De otras maneras de leer El templo de Samye de Irizelma Robles
I rizelma Robles acaba de publicar un brevísimo libro, El templo de Samye (San Juan, Folium, 2020), que viene acompañado por un erudito y extenso prólogo de Francisco José Ramos. Este es mucho más amplio que el poemario mismo que sólo consta de 32 poemas, muy breves, brevísimos, muchos sólo de tres o cuatro versos. Hasta hay uno, el último, que es de un solo verso, verso que ya aparecía como el último del primer poema y también como el último del penúltimo. Esta repetición le da un cierto sentido de circularidad al libro.
¿Por qué esta aparente rareza de un breve poemario que abre con un extenso prólogo? Esta relativa peculiaridad se debe a que los poemas están profundamente vinculados al pensamiento budista, específicamente a su rama tibetana. Pocos, muy pocos de sus posibles lectores conocemos este pensamiento religioso y filosófico – corrientes que en muchos casos se funden – como para adentrarnos en el texto sin la ayuda del prologuista, conocedor de estos campos. El prólogo es, pues, necesario y del mismo obtuve pistas y herramientas que me ayudaron grandemente a leer El templo de Samye desde esa perspectiva religiosa y filosófica. A pesar de ello y a pesar de que según leía y releía los poemas buscaba en otras fuentes bibliográficas datos que me ayudaran a entender mejor el libro, no creo que lo haya entendido plenamente desde esa perspectiva. Pero no por ello dejaron de atraerme estos poemas. Por ello trato de entender el libro de otras maneras más afines a mi sensibilidad y a mi visión de la poesía.
Mi propuesta, en el fondo, está sustentada en la idea de que todo texto literario es ambivalente, ambiguo, pluridimensional. Además, pienso que habrá muchos lectores que se sentirán intimidados, hasta abrumados, por el aparente hermetismo y la gran erudición que sustentan estos poemas. Y quizás mi lectura los ayude a apreciarlos mejor. Así espero que sea. Por ello y sin postular que el mío es el único acercamiento válido a estos poemas, propongo leer este libro desde otros ángulos interpretativos.
Mi propuesta es sencilla: primero, quiero colocar el libro en el contexto de una corriente orientalista que floreció en las letras hispanoamericanas en la segunda mitad del siglo XIX, pero que está viva hoy, aunque transformada, como lo prueban los poemas de la misma Robles. Rastreemos brevemente esa huella estética.
Es en el Modernismo cuando se concreta en nuestras letras un orientalismo que tiene sus raíces en las europeas, especialmente las francesas. Edward Said ha desmantelado magistralmente esta visión que llama Orientalismo, visión que entiende como una corriente política, filosófica y estética que se fundamenta en el actitudes racistas e imperialistas. Pero a finales del siglo XIX esa estética orientalista, superficial y meramente decorativa, estaba muy de la moda en las letras hispanoamericanas. Tómese como ejemplo de la misma, entre cientos de posibles muestras, estos versos del puertorriqueño Jesús María Lago (1860-1929):
Es de noche: la princesa cazadora como Diana
se complace persiguiendo mariposas de ilusión
mientras viste la kimona de brocado color grana
y se mira en los espejos del gracioso pabellón.
(“La princesa Ita-lú”)
Estos versos, profundamente impactados por el Darío de “Sonatina” – “la princesa está triste…” – caben perfectamente bien en esa corriente del orientalismo modernista hispanoamericano. Desde la perspectiva de la historia literaria estos versos de Lago son ejemplares, en cuanto ilustran muy efectivamente los gustos de un momento. Pero no dejan de ser imitativos, vacuos, artificiales y, sobre todo, poco o nada dicen sobre la cultura asiática – la japonesa en este caso – que toma como punto de partida.
Creo necesario un breve desvío. Antes al Modernismo se puede apreciar el impacto de las culturas asiáticas en las artes visuales hispanoamericanas, especialmente en las artes decorativas que fueron profundamente marcadas, no por un mundo imaginario, como en las letras, sino por un contacto comercial directo que marcó gran parte de las artesanías en los grandes centros virreinales hasta el siglo XVIII. Ese impacto directo se sintió sobre todo en México por el comercio con Asia a través del llamado Galeón de Manila. Hace unos pocos años el Museo de Bellas Artes de Boston organizó una excelente exposición que exploraba el impacto asiático en las artes virreinales hispanoamericanas. Para abundar más en este importante tema recomiendo la consulta del catálogo de dicha exposición: Made in the Americas: The New World discovers Asia (Boston, Museum of Fine Arts, 2016).
Es obvio, pues, que el impacto del Oriente en las artes visuales del Virreinato fue concreto y directo mientras que en las letras modernistas fue superficial y artificial. Pero esto cambia un tanto a principios del XX cuando en 1900 el mexicano José Juan Tablada (1871-1945) viaja a Japón y trae consigo una forma poética que impactó grandemente las letras hispánicas en general, no sólo las hispanoamericanas. Hasta en España se sintió el influjo de esta importación japonesa. Esta forma es el haikú, un breve poema con una estructura métrica fija (tres versos de 5, 7 y 5 sílabas respectivamente) y con una imagen central que en muchos casos refleja una tomada de las ricas artes visuales japonesas que ya habían impactado la pintura y la gráfica europeas de la segunda mitad del siglo XIX. Lo importante de la adopción del haikú es que ya no tenemos una caricatura de una cultura asiática sino la adopción directa de una forma poética originaria de ese mundo.
Hay que advertir que en muchos casos entre nosotros la estructura del haikú no se sigue fielmente. Pero, a pesar de ello, es obvio que con Tablada pasamos de la temática vacía y hasta kitsch del orientalismo modernista a una forma tomada directamente de esa cultura, forma que se convierte en una entrada, pequeña pero directa y efectiva, a ese mundo. Tómese como ejemplo este poema del mexicano:
Es mar la noche negra;
la nube es una concha;
la luna es una perla…
(“La luna”)
Pero, a pesar del impacto directo de la cultura japonesa en Tablada – aunque por mucho tiempo hasta se dudó de que hubiera hecho el viaje a Japón – todavía podemos ver rasgos del exotismo modernista en su obra y su gusto por lo japonés a veces se mezcla con elementos vanguardistas, como los rasgos cubistas que adopta, especialmente en sus caligramas.
Tenemos que esperar a Octavio Paz (1914-1998) para encontrar a un poeta hispanoamericano que absorbe el mundo filosófico y estético asiático de manera amplia y profunda. En el caso de Paz el impacto directo de la India y del Japón es evidente; ya no tenemos a un artista que mira con ojos de turista la cultura de esos países, con el asombro exotista del observador superficial. Paz bebe directamente de esas fuentes – aunque no hay que vivir en esos países para así hacerlo – e incorpora a su poética esas corrientes para crear una poesía propia, no imitativa ya que, aunque se nutre de lo ajeno, este no le parece completamente distinto. Por ejemplo, en Ladera este (1969), poemario que recoge su producción de 1962 a 1968, años que vive en Asia, ya desde el título se evidencia esa asimilación efectiva de lo otro, de lo ajeno, de lo oriental: esta es la ladera del este de una montaña que es la humanidad y que tiene también una ladera oeste.
Para mí el paralelismo cultural propuesto por Paz se ve en todo este libro y en mucha de su obra posterior. Pero por no ser este mi tema ahora me limito a citar como prueba sólo un verso, uno de “Tumba de Amir Khusrú” donde este poeta hindú, también músico y estudioso del sufismo, se convierte en “loro y cenzontle”, aves que representan el mundo ajeno (loro) y el del poeta mismo (cenzontle, palabra de origen nahuátl), mundos que, más que compatibles, son, según Paz, uno y, en el fondo, el mismo. Por ello podemos decir que la gran lección de Paz, en cuanto a la incorporación de las culturas asiáticas, es que cuando estas se miran directa y profundamente nos damos cuenta que ese mundo cabe en el nuestro y el nuestro, en el ajeno, en el otro.
En ese contexto es que coloco El templo de Samye de Irizelma Robles. El hacerlo me hace más accesible el poemario; así lo puedo entender mejor. No tengo, como tampoco tiene la mayoría de sus posibles lectores, el conocimiento sobre la cultura tibetana como para entender profundamente el texto desde esa perspectiva. Pero sería injusto limitar la lectura de este rico texto a la mera inserción del mismo en una historia literaria reducida a breves y amplios trazos: el impacto de lo asiático del Modernismo a Paz. (Ojo: sé que dejo sin explorar otras posibles fuentes de Robles; por ejemplo, no toco el posible impacto en nuestra poeta de la asimilación de lo asiático de Ezra Pound.)
Pero este poemario de Robles, para mí, más allá de su posible pertenencia a esa historia literaria y cultural, la del Orientalismo, hay que leerlo por sus propios méritos estéticos, méritos que podemos identificar también con lo occidental. Esta es mi segunda propuesta de asedio a El templo de Samye.
No se puede negar y no lo niego: estos poemas están profundamente marcados por las corrientes filosóficas y religiosas tibetanas. A esa visión religiosa y filosófica se puede atribuir una estrategia que la poeta emplea frecuentemente: la anteposición o choque de opuestos. Pero también – este es mi segundo punto – esta misma estrategia estética se puede identificar como una práctica aprendida en la dialéctica occidental.
Veamos concretamente un hermoso poema del libro:
A veces
no hay horizonte
otras veces
no hay desierto ni mar
solo horizonte
alguna vez
he sido el mar en el desierto (p. 18)
Este poema se fundamenta en las anteposiciones de opuestos, opuestos que cambian: horizonte frente a desierto y mar; mar frente a desierto. Este rasgo lo podemos asociar muy claramente al budismo. Notemos que el poema termina con una síntesis de estos opuestos, síntesis en la que entra en juego la voz poética y se resuelve en ella misma: “he sido el mar en el desierto”. Pero la estructura del poema refleja también un proceso dialéctico que podemos identificar con el pensamiento occidental. Recalco que estamos en el ámbito de la poesía, no de la filosofía. Por ello, Oriente y Occidente se dan la mano en el breve poema y en todo el poemario por medio de imágenes.
Con estas anteposiciones Robles crea un texto de alto calibre poético que se sostiene por sí, sin tener que valerse para así ser de una erudita lectura basada en el conocimiento del pensamiento budista ni de la filosofía europea, y sin tener que pensar en el desarrollo de una corriente orientalista en las letras hispanoamericanas. Así es porque, por ejemplo, este poema, para mí representativo y ejemplar de todo el libro, puede leerse como muestra de lo que una poeta puede hacer con un material aparentemente distante y diverso tomado de otra cultura. Octavio Paz nos hizo ver que podíamos y debíamos deambular por la “ladera este”. Irizelma Robles nos muestra que nos podemos enriquecer con los productos de cualquier cultura, inclusive con los del budismo tibetano, si nos acercamos a esta respetuosa e inteligentemente. Entonces, a través de ese otro mundo descubriremos nuevas formas de acercarnos al universo como totalidad; descubrimos por el otro nuestra propia esencia. Y “en este orden de cosas / el mundo / parece nuevo” (p.6).
Así El templo de Samye nos abre otra ventana a otra cultura y en ella nos vemos y reconocemos también. Pero nos podemos acercar a esa ventana por diferentes vías; podemos leer estos poemas de maneras diversas. Mi acercamiento no es el único ni el privilegiado; es sólo una de las posibles lecturas de este rico texto.