Crónica sin agua: itinerario de un desastre
Mi padre, ya jubilado, tiene 82 años. Cuenta con buena salud y todavía puede conducir luego de operarse de cataratas. Mi madre aún se recupera de una operación de la rodilla. Camina con andador y tiene la misma edad que mi padre. Llegaron del campo a la ciudad en los años cincuenta, durante el pleno auge de las promesas de modernización e industrialización del Partido Popular Democrático.
Vengo a visitarlos desde el otro lado de un continente. Vivo en California, estado que sufre desde hace varios años de una sequía de magnitudes épicas. Nunca han racionado el agua donde vivo gracias a estrategias que el estado ha implementado desde hace varios años y que han dado resultados, tales como la recuperación del agua antes de su salida al mar, desalinización, cambios en el regadío agrícola, adelantos científicos para evitar la evaporación, incentivos económicos para sustituir la vegetación de patios y jardines a otra que requiera de menos agua y el mantenimiento sostenido de la infraestructura.
Mis padres utilizan botellas de un galón para bañarse y en la casa hay muchísimas almacenadas. Los días con agua hay que llenarlas todas. Para ellos el plástico es absolutamente indispensable. Almacenan además otras botellas de agua filtrada para beber. Las compran en los supermercados. Sobra aclarar que no tienen cisterna.
Mi padre utiliza además zafacones grandes que mantiene llenos de agua. Estos sirven para limpiar la casa, los inodoros y regar plantas. Los días que hay servicio los aprovecha para llenarlos con la manguera del patio. La carencia de agua ocupa incontables horas de la semana. Es un vacío que se llena con el tiempo, la conversación, el pensamiento. Digamos, es la imposición de una temporalidad improductiva en la vida cotidiana. El estado ha abandonado a un ciudadano a quien únicamente le resta improvisar soluciones individuales.
El estado les pide otras cosas a sus ciudadanos: arrodillarse, orar e implorar por la lluvia. El ciudadano, transformado por la estupidez del pedido, acepta con pasividad medieval su misión esotérica y religiosa, su humillación. Toda una maquinaria afectiva movilizada hacia el deseo de lluvia.
En la política existe una gran diferencia entre el agua y la lluvia. El agua es un líquido fundamental para la vida y es la responsabilidad del estado proveer de una infraestructura para asegurar su disponibilidad. La lluvia es un evento natural impredecible que deja a su paso el regalo del agua. En el presente la responsabilidad política por el calentamiento global recae en los países industrializados, exhacerbando la inseguridad de los patrones climáticos a nivel mundial. En el caso de Puerto Rico, la responsabilidad es local. En la isla lo global se invoca como espejismo mediático para explicar el mal manejo del agua a nivel local. El calentamiento terrestre se transforma en los periódicos en un fantasma del estado, en una metáfora mal usada. De esta manera se incorpora aquello que queda fuera de la política (la religión) dentro de los deberes ciudadanos.
El itinerario del agua significa vivir con promesas políticas incumplidas. Retrocedemos en el tiempo para atisbar un futuro posible. ¿No será Puerto Rico un ejemplo de la administración futura del agua a nivel global? ¿No será este nuestro destino, la asignación de cuotas de uso o días carentes de servicio? ¿No es este un futuro que vivimos hoy, precipitado por la ineficiencia del gobierno y no necesariamente por los dictámenes severos de la naturaleza y los cambios que provocamos en ella? El estado es una máquina del tiempo cuya ineficiencia es comparable al combustible que lo hace avanzar ciegamente hacia su propia ingobernabilidad.