaña de Wounded Knee [1890-1891] en la que se dio la última gran batalla contra la nación sioux. Este enfrentamiento culminó en la “masacre de Wounded Knee” donde cerca de la mitad de los muertos fueron hombres, muchos de ellos desarmados, y el resto mujeres y niños asesinados por una tropa indisciplinada.[13]
Al gobernador militar Henry –condecorado exterminador de “native Americans”– le tocó entonces enfrentar el problema político de un mulato criollo condenado a muerte por matar a un soldado yanqui ebrio que lo degradó y agredió repetidas veces a la vista de su novia, sus amigos y sus vecinos. Este alboroto antipático contrastaba con la tranquila ocupación militar de un país acogedor que no lloró el fin del colonialismo ibérico después del picnic de la invasión del 98.
En la guerra clásica las líneas de combate son claras, pero en la ocupación militar de ciudades –“lo más delicado en una guerra”– se diluyen porque los civiles son, en abstracto, el enemigo. Por lo tanto, el veterano curtido en tantas luchas frontales, tiene que aprender otras reglas, otras maneras sesgadas de manejar al contrario sin uniformes ni armas expuestas. Es decir, repensar lo aprendido en la academia militar. Arcadio lo resume con más fuerza: “En 1899 la ley marcial del Estado imperial chocaba con la ley no escrita de la cultura puertorriqueña que obligaba a limpiar una afrenta con la muerte del transgresor”.[14]
El general Henry desata el nudo de ese choque entre lo político y lo militar con una mezcla de tacto imperial y de un desprecio crudo de las clases populares. Trata de desmentir, de entrada, la versión del tribunal militar de que el crimen fríamente calculado justifica la pena de muerte y de que esta mermará su posible repetición. Algo que es indefendible, según Henry, “por lo llenas que están las cárceles en la Isla”.
En su afán de ganar la guerra después de la guerra, Henry apuesta a una salida política, con una franqueza desarmante:
… en vista del hecho, que es bien sabido, que los soldados destacados en Caguas frecuentemente molestan a los habitantes… deberían defenderlos y no atormentarlos, y, además, en vista del hecho de que el asesino fue golpeado en la cara por la supuesta víctima en la tarde en que el crimen fue cometido, y, considerando además que el asesinado habría interferido con los derechos individuales del condenado y que le habría pegado y molestado en otra ocasión, provocando así que el asesino recurriese al medio habitual de venganza, el Comandante del Departamento cree que en este caso la justicia reclama que no debe ser aprobada la pena de muerte.[15]
Henry sabía que poco valía ganar la batalla armada si se perdía el forcejeo civil, el control de la retaguardia, de la factoría azucarera, del mercado de mercancías y del punto militar estratégico. Prevalecer en la guerra y perder las mentes de los indígenas es perder el botín. Así que muchas cosas valiosas están en juego detrás del crimen de Caguas. Henry lo vio claro y rechazó la seductora pena de muerte. Por consiguiente, propone una condena de prisión perpetua en una cárcel norteamericana porque “en Puerto Rico la cadena perpetua no tendría ningún efecto moral en la gente de la isla, puesto que a los asesinos se les considera tan buenos como a los hombres recluidos por delitos menores”. [16]
Además, insiste, como si fuera poco lo anterior, en que sirva de ejemplo saludable aquí “donde los asesinatos se ven tan a la ligera…”[17] Así, lo que parecía un episodio pueblerino más, sacudió la historia inmediata y obligó a repensar la naturaleza de la ocupación militar. Ya las tropas no podían imponer caprichosamente el dominio de las armas sin medir sus efectos políticos y culturales. A petición de Henry, el presidente William McKinley conmutó la pena de muerte por prisión perpetua y como prisionero federal, Rafael fue enviado a la prisión de Stillwater, Minnesota.[18] En 1902 el gobernador civil de la Isla, William H. Hunt, redujo la sentencia a cinco años de confinamiento.
Rafael y sus amigos
El prisionero vestía un traje negro cruzado, un sombrero militar, un par de zapatos finos y llevaba una frisa enrollada. Sus manos estaban esposadas y cargaban un gran ramo de rosas silvestres compradas en Hastings esta mañana. Después de bajarse del tren, la escolta y el prisionero desayunaron en el restaurant Ostrom y luego caminaron hasta la prisión. Ortiz descansará hoy y mañana será puesto a trabajar.[19]
El reportero anónimo destacó también que el prisionero parece “listo e inteligente”, tiene un “aspecto delicado” y “unos ojos penetrantes”. Así reportó el Stillwater Daily Gazette la llegada de Rafael, un nuevo capítulo de este relato de crimen y castigo.
Ninguno de los actores imaginaba entonces que era la continuación del segundo hallazgo de Arcadio: la constitución de los Estados Unidos no acompañó la bandera cuando los yanquis ocuparon la Isla. A Rafael, como súbdito del nuevo régimen, le violaron temprano sus derechos ciudadanos al ser juzgado por una “comisión militar” en vez de una corte civil. Así lo denunció el abogado John W. Willis exhortado a gestionar la liberación de Rafael por John Lind, gobernador de Minnesota. A todo esto, el abogado Willis subrayó que “ni conozco su nombre” y pidió al alcaide de la prisión que guardara la mayor discreción hasta que sometiera la petición de excarcelación. [20]
Su primer paso fue acudir al Tribunal del Circuito de Minnesota y someter un largo alegato en el que recuerda que Rafael Ortiz “invoca la protección de la Constitución” porque después del Tratado de París (ratificado por el Senado de los Estados Unidos el 6 de febrero de 1900) en la Isla rige la Constitución estadounidense. Remacha sobre todo que:
- El peticionario nunca fue parte de ninguna de las ramas militares españolas o estadounidenses porque era un “ciudadano privado y no combatiente.”
- Fue arrestado y obligado a comparecer por la fuerza ante unos soldados del ejército regular de los Estados Unidos que se llamaron a sí mismos “una comisión militar.”
- Al arrestar, acusar y celebrar el juicio, “la paz reinaba en todas partes de la Isla…, la soberanía de los Estados Unidos era incuestionable, y la lealtad y devoción del peticionario a la bandera y al gobierno de los Estados Unidos…eran absolutas.”
- El acusado no fue juzgado en público ante un jurado imparcial ni se le permitió carearse con los testigos ni citar testigos a su favor.[21]
Es el rechazo precoz de lo que se llamó luego “los casos insulares” (1901-1922) venteados en las cortes estadounidenses que sostienen hasta el día de hoy que Puerto Rico es un “territorio no incorporado” que “pertenece, pero no es parte de los Estados Unidos.” Y por tanto se conceden unos derechos fundamentales, pero no todos los derechos que disfrutan los ciudadanos del Norte.[22]
El licenciado Willis no cuestionó el dominio imperialista del “territorio”, pero sí el atropello de negar a los boricuas los derechos de ciudadanos plenos. En la Isla, un año antes, José Julio Henna, amigo y compañero de luchas de Betances y anexionista de verdad, se adelantó al abogado Willis y cuestionó lo mismo: “El gobierno militar, en tiempos de paz es desmoralizante y degradante. Como su efecto más directo y natural es silenciar la ley, desvirtúa el principio de que el gobierno norteamericano es un gobierno de leyes y no de hombres”. [23]
Así que dos voces, desde el imperio y desde la colonia, denuncian la negación de derechos ciudadanos que, por suerte para Rafael, se sumaron a la compasión de algunos residentes de Minnesota, empezando por el mismo Willis. Este gestionó la visita de un sacerdote español para que lo confesara y le llevó libros en español e inglés que le ayudaron a aprender el idioma norteño. Al salir Rafael de la cárcel Willis ya era juez y lo acompañó hasta St. Paul donde tomó el tren de regreso a Nueva York y luego el barco a Puerto Rico. A Willis se sumó también Celia H. Kenny, maestra católica que hablaba español, visitó, se carteó con Rafael y organizó un grupo de apoyo. [24]
Martorell y sus amigos
Al voltear a la derecha cuando entramos a la sala central del Museo de las Américas nos atrae y nos intriga la cara iluminada del preso 5168 Rafael Ortiz. Rafi Trelles cree que su autor, Antonio Martorell, posee una “vibrante personalidad que seduce a cuantos le rodean”. [25] Se trata, en verdad, de un seductor seducido. Porque Toño, por confesión propia, se deja tentar. Es decir, lo único que no puede resistir es la tentación: de crear belleza, de condenar la injusticia, de defender al perseguido y al discriminado, en fin, de luchar por la libertad humana y la independencia nacional.
Ante el irresistible y poderoso texto de Arcadio en el que se diluye la frontera entre la historia y la literatura –un auténtico drama histórico– Martorell se enclaustró y sucumbió a la tentación que celebramos hoy. Así grabó gráficamente para la historia de la solidaridad los rostros de John W. Willis, abogado defensor, de Henry Wolfer, el alcaide de la prisión, y de Celia H. Kenny, maestra, y otros dolidos por la prisión de un humilde cochero injustamente acusado y exiliado a un país extraño.
Además, rescata del olvido a la mujer invisible, a la enamorada de Rafael que después del juicio desaparece de los documentos y del recuerdo. Inés Sandoval, de la que no existen retratos, revive hermosa en el cuadro del Martorell enamorado de su nombre de novela.
En fin, hoy volvemos a rendirnos, con orgullo y admiración, ante las obras de “Martorell y sus amigos” como insiste en firmar sus trabajos. Toño cree que “uno siempre sigue los pasos de otros…” porque la creación colectiva eleva el nivel de romper valores, cánones y estereotipos sin renunciar a las tradiciones culturales que la nutren. [26]
Conclusión
Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversas maneras el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo.
Marx[27]
El texto de Arcadio nos mueve a pensar en la persistencia hoy del antiguo régimen del 98 cuya agenda perversa de libertades negadas o recortadas no acaba de morir. Y nos conmueve también por el drama de honor dentro del drama político. “La ley no escrita de la cultura puertorriqueña –dice Arcadio– obligaba a limpiar una afrenta con la muerte del transgresor”. [28]
Los historiadores suelen ser muy tímidos a la hora de moverse en los espacios eróticos donde destacan convenciones culturales y códigos narrativos. Pero en el crimen de 1899 es incontestable que el deseo desencadenó la tragedia. Y más extraordinario aún es que la voz imperial del general Henry y la solidaridad que vino del frío del abogado John W. Willis y sus amigos, coincidieran con el reportaje de The St. Paul Globe que recordó, cinco años después, a la salida de Rafael de la prisión, que “los soldados cometieron muchas atrocidades” en Caguas y que el soldado Burke se destacó por actos bochornosos, particularmente su intento de asaltar a una joven puertorriqueña que era la novia de Ortiz. Y concluye que “la evidencia que condenó a Ortiz era completamente circunstancial y ha existido en la mente de muchas personas la duda sobre la culpabilidad del muchacho”. [29]
Les recuerdo que, hasta donde sabemos, el caso de Rafael Ortiz fue el primer caso de pena de muerte en las nuevas colonias, en el que intervino el presidente de Estados Unidos. Y Rafael fue el primer puertorriqueño que cumplió condena en Estados Unidos como prisionero federal.
Los fragmentos y residuos enlazados por Arcadio ayudan también a repensar el “colonialismo negociado” que se sumó al arte de bregar boricua. Los yanquis, caminando en tierra minada, aprendieron a bregar desde el navajazo en Caguas.
En el terreno del bregar (“una acción dentro de un campo reducido; el arte de lo no trágico, sin la fatalidad de la blandura del ¡Ay Bendito”)[30] aprendimos las primeras letras en la escuela de pico y pala de los capitanes generales españoles con facultades omnímodas y luego nos tocó el kínder del “sweet talk” del general Nelson A. Miles y del general Henry, hasta las órdenes gruñidas de la Junta de Control Fiscal del Congreso de Estados Unidos.
En fin, este libro hermoso y valiente es una lección maravillosa de historia, una espada para los combates contra las mentiras y las violencias. Arcadio, sin concesiones y sin guiños condescendientes, rechaza “la felicidad basada en el olvido” y nos obliga a repensar a la nación entera.
Texto leído por el autor durante la presentación del libro del Once tesis sobre un crimen de 1899 el 8 de diciembre de 2021 en el Museo de las Américas.
[1] Arcadio Díaz Quiñones, Once tesis sobre un crimen de 1899. 2da ed. ampliada, San Juan, Luscinia C.E., 2021. la primera edición es de 2019.
[2] Arcadio Díaz Quiñones, La memoria rota. Río Piedras, Ediciones Huracán, 1993, pp. 160-161.
[3] Díaz Quiñones, Once tesis…, p. 57.
[4] Ibid, pp. 34-35.
[5] Ibid, p. 35.
[6] Ibid, p. 56.
[7] Ibid, p. 49
[8] Ibid, pp. 48-49.
[9] Ibid, p. 46.
[10] Ibid.
[11] https://www.cmohs.org.recipients Consultado el 8 de noviembre de 2021.
[12] https://www.arlington cemetery.net
[13] L.R. Jackson Wilson et al., The Pursuit of Liberty. A History of the American People. California, Wadsworth, 1990, pp. 652 y ss.
[14] Díaz Quiñones, Once tesis…, pp. 112-113.
[15] Ibid., p. XV.
[16] Ibid., p. 114.
[17] Ibid.
[18] Ibid., pp. 114 y ss.
[19] Stillwater Daily Gazette, 9 de julio de 1899, cit. por Díaz Quiñones, Once tesis…, p. 60.
[20] Díaz Quiñones, Once tesis…, p. 63.
[21] Ibid., pp. 67-74.
[22] V. Efrén Rivera Ramos, The Legal Construction of identity. The Judicial and Social Legacy of American Colonialism in Puerto Rico. Washington, D.C., American Psychological Association, 2002, pp. 225-328.
[23] Gervasio L. García, Historia bajo sospecha. San Juan, Publicaciones Gaviota, 2015, pp. 245-246.
[24] Díaz Quiñones, Once tesis…, pp. 97, 89 y 91.
[25] Rafael Trelles, “Martorell, la creación que no cesa”
[26] Ver Antonio Martorell, “Fear, Art and Freedom”, Speech at U.S. Congress Art Competition, Washington D.C., June 28, 2008; Trelles, op.cit.
[27] Esta es la undécima tesis de su ensayo “Tesis sobre Feuerbach”, Carlos Marx y Federico Engels, Obras escogidas. Moscú, Ediciones en Lenguas Extranjeras, 1955, 2 vols., I, p. 248.
[28] Díaz Quiñones, Once tesis…, pp. 112-113.
[29] Ibid., pp. 94-95.
[30] Arcadio Díaz Quiñones, El arte de bregar. San Juan, Ediciones Callejón, 2000, pp. 21-22.