Conversación sobre budismo (II)
Lo que sigue es la continuación de la transcripción de una conversación entre una estudiante, o quizá sea mejor decir estudiosa, de la filosofía (EF), y un investigador filosófico (IF) en torno a las enseñanzas del Buddha Shakyamuni. Este segundo encuentro se supone que se llevó a cabo también en Bangkok, el 12 de mayo de 2011.
EF: Retomemos el fragmento 30 de Heráclito: “Este cosmos, el mismo para todo, ni dios ni hombre lo ha creado, sino que ha sido es y será: fuego siempre viviente, que se enciende y apaga según medida”. Este fragmento ha sido objeto de no pocas disputas entre los estudiosos y reputados helenistas. Parecería que Heráclito se aparta de la tradición imperante en la antigua sabiduría griega, la cual se esfuerza por explicar el origen del mundo o del universo en base a un principio fundamental y originario. Tendencia que sigue todavía vigente en la ciencia física contemporánea –la célebre teoría del Big Bang–, la cual se ve reforzada por el supuesto cristiano de la creación ex nihilo o “de la nada”. Le pregunto: ¿Por qué el fuego?
IF: El énfasis hay que ponerlo, primero, donde Heráclito lo pone: “el mismo para todo” (tòn auton apánton). Nada está excluido de lo que hay; todo está íntimamente entrelazado: los sueños y la vigilia, lo humano y lo divino; lo animal y lo humano; lo vegetal, lo mineral, lo orgánico y lo inorgánico. El adverbio «íntimamente» busca clarificar el sentido de la enérgica expresión griega tòn auton apánton. Es el mismo «cosmos» para todo –y no ya para “todos”–, porque nada es ajeno o extraño a lo que así ocurre, a lo que acontece, al devenir. Dicha expresión busca no limitarse a uno u otro ámbito de lo real; a alguna instancia privilegiada o superior, sea humana o divina. En este sentido, lo más extraño se torna entrañable; lo más distante, próximo. Todo lo que hay es un acontecimiento único, pues para Heráclito “todo es uno” (DK. 50). Es una misma y única actividad (energeía) la que atraviesa, por así decirlo, los confines de lo ilimitado; lo que no tiene principio ni fin, pues es increado y, sobre todo, impersonal. Por esta razón no caben aquí ni el “panteísmo” ni el “misticismo”. Ni tampoco cabe pensar en términos de una unidad substancial, principio permanente o substrato fundamental idéntico a sí que rige el destino del universo. Ese es el trasfondo conceptual que permite poner en justa perspectiva la poderosa imagen mítico-poética del fuego, recurrente en el pensamiento de Heráclito y, en general, en la cultura griega antigua, y no solamente en ella. Pero en Heráclito se trata del fuego “siempre viviente” o “siempre vivo”. Lo que así traducimos es aeízon. Expresión que enlaza las nociones de “eternidad” (aeón) y “vitalidad” (zoon). Por “eternidad” entendemos, no una esencia permanente opuesta al devenir sino, más bien, la “incesante temporalidad” y la regeneración instantánea que desborda todo cálculo o medida del tiempo. Esto empata perfectamente con la noción de una intemporalidad que se distingue de lo atemporal y que puede concebirse como la más contundente afirmación de lo que “ha sido, es y será”. El fuego es la imagen mítico-poética que permite comprender cabalmente la “eternidad del cosmos”. Esto significa que al cosmos o al universo no se le puede asignar un principio originario ni una desintegración absoluta; pero tampoco una finalidad o propósito más allá de su propio esplendor, tan fugaz como persistente. Lo que persiste no permanece idéntico a sí sino que se regenera en el instante de su evanescencia. Siendo uno, es también siempre otro, pero sin llegar a ser o no ser. De ahí su discreción, consistencia y continuidad. La palabra “devenir” que traduce el término griego gígnomai, y que también significa “nacer”, no indica otra cosa.
EF: Sin embargo, el fuego no cesa de consumirse para reanimarse de nuevo, “según medida” o “acompasadamente”, es decir, en concordancia con su propio proceso de combustión. Podría hablarse entonces de una continuidad cíclica; de un “eterno retorno de lo mismo”, donde lo “mismo” consistiría, justamente, en la persistencia y renovación de una única actividad que irradia en múltiples resonancias y fulguraciones (“El sol es nuevo cada día.”), al tiempo que con cada renovación se va agotando también el ritmo de su combustión para reanudarse ad infinitum. Basta con tener en cuenta una cifra que raya en lo inconcebible: ¡hay trillones de soles en el universo visible o conocido, el cual se calcula que a duras penas abarca una cuarta parte de lo que está ahí! ¿Sería esta una manera correcta de entender el pensamiento de Heráclito? ¿Qué convergencias y divergencias pueden haber aquí con las enseñanzas del Buddha?
IF: Es una manera correcta, en efecto. Le conoce usted bien. En lo que al Buddha respecta, hay en la literatura canónica un sutta o discurso titulado “Discurso en torno a la imagen del fuego” (Ādittapariyāya Sutta). La imagen del fuego se usa para significar que todos los componentes de la mente y del cuerpo están sostenidos, en mayor o menor grado, por la voluptuosidad, es decir, por el contacto, el deseo y el apego. Todos los fenómenos –en la lengua pāli se nombran como dhāmma (dharma, en sánscrito)–, sean placenteros, dolorosos o ni placenteros ni dolorosos; sean psíquicos o físicos; sean ideas, pensamientos, discursos o fenómenos corpóreos; todos los fenómenos, digo, se condicionan mutuamente en virtud de su incandescencia. Esa sería la razón de ser o la explicación de lo que Heráclito nombra como “desmesura” (hybris) y “conflictividad”, (pólemos). Hay dos fragmentos claves al respecto: “Más necesario es aplacar la desmesura que sofocar un incendio” (DK 43); “Necesario es saber que la conflictividad es común a todo”; (DK 80); “El conflicto es rey y padre de todas las cosas…” (DK 53). La conflictividad es, por tanto, multiforme. Nos refiere a lucha de cada cual con su propia condición humana, pero también a la guerra, a la disputa con el otro, a la guerra y a la discrepancia. Todo ello en virtud del logos, del discurso. Sin embargo, dicha multiplicidad no deja de obedecer a un mismo y único impulso, inmanente al entramado de todo lo que hay, el cual atraviesa tanto lo orgánico como lo inorgánico. En el plano humano, son las propias acciones las que forjan su destino: ethos anthrópo daímon (“El carácter es el destino del hombre”, DK 119). He ahí lo que en la tradición buddhista se conoce como samsāra. Expresión que podría traducirse por “la insaciable peregrinación del deseo”; entendiendo por “deseo” (taṇhā), como ya se dijo en la anterior conversación, el ansia o anhelo de existir. En el plano humano, samsāra también puede entenderse como la enredadera (o el enredo, si se prefiere) del kāmma o kārma. Esto significa que las acciones volitivas o intencionales y sus consecuencias están continuamente entrelazándose en virtud de lo que se piensa, dice y hace. Hay ahí una interesante convergencia entre los dos grandes sabios que también permite vislumbrar sus divergencias.
EF: La divergencia sería que para Heráclito no hay, ni tiene por qué haber salida; mientras que para el Buddha, sí hay una salida. Para Heráclito lo que hay es el flujo incesante del devenir, el equivalente helénico del samsāra. Mientras que para el Buddha también hay el nibbāna o nirvāna, es decir, la “extinción del fuego”, del ansia del existir, un “estado mental”, por así decirlo, que se realiza o experimenta en medio del samsāra. ¿Qué diría usted?
IF: El asunto es complejo. Hay que partir, en primer lugar, de la diferencia en términos del trasfondo cultural antiguo de la India y Grecia. Las siguientes palabras del eminente traductor del sánscrito Juan Mascaró pueden servir de guía: “Grecia e India nos aportan visiones complementarias del mundo. En el templo griego encontramos la clara perfección de la belleza; en el templo hindú hallamos el sentido sublime de lo infinito. Grecia nos proporciona la dicha de la belleza eterna en el mundo exterior, e India nos ofrece la dicha de lo infinito en el mundo interior”.1 Dicho esto, hay sin embargo que matizar. En el caso de Heráclito, el templo es la intemperie del universo entero. El fragmento DK101 dice: “Salí en búsqueda de mí mismo”. Y el DK 16: “¿Cómo puede uno ocultarse de lo que jamás desaparece?”. En el caso del Buddha, más que la admiración de la belleza del mundo, del éxtasis o de la introspección, se trata de la práctica contemplativa; de la efectiva contemplación del corazón de lo real, es decir, de las tres marcas de las condiciones de la existencia La primera es anicca: la fugacidad, lo efímero y lo volátil de la vida y de la muerte; (2) la segunda es dukkha: el dolor, el malestar y la reiterada insatisfacción, a pesar de los placeres más sublimes y de las alegrías más despreocupadas; la tercera es anattā: el hecho de que no hay un ser o una entidad que subsista idéntica a sí a lo largo de la existencia. De esta manera va tomando forma el desencantamiento (nibbindanti), a no confundir con el desencanto, sin más; con el habitual hastío o aversión y flojera de ánimo. Se trata de ver las cosas tal cuales son, sin que dicha visión esté mediada por las formaciones mentales, los juicios, los prejuicios y los condicionamientos culturales.
EF: ¿Pero acaso no implica eso un contemptus mundi, un rechazo del mundo y de lo mundano? Le confieso que, a pesar de lo poco que he leído, ese es el tono que capto con frecuencia en algunos discursos del Buddha. ¿Cuál es el umbral entre el desencantamiento que usted menciona y la huída del mundo, o mejor dicho, el repudio de las inmundicias?
IF: Es muy válida su inquietud. Pero aquí debo responder de acuerdo a lo que he podido descubrir por mí mismo, y no en base a planteamientos doctrinales. Por otra parte, también debo decir que, a la luz de las enseñanzas del Buddha, y en medio de la milenarias disputas, tan ardientes como amorosas entre las diversas tradiciones, sectas y escuelas –todo lo cual no deja de dar razón a Heráclito–, salta a la vista el énfasis común en la práctica contemplativa. Esta práctica es más que una técnica o recurso terapéutico, lo cual viene muy bien a los intereses del mercado cultural. Se trata de un “sistema de higiene mental” –la expresión la tomo de Nietzsche–, o purificación de la mente que permite dejar que despierte en uno lo que se ha llamado la visión de transparencia. La práctica implica un largo y duro proceso basado en el recogimiento, la concentración y la atención cabal o completa al acaecer del momento, sin quedar atrapado en lo que podría llamarse la críptica fantasmal de la cosa mentale, es decir, en las imágenes de lo que pasó, en el entretenimiento con lo que pasa o en las expectativas de lo que habrá de pasar. Y así como en la tradición de la filosofía europea-occidental la fecunda creación conceptual no puede disociarse, desde antiguo, de la experimentación con las propias fuerzas vitales, de la misma manera, en el pensamiento de la India, y muy particularmente en el buddhismo, de nada sirven la monumentales construcciones teóricas si no están ligadas a una ética, es decir, a una forma de vida que esté a tono con el descubrimiento efectivo de las condiciones reales de la existencia. De hecho, lo que el Buddha propone no es una “concepción del mundo”, puesto que hay que ponerse en guardia, nos dice, con respecto a la “manía especulativa” y el verbalismo narcisista y autocomplaciente, habría que añadir. La ética sostiene la práctica, la práctica nutre la sabiduría y la sabiduría mueve a la compasión. Son inseparables.
EF: ¿Pero qué es entonces lo que se constata cuando se practica a la luz de las enseñanzas del Buddha?
IF: Se constata el trasfondo alucinante y abismal de lo real. Esto quiere decir que por más sólida y consolidada que aparezca la realidad, ella no deja de desvanecerse en su propia incandescencia, para retomar la imagen del fuego; quiere decir también que no hay un fundamento absoluto que sostenga dicho trasfondo ni que lo trascienda. Aprovecho para precisar que nibbāna o nirvāna no es un arché o principio que regula o gobierna samsāra, la enredadera infinita de la existencia. Es inútil buscar un origen primordial del mundo o del universo; es también estéril pretender hallar un sentido último o una finalidad externa al propio desenvolvimiento de lo real. Lo incondicionado no es un horizonte del pensamiento, ni tampoco es, como postula Kant, una «cosa en sí», una realidad absoluta y substancial. Por esto, no hay cabida, en este contexto, para la nostalgia de lo absoluto. Tampoco hay salida. Lo que hay es un dejarse descubrir por aquello, siempre indeterminado, que nos sobrecoge y que, por lo mismo, elude toda forma de pensar o de no pensar. Así se percata uno del esplendoroso vacío del mundo, de que nada es en sí ni por sí, y de que nada está, por tanto, separado de nada. Un “vacío” y una “nada” que lejos de significar falta, carencia, ausencia o negatividad alguna constituyen, de hecho –y hay en esto una formidable paradoja–, la inmensidad que nos habita en justo este momento. Todo lo que hay está repleto de fugacidad y vacuidad. Por eso dice Dôgen Zenji que la “impermanencia es la naturaleza de Buddha” (mujin busshô), es decir, de lo que significa despertar. Frase que va a la par con esta de Marco Aurelio: “…Contempla el abismo de la intemporalidad (archanès tou aiônos) detrás de ti, y al frente de ti, otro infinito (‘allo ‘ápeiron) por venir. En esta eternidad, lo mismo es la edad de un niño de tres años que los trescientos años de Néstor”. (Meditaciones, Libro IV, 5) Por esta razón no tiene sentido pensar en términos de pesimismo u optimismo; de esperanza o desesperanza. De entrada lo que hay que hacer es estar en lo que se hace, y entregarse de lleno a la práctica.
EF: Seguiría preguntando, pero me había indicado que tiene usted que marcharse a esta hora. Le agradezco mucho su tiempo. Quizá pueda haber otro encuentro en otra parte y en otro momento.
IF: Quizá. Gracias a usted por la conversación.
- Véase la introducción a la traducción de Mascaró del Bhagavad Gita (Barcelona, Ediciones Debolsillo, 2011). [↩]