Conversación con Mario Vargas Llosa
…la Modernidad a cualquier precio
80grados vuelve a publicar hoy una entrevista a dos voces realizada a Mario Vargas Llosa en 1993 por Arcadio Díaz Quiñones y Tomás Eloy Martínez. En ella se habla de letras y política; de universalismo versus nacionalismo; del viaje a la inversa de las fronteras económicas frente a las políticas; de globalización para qué y para quién; de ciudadanía, buen gobierno y del papel del Estado. La conversación de aquel momento —inteligente, provocadora— pasa por coordenadas importantes del momento actual.
Mario Vargas Llosa vuelve a Buenos Aires tras una larga década de ausencia. En vísperas del viaje, tuvo una conversación a puertas cerradas con Arcadio Díaz Quiñones, director del Latin American Studies Program, de la Universidad de Princeton, y Tomás Eloy Martínez, editor de este suplemento. Habló de su autobiografía, de Borges, de Sarmiento, de los avances del liberalismo en América Latina y de los tiempos que se vienen, tanto aquí como en los Estados Unidos. Lo que ahora se publica es una síntesis de dos horas y media de diálogos.
En la primavera, la noche cae temprano sobre Princeton. A las ocho ya no se ve a nadie caminando por las avenidas arboladas, siempre silenciosas. Las torres austeras de la Universidad se deslíen en la penumbra. En la calle principal, Nassau Street, se cierran casi a un tiempo las persianas de las tiendas Woolworth y de la bien nutrida librería Micawber. Enfrente, tras las verjas que circundan el campus, unas luces tenues iluminan las ventanas del edificio amarillo donde funciona el Latin American Studies Program, dirigido por Arcadio Díaz Quiñones.
Adentro hay una sala de conferencias con una gigantesca mesa oval, a cuya cabecera se han sentado algunos de los más notables investigadores del continente. Contra la pared yacen, vacías, algunas decenas de sillas. Fue allí donde, a fines de abril, el Latin American Studies Program y este suplemento de Página 12 organizaron una conversación a puertas cerradas con Mario Vargas Llosa, quien llegó a Princeton a comienzos de año como profesor visitante del Council of the Humanities.
Un par de veces por semana, el novelista de Conversación en la catedral y de La guerra del fin del mundo, ex candidato a la Presidencia del Perú, dicta allí clases en inglés sobre seis narradores latinoamericanos ya traducidos: Arguedas, Bioy Casares, Borges, Cortázar, Onetti, Rulfo. Cada tanto, da conferencias a las que acuden multitudes (lo que se entiende por multitudes en el ámbito exclusivo de una universidad como la de Princeton: nunca más de cien personas), o toma el tren de la noche para ir al teatro, en Nueva York. No puede ocultar su entusiasmo por la última obra de David Mamet, Oleanna, que 1o mantuvo durante dos horas “sentado”, como él dice, “en el borde de la butaca”.
Teme que su viaje a Buenos Aires, previsto para el 14 de mayo, sea una maratón de fatiga. No ha regresado desde el estreno de La señorita de Tacna, hace más de una década, y aun recuerda con añoranza el momento en que llegó por primera vez, en 1965, y pudo caminar por Corrientes, Florida y Santa Fe con el anonimato que le consentían su juventud extrema (tenía entonces menos de treinta años) y la difusión restringida de sus dos primeras novelas, La ciudad y los perros y La casa verde.
Entrará a Buenos Aires con el polvo de un largo camino. Pasará primero por México, donde va a presentar su autobiografía El pez en el agua, y por Guatemala, cuya geografía piensa recorrer de cabo a rabo.
La conversación que sigue duró dos horas y media y fue grabada tanto para el archivo oral de la Universidad de Princeton como para su publicación en este suplemento. En la transcripción, las intervenciones de Arcadio Díaz Quiñones y de Tomás Eloy Martínez van en letras cursivas, precedidas por las iniciales de sus nombres (A.D.Q. y T.E.M.). Las intervenciones de Vargas Llosa están en letras redondas, sin indicación de nombre.
La Autobiografía
T. E.M. —Tu obra abunda en confesiones personales como las de La tía Julia y el escribidor, en rendiciones de cuentas políticas como las de tus artículos periodísticos, en reflexiones sobre las mudanzas de tu propio pensamiento intelectual como las que se compilan en los dos volúmenes de Contra viento y marea. Que ahora aparezca una autobiografía titulada El pez en el agua parece casi un pleonasmo. ¿Cómo lo explicas?
—La razón fue la campaña política por la Presidencia del Perú. Después de la campaña, la revista inglesa Granta me pidió una crónica o memoria de esa etapa: La escribí, y se publicó con el título de El pez fuera del agua, que indicaba lo excéntrica que esa experiencia había sido en mi vida.1Quedé insatisfecho. Me pareció que al circunscribir mi crónica a lo político estaba dando una versión falaz de mí mismo. Soy algo más que un político, o al menos algo distinto, aunque haya hecho política profesional. Así surgió la idea de un texto que diera una impresión más matizada y compleja de lo que fue aquella experiencia. La pensé, al principio, como una crónica limitada a esos tres años de participación en la política peruana. Pero no bien empecé a escribir, me di cuenta de que era imprescindible ubicar esos años en el contexto de mi actividad intelectual, de mi vocación literaria y de la relación que he tenido con mi país. Así, terminé intercalando el relato de la campaña con el de los primeros veintitrés años de mi vida, en los que se cuajó todo lo que yo sería.
T.E.M. —Y El pez fuera del agua termina convirtiéndose en El pez en el agua. No entiendo, de todos modos, la razón profunda de tanta abundancia autobiográfica.
—Seguramente conoces el esfuerzo de Sartre por recurrir a todas las disciplinas de su tiempo para explicar el caso Flaubert. Eso lo lleva a escribir un libro inmenso, El idiota de la familia, que deja sin terminar porque, al cabo de miles de páginas, Sartre llega a la conclusión de que no hay escritura capaz de agotar la vida de un solo hombre. Todo escritor utiliza su experiencia personal como materia prima de su trabajo. En algunos eso es más consciente, obsesivo e inevitable. Tal es mi caso. En El pez en el agua asumo por primera vez, de manera deliberada, el relato de historias que han marcado no sólo mi vida sino también mi trabajo literario. Un ejemplo es la relación con mi padre. Mi padre es uno de los personajes centrales del libro. Tuve con él una relación difícil, traumática, que acabo por condicionar mi vocación si él no se hubiera opuesto a mi vocación de manera tan drástica, tal vez yo no me habría entregado a ella con terquedad.
T.E.M. —Los obstáculos te estimulan.
—Sí, siempre lo han hecho, desde el punto de vista intelectual. Mis novelas son diferentes entre sí porque cada una era para mí un desafío nuevo. Lo mismo me ha sucedido con la política. En el libro refiero, un poco en broma, lo que le respondí cierta vez a un periodista: que si la Presidencia del Perú no fuera el oficio más peligroso del mundo, nunca se me habría ocurrido ser candidato.
A.D.Q. —Estoy pensando en otros escritores que también fueron candidatos a la Presidencia de su país, que perdieron en esa batalla y que también reflejaron esa experiencia en su autobiografía. Es el caso de José Vasconcelos y de su Ulises criollo,2donde ajusta cuentas consigo mismo, con su formación literaria y con el vendaval político que termina marginándolo. Me pregunto si tuviste a mano modelos como ese al escribir El pez en al agua.
—No. Nunca tengo modelos, al menos de manera consciente, mientras escribo cualquiera de mis libros. Trabajo aislándome casi por completo del contorno. Las novelas, las obras de teatro y esta autobiografía exigieron una especie de reclusión en un mundo muy privado, casi egoísta. No puedo decir que tenga presente ni siquiera a los lectores potenciales En esa ceremonia se produce, por supuesto, una suerte de desdoblamiento, porque para utilizar la escritura de una determinada manera, tienes que estar siempre desdoblándote y tratar de reaccionar como un lector.
A.D. Q. — ¿Cómo deslindas lo público y lo privado? Por lo que dices, en tu autobiografía parecieran fundirse esas dos esferas.
—No, no se funden. El pez en el agua cuenta dos periodos de mi vida y lo hace con la mayor sinceridad. No hay ánimo de justificación. Es un libro tan autocrítico como crítico. Es muy explícito en todo aquello que ayuda a entender mi vida como candidato y como escritor. Eso me ha llevado a revelar ciertas intimidades. Pero ya que no se puede contar todo, ya que una autobiografía no puede ser una mera acumulación de informaciones, he seleccionado lo importante, tal como lo hace un novelista. La diferencia es que en este libro hay afán de objetividad. He tratado de no desnaturalizar el recuerdo. La excepción son algunos episodios donde ya no tengo muy claro qué es lo verídico y qué lo ficticio. Uno de esos episodios es un viaje a la selva que hice en 1958, por el Alto Marañón, y del que han salido varios relatos e historias fértiles para mí. He hablado y escrito tanto sobre ese viaje que ya no puedo discriminar entre lo que viví entonces y lo que fantasee después. Pero en lo político, que es muy cercano, he tratado de ser muy objetivo. Siempre creí que, si llegaba a escribir mi autobiógrafa, lo haría después de los setenta años. La etapa política fue lo que me movió a escribirla ahora. Temí que, con el tiempo, se diluyera la memoria de esa experiencia.
El Escritor Comprometido
A.D.Q. —Me llama la atención que en tus ensayos sobre otros escritores —sobre Flaubert, sobre García Márquez, sobre Sartre, sobre Borges— parezcas estar hablando de ti mismo tanto como de ellos, de tu propia vocación literaria y de tus proyectos.
—La crítica literaria ha sido siempre una forma creativa, donde la imaginación tiene su propio derecho. Es para mí un género tan personal, tan comprometido como la ficción.
T.E.M. —Quiero conectar el tema de los ensayos con el de los modelos, aunque has negado tenerlos. No has escrito todavía, creo, sobre ninguno de esos creadores latinoamericanos en cuya tradición pareces inscribirte: la tradición del intelectual que diseña naciones a la medida de sus sueños. Pienso en Alberdi, en Sarmiento, en Martí, en Vasconcelos, en Rómulo Gallegos.
—Me formé en una época de América Latina en la que ser escritor era inseparable de una cierta forma de compromiso político. Para un peruano de mi generación, era imposible vivir de espaldas a los enormes problemas sociales y políticos. En el mundo universitario, por otra parte, la influencia de existencialismo era decisiva. Me eduqué en un clima marcado por las ideas de Sartre, Camus, Merleau-Ponty y, para los católicos, Gabriel Marcel. La preocupación ética no se disociaba entonces de la vocación artística. Y creíamos, además, que la literatura era un instrumento de acción para cambiar la realidad. Las palabras son actos, enseñaba Sartre. Asumí esos postulados con gran convicción, como se refleja en mis primeros libros. La manera como se debía obedecer al mandato del compromiso varió en muchos escritores; también en mi caso. Pero nunca he cuestionado esa idea. He cambiado mi manera de pensar en política, pero no he cambiado de principios. No he podido nunca separar al escritor de su preocupación social. Son muy pocos, en mi generación, los que de buena o mala gana no se sintieron empujados a formas diversas del compromiso político. Eso, por supuesto, se inscribe dentro de una tradición antiquísima en América Latina.
Quiero añadir algo. Si la evolución del continente continúa en la misma dirección en la que va, tal vez los nuevos escritores sean radicalmente distintos. En una América Latina más democrática, con instituciones más consolidadas, la literatura se irá despolitizando. Y quizá también irá dejando por el camino las inquietudes sociales, tal como ahora sucede en los Estados Unidos y en Europa occidental.
A.D.Q. —En tu obra veo las dos líneas. Por un lado, está la vocación política y una relación con el Estado tan fuerte que te lleva a querer ocupar el lugar central del Estado. Pero por otro lado veo también una fuerte vocación por conferir autonomía a lo literario. Me pregunto si no hay en ti una tensión profunda entre el escritor que duda, el escritor que sabe decir “no sé, de eso no sé” y busca respuestas a través de las novelas, y el hombre público que está obligado a ofrecer afirmaciones, a veces tajantes y aun intransigentes: el político que no tiene derecho a dudar.
—Hay una tensión, en efecto, pero no de esa índole. La tensión se da en el hecho de que la política y la creación artística son actividades muy absorbentes. Ambas exigen una entrega total. No se hacen con horario. Te las llevas a tu casa, duermes con ellas. Lo difícil es hacer que coexistan, porque asumir una significa inevitablemente el sacrificio de la otra.
T.E.M. —No siempre. Hay intelectuales que asumen el ejercicio político con voluntad pedagógica, y el mismo afán didáctico los impulsa a escribir. Son los casos de Sarmiento, de Martí, y ahora mismo, el de Vaclav Havel.
—Sí, pero yo me refiero al creador, al que asume la literatura no para desarrollar determinadas ideas sociales o políticas sino para crear mundos que a veces se alzan como un desacato frontal contra lo establecido. Havel, claro que sí, ha superado esas barreras. Pero el suyo es un caso excepcional. Era un creador auténtico, movilizado por pasiones de tipo social. Y esas pasiones, creo, han acabado por prevalecer en él. Ahora es sobre todo un político que felizmente no ha sepultado al creador, como se nota en sus discursos.
Entre Dos Fuegos
T.E.M. —Ante esa alternativa de vida completa, de tiempo completo, deduzco que, si conquistabas la Presidencia del Perú, estabas decidido a renunciar a la literatura durante el lapso de tu mandato.
—Había decidido, por supuesto, cumplir con los compromisos asumidos en la campaña, aunque eso significara no escribir una sola línea de literatura. Pero también estaba decidido a que la experiencia durara los cinco años del mandato y no más. Esas decisiones son racionales, ¿pero cómo adivinar lo que va a pasar en el día a día? Recuerdo la angustia de ciertos momentos ante la idea de que, si ganaba, tenía que dejar de lado mi vocación durante cinco largos años. Me angustiaba, sobre todo, que ciertos instrumentos centrales para mi vocación, como el uso del lenguaje, se convirtieran en algo muy diferente.
A.D.Q. —Por eso, precisamente, hablé de dos registros dispares. Un novelista puede darse el lujo de ser ambiguo y de negarse a dar definiciones, pero un político no puede hacerlo. Es, por definición, aseverativo.
—Es así. Un político profesional no puede ser ambiguo. El político tiene que persuadir, ser no sólo didáctico sino también llegar a un público muy heterogéneo. Y es muy difícil llegar a él si no se hace por lo bajo, a través de simplificaciones y repeticiones. Porque así es el lenguaje del político: simple, reiterativo. Todo lo contrario del lenguaje literario. El escritor trabaja con un lenguaje condensado, personal, tratando de diferenciarse del lugar común. El mensaje político, en cambio, es más eficaz mientras más cerca esta de la lengua del común. En un político, el compromiso con la verdad es transitorio y relativo, porque el político se mueve en el mundo de lo práctico. Eso no significa que sean mentirosos irremediables o ventrílocuos estereotipados. Una gran parte de ellos sí lo son, y por eso admiro a quienes han sido capaces de superar esos escollos manteniendo en pie una actitud ética y una coherencia de ideas.
Hay algo que no quisiera dejar incompleto. No me parecería honesto descalificar al político y afirmar, en cambio, que todo intelectual es puro e íntegro ante la verdad. Eso no es cierto. La pureza es más fácil, por supuesto, cuando se es un intelectual. Pero eso tiene que ver con la responsabilidad que cada quien asume. Ante un papel en blanco se puede decir o hacer cualquier cosa con impunidad. El político, en cambio, debe saber que con sus actos puede desencadenar situaciones apocalípticas.
La Modernidad
A.D.Q. —Yo no hablé de pureza, sino de autonomía ante el poder. Voy a tomar un ejemplo concreto: he observado en tu discurso público sobre la modernidad y en tus celebraciones del progreso una cierta intransigencia con los que no están de acuerdo y una cierta condena del multiculturalismo, mientras que en el conjunto de tu obra narrativa la modernidad se ve, en cambio, como algo muy problemático.
—La modernidad sólo es problemática para los que ya son modernos. Porque si eres moderno, puedes darte el lujo de desacreditar la modernidad y reivindicar en cambio lo primitivo, lo arcaico. Pero vista desde la perspectiva de un peruano, o de un paraguayo, o de un somalí, la modernidad es un problema de vida o muerte para inmensas masas que viven en el primitivismo, no como si fuera un juego intelectual de antropólogos y politicólogos, sino como gente desamparada ante un mundo cada vez más hostil. Si eres un político y tienes un mínimo de responsabilidad, no puedes plantear la modernidad como un tema de debate académico. En el Perú, la modernidad significa trabajo para los que no trabajan, instrucción básica para los que no tienen instrucción, y un mínimo de oportunidades para [que] gentes condenadas a la marginalidad desde su nacimiento [se] puedan ganar la vida.
T.E.M. —Pero ganarse la vida puede significar, cuando la modernidad es algo impuesto o forzado, perder la vida que ya se tiene. En casos como los de los indios de la etnia quiché en Guatemala o la etnia yanomami en Venezuela y Brasil, la modernidad (o cierto símil de modernidad) se consigue con el mismo lenguaje de tierra arrasada que esgrimieron nuestros modernizadores del siglo XIX. En la Argentina se consiguió acabar con el gaucho, con el indio y con el negro casi al mismo tiempo. Se alcanzó a costa del exterminio.
—Así es. Pero la modernidad a la que yo me refiero y a la que tú te puedes también referir en estos finales del siglo XX no es ya la de quienes creían que el único modo de ser moderno en América Latina era matando indios e importando italianos. Lo extraordinario de esta época es que la modernidad puede ser alcanzada por cualquier sociedad o por cualquier cultura, a condición de que se pague el precio. Ese precio no es el exterminio, por supuesto. Al contrario. Ciertos indígenas de la selva peruana, por ejemplo, son diezmados por los narcotraficantes, por los terroristas y por las fuerzas contrainsurgentes. No tienen cómo defenderse porque no son modernos. Si se los hiciera acceder a la modernidad, se los ayudaría a que sobrevivan. Naturalmente, no todo lo que ellos han creado va a sobrevivir. Pero eso ocurre con todas las formas de cultura. La modernidad es la lucha por la civilización. Y en nombre de cierta pureza racial (porque ahora hasta la raza parece que se ha convertido en un valor) no puedes condenar al exterminio a sociedades enteras que viven al margen.
A.D.Q. —Hay, sin embargo, otras concepciones de la civilización y de la modernidad, que son más críticas…
— ¿Cuáles son? A ver si me convences de que hay una forma alternativa de la modernidad a la que estamos aludiendo.
A.D.Q. — ¿Cuáles? Por ejemplo, una forma de la modernidad que pone el énfasis en una palabra que hasta ahora no hemos usado: la palabra “democracia”.
—Para mí, la modernidad es la democracia.
A.D.Q. —No hablo en un sentido electoral…
—Mi campaña electoral estuvo basada en la necesidad de modernizar al Perú: modernizarlo políticamente, con la democracia política; económicamente, con el mercado, e internacionalizar la vida peruana.
A.D.Q. —Pero la democracia también es reconocer que hay sujetos múltiples en una sociedad…
—Desde luego.
A.D.Q. —…y no un solo proyecto nacional.
—La democracia es la diversidad, y es también la coexistencia en la diversidad.
A.D.Q. —Al aludir a los indígenas de la selva peruana has dicho que hay que “hacerlos acceder a la modernidad”. Hacerlos acceder. Ese “nosotros” imperativo que habla es antidemocrático. Seríamos “nosotros”, entonces, los que vamos a hacer que otros accedan a la modernidad que “nosotros” definimos, sin pensar que puede haber resistencias en esos sujetos a los que convertimos en objetos, que puede haber en ellos el deseo de que su modernidad sea de otra manera.
—Supones que las culturas son todas equivalentes. Y no lo son.
T.E.M. — ¿Estás postulando, entonces, que algunas culturas son superiores a otras? ¿O entiendo mal?
—Quiero decir que hay culturas retrógradas y culturas progresistas. Hay culturas que reprimen el desarrollo del individuo. A esas no las llamo ni siquiera primitivas. Las llamo bárbaras. Un ejemplo, en comparación con la cultura occidental y democrática, sería el fundamentalismo islámico. Ahí tienes una cultura que reprime a la mujer, considerándola un objeto; que sanciona aberraciones tales como imponer justicia mediante la amputación de miembros, que permite la castración femenina. Nadie me va a convencer de que yo debo condenar a inmensas masas humanas a padecer esa cultura sólo por el accidente geográfico de haber nacido en determinado lugar.
T.E.M. —Repruebo esas costumbres, por supuesto. Pero también repruebo el afán de imponer, en nombre de cierta superioridad civilizadora, una determinada cultura sobre las otras.
—Sucede que hay culturas incompatibles. Y esa incompatibilidad está representada para mí por polos que son los de la civilización y la barbarie, los de la modernidad y el arcaísmo.
A.D.Q. —Veamos si hay algún modo de zafarnos de esas oposiciones tan drásticas. Civilización o barbarie. Creo reconocer ese discurso. Ese discurso viene acompañado de otro: el del darwinismo social. El discurso de las sociedades fuertes y las sociedades débiles.
—No. La modernidad es justamente la ruptura de esos esquemas dogmáticos. Es el reemplazo de la idea de cultura por la idea de individuo. Un individuo construye su cultura, escapando a los condicionamientos religiosos y étnicos: eso es la modernidad. Y la única cultura que permite esa inmensa diversidad en la que uno puede ser lo que quiere es la cultura democrática. En esa cultura, no hay otro modo de medir lo que quiere la gente que a través de las elecciones. Tú eres puertorriqueño. Y Puerto Rico es, para mí, uno de los ejemplos más interesantes del espíritu pragmático de un pueblo capaz de hacer concesiones en puntos que a primera vista parecen irrenunciables para alcanzar su modernidad y su desarrollo.
Puerto Rico, México y la Soberanía
A.D.Q. —En ideas como la de nación y la de Estado.
—Así es. En ideas como la de nación y la de soberanía. Esas ideas están ya devaluadas por la cultura democrática. Mucho antes de que eso se convirtiera en una evidencia, los puertorriqueños —por intuición, por voluntad de supervivencia y por espíritu de superación nacional- pasaron el deseo de soberanía a un segundo plano. Con lo cual, parecieran haberse anticipado a una de las metas del mundo actual.
A.D.Q. —Esa anticipación ha derivado, sin embargo, en una catástrofe social que se expresa en la música y en la literatura.
—Claro, siempre hay un precio doloroso que pagar. Pero si tú cotejas la situación de Puerto Rico con la de países latinoamericanos equivalentes, como Honduras o la República Dominicana, hablar de “tragedia puertorriqueña” resulta una broma de mal gusto.
A.D.Q. —Los modernizadores puertorriqueños de los años 50 tenían una consigna cuyas consecuencias se ven ahora. “Gobernar”, decían, “es despoblar”. Era una consigna que se alzaba en nombre de la razón, de la democracia y del futuro. Contra esa modernización hubo una resistencia cultural.
—Pero el pueblo puertorriqueño, con un olfato más afinado que el de muchos de sus intelectuales, ha preservado cosas esenciales como el idioma, sin sacrificar sus posibilidades de desarrollo material. O sea que no se dejó colonizar culturalmente, a la vez que económicamente supo convertir su condición colonial en algo beneficioso para las mayorías. Si los intelectuales hubieran decidido la suerte de América Latina, todo el continente sería ahora un inmenso Gulag. Hoy la democracia ya es algo asumido, pero en un principio fue una decisión instintiva de los pueblos y no un movimiento que los intelectuales hayan encabezado. No: los intelectuales fueron a remolque de esa decisión.
T.E.M. —No siempre. En el caso de México, por ejemplo, fueron los intelectuales, desde Azuela, Reyes y Vasconcelos, los que contribuyeron a poner orden en el caos postrevolucionario y a afianzar la democracia. Has hablado de un precio que se debe pagar. ¿Crees que en tu país, el Perú, hay que pagar el inmenso precio de la soberanía nacional para alcanzar una modernidad para la que nadie te ofrece ninguna garantía previa? ¿Crees que México debe pagar ese precio para ingresar en el Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos y Canadá?
—Lo que sí creo es que la modernidad significa la disolución de la soberanía. Si te acercas a un campo decisivo como el económico, descubres que las fronteras son ya algo muy relativo, que está desapareciendo. Los mercados comunes están convirtiendo la idea de nación en una idea retórica. Si las sociedades primitivas quieren modernizarse ahora no tienen otro remedio que abrir sus fronteras. Si quieres mantenerlas, estas condenado a la suerte de Cuba o a la de Corea del Norte. Un país pequeño, que no figura en el pelotón de los países modernizados, tiene muy pocas posibilidades de decidir sobre las cuestiones políticas centrales que le conciernen. Fíjate en un país tan poderoso como Rusia. Pues bien: buena parte del destino de Rusia se está decidiendo fuera de Rusia. Y lo que vale para Rusia, ¿cómo no va a valer para Argentina o Perú? Empujemos esa realidad. Acabemos con las fronteras. Por primera vez en la historia de la humanidad, eso es ahora posible.
T.E.M. —La utopía que acabas de exponer es la que se puede expresar desde un país desarrollado, no desde la periferia. Los países desarrollados pueden predicar, mientras les convengan, la apertura de fronteras económicas, pero simultáneamente están cerrando cada vez más las fronteras políticas. No hay barreras ni aduanas para recibir los dividendos económicos de los pueblos subdesarrollados, pero las barreras se alzan de inmediato cuando se trata de recibir a los emigrantes de esos mismos pueblos. Les pasa a los turcos en Alemania, a los árabes en Francia y les pasaba o les pasa a los sudacas en España. O el liberalismo se da en todos los terrenos a la vez, o hay que desconfiar de su sinceridad.
—El proceso de la modernización es largo, esta lleno de reveses y retrocesos, pero no es utópico. La utopía da sensación de irrealidad y no es irreal lo que postulo. Lo que ya ha pasado en el campo económico abre la puerta, de hecho, a una internacionalización creciente también en otros campos. ¿A quiénes Europa les pone visas? A los dominicanos y a los peruanos, pero no a los chilenos. ¿Por qué los chilenos pueden hoy entrar adonde quieren? Porque tienen trabajo en su país y porque Chile no exporta masas de hambrientos. No niego que haya dificultades en este proceso. Las hay. Fíjate en la internacionalización creciente de la cultura. Las comunicaciones han hecho volar las fronteras. Por primera vez, todos los hombres son ahora contemporáneos.
T.E.M. —Tu frase me recuerda a lo que escribía Octavio Paz hace cuarenta años, cuando los tiempos eran otros, al final de su libro El laberinto de la soledad. Escribió, si la memoria no me traiciona, “Somos, por primera vez en nuestra historia, contemporáneos de todos los hombres”.
—Cuando Paz lo escribió, era mucho menos cierto de lo que es ahora. Hoy es una realidad flagrante. Si haces a todos los hombres contemporáneos, los grandes beneficios de la modernidad van a convertirse en un apetito, en un deseo.
T.E.M. —Sigo sin ver como México pagaría con su soberanía el precio de la modernidad. No creo que el Tratado de Libre Comercio valga un precio tan alto.
—Soy un defensor acérrimo del Tratado de Libre Comercio. Creo que es el más rápido instrumento para la democratización de México. Si el Tratado se hace realidad, será muy difícil que pueda sobrevivir un sistema como el del PRI,3 que está montado básicamente sobre el patrimonialismo, es decir, sobre el poder mantenido en base a prebendas y privilegios. En el momento en que haya una liberalización económica, no creo que el PRI pueda mantenerse. A ese Tratado deben incorporarse todos los demás países que vayan abriendo sus economías. Chile puede muy bien postularse para ser admitido. Mientras más empujemos al mundo y a América Latina en el camino de la integración económica, lo que equivale a una disolución de las fronteras comerciales, hay más posibilidades de acabar con aventuras bélicas y con aventuras imperialistas, puesto que nadie va a querer conquistar a quien ya le sirve y es su socio. Y en América Latina es donde se puede llegar más rápido. Las nacionalidades son allí más artificiales, se han montado de modo arbitrario, sin obedecer a criterios geográficos, étnicos o históricos.
En la Era de Clinton
T.E.M. —Habría que saber si los Estados Unidos coinciden con ese punto de vista.
—La última campaña electoral en Estados Unidos ha mostrado la capacidad de regeneración que tiene el sistema. Había hartazgo y pesimismo con la recesión y con los reveses económicos internos. Se eligió entonces a una figura joven, de otro partido. Y eso ha despertado nuevas ilusiones en el sistema como instrumento de cambio. Para mí eso es muy positivo, porque creo en el sistema. Ahora bien: Clinton representa un peligro en el campo de la internacionalización. En él veo el riesgo de una vuelta al proteccionismo y de un nuevo confinamiento en el localismo. Lo que vaya a ocurrir no está claro, porque Clinton envía señales aun equívocas.
T.E.M. —Había desánimo antes de Clinton, dijiste. ¿Por qué había desánimo? Pues justamente porque había fracasado una política de mercados abiertos, porque, al llegar a sus extremos, el liberalismo estaba mostrando sus grietas.
—No. Si Bush fracasó es porque frenó el impulso hacia la liberalización, que había sido muy fuerte en tiempos de Reagan. Sucede que Bush nunca fue un liberal. Fue un conservador.
T.E.M. —Bush, de todas maneras, pone al descubierto el hecho de que, tras ocho años de impulso liberalizador, como dices, tras ocho años de Reagan, Estados Unidos había perdido todas las ventajas que tenía en su competencia con los japoneses, por ejemplo.
—Es que el mercantilismo destruye el liberalismo. La única manera de afrontar la competencia es compitiendo. Si las industrias no están en condiciones de competir, deben reformarse o desaparecer: ese es el principio básico de la libertad.
T.E.M. —La experiencia histórica demuestra, sin embargo, que el liberalismo económico rara vez va acompañado por el liberalismo político. Más bien sucede al revés.
—Pero a los países que han llevado más lejos su liberalismo les ha ido mejor. Los países con grandes sectores públicos están en desventaja ante los que ya han descentralizado su economía. Esas son leyes generales para las que no hay excepciones.
T.E.M. —Uruguay, sin embargo, decidió democráticamente, a través de un plebiscito, oponerse a la venta de sus empresas públicas. Y no me parece que le esté yendo tan mal.
—Ellos eligieron regresar a la idea de la tribu. No es infrecuente, si no les va mal ahora es por la apertura sensata que se aplicó durante la presidencia de [Julio María] Sanguinetti. Su sucesor, Luis Lacalle, quiso llevarla un poco más lejos, y los uruguayos le dijeron “No queremos”. Pues bien. No quieren. Eso debe respetarse, porque no creo que esos procesos se deban hacer a la fuerza. ¿Quieren un Estado fuerte? Entonces hay que darles un Estado fuerte. Pero si existe la democracia, van a terminar descubriendo que esa política los pone en desventaja.
De Sarmiento a Borges
A.D.Q. —A esta altura de la conversación, advierto que el verdadero modelo de Mario Vargas Llosa para el espacio público es Sarmiento, con su discurso civilizador y modernizador, y sus ideas de civilización y barbarie. No Borges, al que dedicaste un ensayo en el que lo oponías a Sartre, sino Sarmiento.
—Sarmiento me parece un escritor extraordinario. Facundo es, pienso, la gran obra narrativa del siglo XIX. Pero, a diferencia de él, no creo en la europeización racial. Su racismo es para mí inaceptable.
T.E.M. —Vuelvo a Borges, entonces. Por un lado están las erráticas ideas políticas de Borges, que se le han perdonado para dejar que prevalezca la grandeza innegable de su obra. Pero por otro lado está, también, la intención de Borges, a través de sus declaraciones públicas y de conferencias como “El escritor argentino y la tradición”, de que su visión o no visión del mundo, su antisentimentalismo, el pudor y la elusión que eran característicos de su obra, se conviertan en paradigmáticas para la literatura argentina: la intención de que toda la literatura argentina sea como era la literatura de Borges.
—Borges no fue un político y no puede juzgárselo como tal. Fue un escritor que descreía ya no solo de la política sino también de la realidad. Pero eso que racionalmente tal vez sea un disparate, produjo en su caso una obra magistral. De todos modos, tuvo actos de extremo coraje. Se opuso a la guerra de las Malvinas cuando su país estaba ganado por la histeria nacionalista, fue antifascista cuando las mayorías abrazaban el peronismo, que era en aquel momento la forma argentina del fascismo. Pero lo que queda de Borges no es eso, como tampoco es el lado político lo que ha quedado de Neruda, con quien habría que ser severísimo. Lo que queda de Borges es su extraordinaria capacidad para transformar la lengua literaria española con una fuerza que no se conocía desde los clásicos del Siglo de Oro. Y queda también su originalidad, que nace de sus carencias personales. Reemplazó cierto tipo de experiencias no vividas con una erudición monstruosa. Y, además, nos ayudó a todos los escritores de América Latina a romper con un complejo provinciano de inferioridad.
A.D.Q. —Hacia el final de ese mismo ensayo, “El escritor argentino y la tradición”, Borges afirma que el escritor latinoamericano es como los judíos, que pueden innovar más fácilmente en la cultura occidental porque actúan dentro de esa cultura pero no se sienten atados a ella. Pareciera estar marcando así nuestra marginalidad frente al centro, que es la cultura occidental. ¿Esa es también tu posición?
—Borges refuta allí el nacionalismo con argumentos contundentes. Para él, la cultura está en un plano distinto del de la historia, que también es, el lo insinúa, una rama de la ficción. Pero creo que Borges representa la cultura occidental. No hay otro escritor en América Latina que sea tan universal como él. Antes de Borges, tal vez haya que citar a Rubén Darío, quien fue también capaz de decir: Yo me apodero de lo que me gusta. Y lo que me gusta es mío.
A.D.Q. —Pero eso sólo se puede hacer desde el margen. Desde el centro es imposible hacerlo.
—Cuando ellos lo hicieron no se podía, en efecto. Creo que ahora sí se puede, cada vez más. Aun así, no ser nada o ser todo es una de las maneras más autenticas de ser latinoamericano. Es el caso de Darío, a quien no se puede encasillar en una tradición concreta, porque está en todas a la vez. Lo concreto es su obra, que tiene un sello muy personal. También Borges y Octavio Paz son eso. Octavio Paz es un caso notable de universalismo que se expresa claramente en algo muy personal.
A.D.Q. —No entiendo entonces muy bien por qué Paz, en el comienzo mismo de El laberinto de la soledad, se refiere despectivamente al “pachuco”,4 que es justamente producto de la hibridez y de la mezcla.
—No creo que Octavio Paz haya hablado despectivamente del pachuco.
A.D.Q. —No lo ve como una cultura. Lo describe como un no ser.
—Lo ve como a la encarnación de una falta de identidad. Y en eso descubre un símbolo. Pero no lo trata de modo despectivo. Más bien hace de él una descripción trágica.
A.D.Q. —Yo veo una actitud despectiva: la misma actitud despectiva que hay en ciertos intelectuales del Caribe ante la emigración. Cuando sales de tu territorio, pierdes tu identidad.
—No lo creo. Ahí tienes a grandes escritores del Caribe como Alejo Carpentier que se construyen su propia identidad, lo que les permite elaborar una obra muy rica en la que no están presentes sólo el Caribe, Francia y sus culturas, sino todo eso: una mezcla admirable en la que aparecen también las curiosidades históricas del propio Carpentier. Otro caso notable de creación de identidad es [José] Lezama Lima. Ahí tienes a un hombre que, sin salir de Cuba, se inventó un mundo que pasa por todas las geografías y todas las culturas, tal como habla hecho Darío.
La Identidad
A.D.Q. —Admiro profundamente a Lezama Lima, pero tanto él cómo [Pedro] Henríquez Ureña y otros intelectuales caribeños de primera magnitud tienen una ceguera plena ante el mundo afro. No pueden verlo como un mundo capaz de generar cultura. La otredad empieza donde esta lo afro. Pero lo afro nos rodea par todas partes. Ahí tienes un serio problema de identidad.
—Creo que la identidad es un mito, una ficción. Lo afro es tan ficticio como lo blanco o como lo judío. La identidad es un producto de la ideología. Se trata de hacernos pensar que existen comunes denominadores a los que no podemos escapar, y eso no es verdad. Sólo adviertes que hay una identidad auténtica cuando te vuelves hacia lo individual. Mira tú lo de las identidades nacionales: eso es una pura ficción, una invención de los antropólogos.
A.D.Q. —Cuando veo a los puertorriqueños bailando sus plenas en Nueva York, no necesito hablar con los antropólogos para darme cuenta que allí hay una identidad, algo que es propio de ellos y sólo de ellos.
—Pero ese es sólo un nivel donde yo también puedo ser un puertorriqueño. Oigo una plena y lloro. Me produce una emoción infinita. La bailo mal, pero no por eso me conmueve menos. Si de la plena hablamos, yo también soy puertorriqueño.
A.D.Q. —Sucede que en América Latina se tiende a negar lo que es· inmediato, no lo que es remoto: Insisto, con Henríquez Ureña, uno de los grandes escritores del Caribe. Henríquez Ureña no podía ver lo afro.
—No lo veía. Pero la identidad tampoco puede ser acumulativa, porque entonces desembocas en el artificio. Hablar de identidades puede ser equívoco y peligroso.
A.D.Q. —Pero sí se puede hablar de construcción de identidades. Lo que pasa es que la negación de lo afro, sobre todo en el Caribe, revela un conflicto cultural muy vivo todavía en la tradición latinoamericana.
—En lo que veo un peligro es en establecer un esquema intelectual, ideológico, político, y en juzgar una obra exclusivamente en función de ese esquema. Eso es una distorsión, la vieja distorsión ideológica, de la literatura y de la cultura en general. Según eso, quienes son políticamente correctos son buenos y son válidos, y quienes no, no lo son. Así se establecen unas jerarquías aberrantes. Quiero añadir algo sobre la identidad. Hay identidades que aproximan a ciertos seres, pero no en función de la geografía o de la religión, por ejemplo, sino en función de sus propias semejanzas como individuos. Lo demás es artificio.
* La entrevista fue publicada originalmente por el diario argentino Página 12. La edición para 80grados estuvo a cargo de Sonya Canetti.
Mario Vargas Llosa en 1993 por Arcadio Díaz Quiñones y Tomás Eloy
Martínez. En ella se habla de letras y política; de universalismo
versus nacionalismo; del viaje a la inversa de las fronteras
económicas frente a las políticas; de globalización para qué y para
quién; de ciudadanía, buen gobierno y del papel del Estado. La
conversación, –inteligente, provocadora– de aquel momento pasa por
coordenadas importantes del momento actual.
- Cf. Granta 36, Summer 1991, “Vargas Llosa for President”. Incluye el texto al que alude Vargas Llosa y otro de su hijo Álvaro, que luego formaría parte de un libro de este ultimo sobre la campaña presidencial, publicado en 1992 por Seix Barra [↩]
- Vasconcelos fue candidato a la Presidencia de México en 1929. El Ulises criollo fue publicado en 1935. [↩]
- Sigla del Partido Revolucionario Institucional, del que han salido todos los presidentes de Mexico en las últimas seis décadas. [↩]
- En su libro de 1950, Octavio Paz define a los “pachucos” como a “bandas de jóvenes, generalmente de origen mexicano, que viven en las ciudades del Sur [de Estados Unidos] y que se caracterizan tanto por su vestimenta como por su conducta y su lenguaje”. Los pachucos son también conocidos como “chicanos” y constituyen ahora casi un tercio de la población en el sur de Texas y de California. [↩]