Cuando el Museo y el Teatro se trasladan a un manglar: reseña de «Anoxia»
Los escenarios del teatro experimental son camaleónicos. Un espacio en una casona es un manglar, y su público, los manglares mismos. El espacio vacío del segundo piso en la Casa Ruth de Río Piedras se llena de babote y crecen casas a su alrededor —las vemos en los distintos artilugios y movimientos; se convierte así en la comunidad Juana Matos de Cataño. Mas, ¿qué ocurre cuando llevas a la gente al mangle mismo?
El 24 de abril de 2016, publiqué “Anoxia y el oxígeno”[1] en Cruce, una nota sobre la obra de Joaquín Octavio que se presentó en el programa de residencia para artistas, La Espectacular, en Casa Ruth de Río Piedras. En ese artículo auguraba que se vería más de la pieza, y tuve razón. Los pasados, viernes, 31 de agosto y sábado, 1º de septiembre, el Museo de Arte Contemporáneo (MAC) comisionó la pieza[2] y esta vez se presentó en el propio sector Juana Matos, protagonista de la obra escénica. Dado que el artículo que menciono elabora sobre los contenidos y la trama de Anoxia, me centraré en reflexionar cómo el espacio y la integración de la comunidad misma, añaden significados y nuevas experiencias en la instalación y obra de movimiento en el sitio propio.
Lo primero fue arribar a Juana Matos, estacionarse y caminar hasta la Reserva Natural de la Ciénaga Las Cucharillas. La obra se representaría dentro del mangle, entre las ruinas de las chozas originales, según un comunicado del MAC. Todo parecía un rito iniciático. Llegábamos a la entrada de la reserva donde ya había personal del museo. Poco a poco fue llegando gente a quienes les esperaban botas de goma altas y un espacio residencial, con sus autos, perritos y las miradas interesadas de los vecinos. Estábamos invitados a un tipo de fiesta o ceremonia, había cierto aire de que lo que nos esperaba sería inusual. Podría asegurar que para la gran mayoría era la primera puesta en escena en un manglar.
El recorrido por la reserva comenzó en el atardecer y culminó en la oscuridad nocturna. Fue maravilloso e incómodo. Si bien la sensación de anoxia fue provocada en la obra de Casa Ruth por la poca ventilación; los mosquitos, el babote, las veredas angostas y la sensación de estar en medio de una multitud (fueron alrededor de 100 personas a ver la obra) fue asfixiante. En momentos éramos los residentes de Juana Matos tratando de conseguir un espacio cómodo, mas en este caso, para ver la obra. Estábamos en un viaje al pasado en el manglar y fisgoneábamos como quien busca las pistas para descifrar el acertijo del origen de la comunidad que en ese presente estaba allí casi rodeándonos, interviniendo en la pieza con su música, los motores de sus autos, las voces lejanas. Si bien rompía la ilusión ficcional dramática (estimulada también por Raúl Porro, encargado del sonido y la música) me parecía un modo de borrar romanticismos innecesarios y de devolvernos al presente, de rasgar el telón para no nos olvidemos de que las veredas del manglar eran intersticios, entre la realidad/ficción en la que nos adentrábamos.
La generosidad del manglar se afectó con la presencia torpe de la audiencia que, como oleadas, invadimos sus recintos. Comprendimos lo duro que fue construir una comunidad en esa zona. Comunidad que, a su vez, luchó por salvaguardar y mantener el manglar como reserva, como legado, casi como recuerdo tangible de sus orígenes. Allí estábamos como audiencia en una abertura solo posible a través del juego escénico, de la representación teatral. Parte de ese nosotros que componía el público de la puesta en escena eran vecinos de Juana Matos. Asimismo, niñas de la comunidad se unieron al elenco, dándole un carácter mágico[3]. Ellas aparecieron de pronto en la segunda escena y nos tomaron por sorpresa al emitir unos pitidos para luego volver a escaparse por entre los manglares y reaparecer al final en una danza ceremonial que cerraba la pieza, pero daba paso a un ahora presente en el que nos hacíamos parte de la propia comunidad. La niñas fungían como sujetos de esa dualidad de la ficción encarnada en sus cuerpecitos bailarines.
Nuevamente el telón realidad/ficción se borra, pues esas niñas del presente de Juana Matos intervienen en la representación de los orígenes de la comunidad, como si en realidad fueran parte de un vaticinio de futuro en la pieza y de proyección en la audiencia.
A Anoxia se unió una nueva integrante: Beatriz Irizarry. Originalmente la pieza era representada por Marili Pizarro y Cristina Lugo; ahora Irizarry figura en momentos como una voz del presente que lleva al público a que se adentre en el mangle para que descubra el nacimiento y la vida de la comunidad. Su personaje muestra el potencial de ingreso en las esferas profesionales del país al este personaje ser una guardabosques que de niña jugaba a ser científica. Esta movilidad y desarrollo social de una de las protagonistas de la obra fue una añadidura agradable. En el discurso de la pobreza y en la denuncia de las luchas comunitarias es reafirmador ver la capacidad y el poder que tienen sus residentes en el entorno y en sus propias vidas.
El manejo del espacio que nos movía en un tipo de circuito que nos traía de vuelta al principio fue no solo práctico, sino simbólico. Al volver al comienzo estamos más conscientes del entorno. Al salir las casitas en madera acomodadas en hileras simpáticas se convierten en parte del manglar del comienzo, un ambiente intervenido por el tiempo y el “progreso” con sus calles embreadas[4] (de las que habló una de las protagonistas al comienzo).
Mas así llegamos y nos fuimos. Ocupamos un espacio del cual nos fuimos casi de un modo tan efímero como la pieza misma. Algo que me calma es saber que el MAC permanece en su gesta comunitaria, con sus enlaces entre arte y comunidad, con sus provocaciones que suman comunidad, medioambiente y experiencia estética. Mi agradecimiento y felicitaciones a Joaquín Octavio, al MAC y a todos los que hicieron posible esa experiencia surreal y elocuente en el barrio en Cataño.
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[1] Acceda a http://revistacruce.com/artes/item/2466-anoxia-y-el-oxigeno.
[2] También se debió al apoyo de la Comisión Especial Conjunta Fondos Legislativos, el Instituto de Cultura Puertorriqueña, la Northwestern University y la Red de Fundaciones de Puerto Rico.
[3] Debo resaltar que parte de la magia se debió a la iluminación mínima, pero significativa. En algunos manglares había botellas de cristal con luces, las escenas tenían unos focos que dan un carácter etéreo muy especial. Tarea de la que estuvo a cargo de Juan Fernando Morales.
[4] Elaboro sobre el embreamiento de las calles y su relación temática con la pieza en el artículo mencionado que se publicó en Cruce.