Conversaciones de larga distancia
La empatía como invasión
“Cuando a otros les ocurrían cosas malas, me las imaginaba ocurriéndome a mí. No sabía si esto era empatía o robo.”
— Leslie Jamison, The Empathy Exams
La idea de que quizá la empatía no es más que morbo, una excusa para meterse en las vidas de otros, la he escuchado antes, y admito que siempre me había impacientado. Lo asocio con la tendencia de mucha gente a percibir como falsa cualquier característica ajena que no comparten. Descartan así desde lo trivial (“Solo dice que le gusta esa película para parecer inteligente”), hasta la identidad, la sexualidad (“Solo dice que es bisexual porque eso está de moda”) e incluso las condiciones de salud de otras personas (“Solo dice que está deprimida porque quiere atención”).
Precisamente, siempre me ha parecido que esa tendencia viene de la falta de empatía. En algunas fuentes, la empatía cognitiva la tratan como sinónima de la teoría de la mente: según la psicología, la capacidad humana de conjeturar los pensamientos y las motivaciones de otras personas; en cierta manera, de comprender que los demás también son personas, con sus propios deseos y preferencias. Para las personas que mencioné arriba, los demás siempre están actuando para llamar la atención y lucir bien: para beneficio de ellas, la audiencia. Cuando la respuesta de alguien a algo diferente en otra persona es pensar Es imposible que sea distinta de mí, debe de estar mintiendo para impresionarme, hay un fracaso fundamental de la empatía. Parece lógico, además, que las personas sin empatía tampoco entenderían la empatía en los demás. Sería otra característica de otros que, por no poseer, atribuyen a los fines más superficiales: como no me importan los demás, los que actúan como si les importaran otros deben estar aparentando.
Sin embargo, Jamison obviamente es empática y entiende para qué sirve la empatía : escribe con precisión sobre el tema . Sus dudas se relacionan con lo invasivo de la empatía, de cualquier atención:
Otros estudiantes parecen comprender que la empatía se sostiene en precario equilibrio entre la dádiva y la invasión. Ni siquiera se atreven a pegar el estetoscopio a mi piel sin preguntarme si pueden hacerlo. Necesitan permiso. No quieren dar nada por sentado. Sin pretenderlo, preservan mi intimidad con su vacilante tartamudeo.[1]
Quizá para entender por qué alguien sospecharía de la empatía me falta empatía a mí; me falta tomar en cuenta la diferencia entre la experiencia de Jamison y la mía. Algo que podría considerar, por ejemplo, es que Jamison es mujer, y las mujeres viven con que las personas se sientan con más derecho sobre sus cuerpos, a comentarlos, a legislarlos, a tocarlos — a invadirlos— . Tendría que preguntarme cuántas mujeres han visto el supuesto interés en sus vidas usarse como pretexto. Tendría que imaginar cómo eso me haría sospechar a mí también de la atención de los demás.
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Sabemos que la empatía no puede ser empática si no contempla el dejar ser a los demás, respetar el espacio que deseen. La empatía viene de nuestro deseo de ser justos, de administrar la compasión necesaria, pero también de ser lo justo, de ofrecer a otros lo que necesitan en su justa medida, sin faltarles y sin excedernos.
Aunque “no meterse en los asuntos de los demás” se considera algo positivo, como política personal requiere un amplio espectro de pasividad, de no intervencionismo ante las posibles dificultades de otros. Determinar qué le debemos a una persona depende de inferir no solo qué necesita, sino cuánto realmente lo desea de nosotros: de nuestro lugar en sus vidas. Y esa pregunta complica las cosas.
Por ejemplo, los medios sociales ofrecen instantáneas de las vidas ajenas que influyen en nuestra manera de imaginarlas. Antes había otras formas de engañarnos (los rumores y los chismes siempre han sido maneras de creernos que conocemos a un desconocido), pero cuando nos valemos de información factual descontextualizada —fotos, estados, check-ins— se da más fácil la ilusión de conocimiento, confundir esa imaginación con la realidad. Y no me refiero solo al señalamiento nada original de que alguna gente es fake en Internet. Incluso si nadie nunca aparentara en Facebook o Instagram, la mediación de las redes mistifica mucho.
Antes dependíamos más de interacciones simétricas para abonar a nuestro conocimiento de otra persona: fuera por carta, por teléfono, por chat o en persona, toda la comunicación era recíproca. Cuando no éramos cada uno de nosotros una radioemisora de nuestras vidas y pensamientos, debía quedar más clara la voluntad de cada persona para con sus relaciones, porque casi nada sustancial se comunicaba sin una intención y una acción tomada, individual y personalizada.
Al final, quizá sea solo una cuestión de números y probabilidades: las redes sociales aumentan tanto nuestra exposición a los demás —y fuera de contexto, de cualquier oportunidad de explicarnos bien— que aumentan el margen de error, las posibilidades de malinterpretarnos, de imaginarnos unos a otros de manera inexacta o injusta.
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Hay otras razones para conducirnos con miedo a invadir y molestar. Cuando se habla de buenos y malos modales, de los comportamientos deseables y los irritantes, muchas quejas populares sobre los demás (especialmente sobre las mujeres) no se relacionan con estar muy poco, sino con que estén demasiado: que hablen demasiado, que pidan demasiado, que se compartan demasiado. No solo está mal visto entrometerse en los asuntos de otros, sino también publicar los asuntos propios, invadir las vidas de otros con las nuestras.
En Facebook, aun con su variedad de contenido, también ocurre esta vigilancia de las expresiones de otros, una presión social que se impone, por ejemplo, a través de la burla. Los chistes y memes que critican lo que la gente publica, que proclaman qué es y qué no es aceptable compartir, postulan que Facebook no es un lugar para desahogos personales. Todo esto sigue la tendencia individualista general de que es mala educación pedir ayuda, de que siempre debemos valernos por nosotros mismos.
El llamado efecto espectador describe el fenómeno de que, en una emergencia, es más probable que una persona se tarde en intervenir cuando hay otros alrededor, porque todos esperan que otro reaccione. Cuando alguien sí se atreve a comunicar sus dificultades abiertamente en los medios sociales, invariablemente varios conocidos dejarán mensajes de “puedes contar conmigo” o “llámame si quieres hablar”. ¿Cuántas veces estas peticiones quedarán en nada, porque todos presumen que otro se encargará?
La pasividad quizá presume que aquí, como en casi toda dinámica interpersonal, lo que debe imperar es el consentimiento; que la respuesta obvia a la pregunta de qué y cuánto debemos dar es que uno ofrece y luego espera a que el otro acepte. Pero no creo que este método tome en cuenta todas las trampas que entorpecen la comunicación, todos los temores y orgullos que cierran a las personas: el no querer ser vulnerable, el miedo a molestar, la vergüenza de no ser el espécimen ideal que no necesita nada de nadie…
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Cuando pensamos en las relaciones en abstracto, las imaginamos perfectamente simétricas. Describimos a dos personas como amigas como si pudiéramos dar por sentado que cada persona es para la otra lo mismo que la otra es para ella. Pero sabemos que rara vez es así, que repetimos dos o tres etiquetas para infinidad de grados de cercanía, que nuestras relaciones están llenas de desproporciones y áreas indefinidas.
Pero más que a la insuficiencia del lenguaje, quizá se deba a sus vacíos, a las ambigüedades que dejan los silencios.
Saber qué quiere una persona de nosotros —saber quiénes somos para ella— depende mucho de la gramática y sintaxis de la relación, su secuencia de cláusulas, pausas y conjugaciones. La cadencia de nuestra relación con una persona a lo largo de meses y años idealmente debería dibujar nuestras fronteras con ella: qué espera de mí, qué sería demasiado, qué sería negligente.
Se me hace fácil imaginar las vidas de otros así, como vidas de libros de Estudios Sociales, o como novelas en que todo fluye sin forzarlo y todo se sobrentiende sin decirlo. Pero no lo son. Las líneas se difuminan y deforman, quedan territorios disputados, áreas grises, y hasta los vínculos más deseados pueden quedar en un estado incierto de la materia, en el estado fantasmal de lo que temes que se esfume si dejas de mirarlo.
[1] Del ensayo La empatía a examen, del libro El anzuelo del diablo: sobre la empatía y el dolor de los otros, traducción de Rita da Costa de The Empathy Exams para Anagrama.