Deriva en Alta
Parte I
Decir que la Alta Guajira es una tierra mágica es un lugar común aunque sea verdad; digamos que es un lugar que desafía no solo los lugares comunes, sino la noción misma de lugar y otras más como las de soberanía, cultura e identidad. La Guajira es un territorio peninsular del Caribe en el que caben unas tres islas del tamaño de Jamaica o Puerto Rico. Se reparte entre las jurisdicciones nacionales de Colombia y Venezuela, pero en realidad son los wayuu o indios guajiros quienes efectivamente han poseído la mayor parte de este territorio desde hace unos mil años o más, sin que las administraciones españolas ni las repúblicas independientes hayan logrado ejercer algo más que una «soberanía» entre comillas. Un diplomático inglés escribía desde Maracaibo poco después de las guerras de independencia alegando que los guajiros contaban en aquella época con los elementos de una nación independiente separada de lo que era la Gran Colombia, y en efecto, lo mismo se podría decir en el siglo XXI: cuentan con el control efectivo de un territorio, una sociedad y una economía propia, pero nada ha sido más impertinente para el imaginario wayuu a lo largo de su historia que crear un estado nacional, ello simplemente no tiene sentido en ese universo. Se habla de una Baja, Media y Alta Guajira, situada esta última en el extremo noroccidental de la península. Esta zona de difícil acceso, sin carreteras pavimentadas, a veces llamada «La Alta», se puede concebir como un hinterland o interior que, paradójicamente, nos conduce lejos, muy lejos de la sensación misma de interioridad y de la noción de soberanía a ella ligada; es un territorio de exposición y fuga cuya consistencia radica en su capacidad para desterritorializarse. Por eso la pasión del territorio que define al pueblo wayuu remite a un mapa secreto, geopoético, que deconstruye tanto el mapa geopolítico de los estados nacionales (Colombia y Venezuela) como el mapa antropológico de las identidades nativas. Y no estamos hablando aquí de una «mentalidad de fronteras» sino de una sociedad que inventa otras fronteras sin cesar, que antes que raíces propone relaciones y antes que identidades plantea intercambios.
Cuando el amigo José Ángel Fernández, poeta residente en Maracaibo, Venezuela, nos invitó a mí y a su «madrina», la antropóloga Constanza Ussa, a realizar un viaje a través de parajes varios de la Alta Guajira, no dijo «vamos a viajar» y ya, sino «viajemos en plan geopoético», aclaración muy importante, porque nos invitaba a recorrer un espacio que se desdobla y reinventa de manera más complicada y problemática que la que pueda sugerir cualquier mapa político o las coordenadas del GPS. José ha publicado hasta ahora sus libros en formato bilingüe español-wayuunaiki. Si el territorio que articula su poesía y lo apasiona personalmente no es para nada nacional y se instala en una geopoética, su escritura es translingüística, se instala en una semiótica según él dice.
Nos citamos en Maicao, Colombia, cerca de la frontera con Venezuela. Tomamos un vuelo de Bogotá a Riohacha, que es la capital administrativa del departamento de La Guajira. Nos recogieron el primo y un cuñado de un amigo wayuu residente en Riohacha, junto al chofer-escolta que se le ha asignado a él a raíz de amenazas de muerte recibidas de paramilitares. Una carretera que atraviesa los resguardos autónomos wayuu emplazados a lo largo del eje Riohacha-Maicao que divide la Baja de la Media Guajira, nos puso en dos horas y media en el lugar de la cita. Allí encontramos a José según acordado, junto a su primo Humberto Fernández y su asistente. Humberto es un próspero transportista independiente de la ruta internacional Maicao-Maracaibo, quien nos colaboraría como guía y transportador con su Toyota Land Cruiser. José y Humberto son nietos del gran Toolo, un prestigioso líder y autoridad del clan Uliana que medió y en ocasiones intervino en incontables conflictos y guerras ocurridas entre clanes y grupos familiares wayuu en la zona colombo-venezolana a principios del siglo veinte y además negoció personalmente espacios de autonomía étnica con los presidentes de Colombia y Venezuela. Maicao es una pequeña ciudad tan poco acomplejada de ser fea, que encanta. Es como un Dodge City posmoderno. Colonos paisa (provenientes del departamento de Antioquia) y árabes regentean cientos de comercios tras mostradores completamente abiertos a la calle, que custodian y ofrecen innúmeras mercancías al detal y al por mayor estibadas hasta los plafones. Los numerosos quioscos y vendedores ambulantes casi tapan la vista a los edificios de comercios de dos plantas en cuya parte superior viven los tenderos. La espesa telaraña de alambres de electricidad y teléfono colgada sobre las azoteas casi ayuda a dar sombra, que se necesita. En las calles, unas pavimentadas y otras no, circulan sin regla de tránsito que valga camiones Ford 350, burbujas (vehículos todoterreno con cristales ahumados y aire acondicionado), arrastres de mulos y caballos, burros de carga, bicicletas, motocicletas, mototaxis, mujeres y hombres a pie y no pocos perros. Todo está revestido de una fina capa de polvo y arena. Todo el mundo anda entusiasmado comprando y vendiendo. Los vendedores y los compradores se ven muy ocupados, pero no parecen competir demasiado; hay para todos. Por todas partes se estiban cajas y sacos de alimentos con etiquetas que dicen «República Socialista Bolivariana de Venezuela». Amigos del partido chavista me dijeron que les parece desconcertante el contrabando masivo por Maicao de mercancías que el gobierno bolivariano ha subsidiado para reducir los precios de alimentos y garantizar una canasta básica a la población venezolana. En las rutas de entrada y salida se alinean cientos de niños y adultos que venden gasolina contrabandeada de Venezuela en pimpinas y botellas, a precio de quemazón. Y es fácil imaginar cuántos se habrán quemado accidentalmente dada la total despreocupación con que se maneja y se vierte gasolina por doquier, a veces cigarrillo encendido en mano. La gasolina es más barata que el agua. Ningún vehículo alimenta su tanque en las estaciones de gasolina, que parecen existir como pantalla formal. En Maicao, pida usted lo que sea, que «se le tiene». Whiskey, joyas, oro, electrodomésticos, computadoras, teléfonos celulares, i-pads, delicias gourmet, armas, explosivos, de todo se contrabandea en Maicao. Las mercancías vienen de Venezuela, Curazao, Holanda, China, el Medio Oriente y tantos otros lugares.
De ningún modo son los wayuu los únicos participantes en el contrabando de la zona, pues las múltiples redes que compiten en el negocio integran a wayuu, mestizos, blancos, árabes, judíos, holandeses (de Curazao), chinos, mujeres, hombres, paramilitares, soldados, policías, políticos, curas, predicadores, profesionales y se aduce que guerrilleros. La verdad es que lo del «contrabando» es mental, lo que hay es comercio, que el Estado declara ilegal y actúa como si lo persiguiera. En La Guajira colombovenezolana el contrabando es la forma legítima de comercio. Ha sido así por siglos y lo será mientras haya mundo. Lo que sí constituye una particularidad wayuu es la manera etnocorporativa de intervenir en este comercio. La descendencia matrilineal-matrilocal (familia centrada en la mujer y sus parientes), y la poliginia dispersa (matrimonio del hombre con múltiples mujeres residentes en diversos lugares) practicadas históricamente por los wayuu (aunque disminuida en el presente) les ha permitido asociarse para participar con autonomía de grupo en las redes de contrabando, de tal manera que salvaguardan la integridad y dominio de su territorio. Un fenómeno de aculturación inversa ha conllevado que muchos blancos y mestizos se vinculen a familias y clanes wayuu como socios de sus redes de contrabando, que adoptan la poliginia dispersa en función del mismo, es decir que, como muchos wayuu, asumen uniones conyugales con muchas mujeres que viven en diferentes puntos de las rutas de contrabando y colaboran de maneras muy específicas. Así los wayuu asimilan a blancos y mestizos a su dinámica social y cultural. Las mujeres, dada la tendencia a la matrilocalidad (las hijas se instalan y reciben a su parejo donde vive la madre o parentela de ella) ejercen roles muy activos en las redes de comercio. Hay fama de mujeres wayuu casadas con blancos o mestizos que dirigen grandes redes de contrabando, asegurando que éstas funcionen de acuerdo con las reglas y usos wayuu y en beneficio de su predominio étnico pero, claro, esto no es un indicador de feminismo. Aprovecho para aclarar que lejos está de mis comentarios proponer la sociedad wayuu ni ninguna otra como «poster child» de una cosmovisión, una epistemología o una predisposición especial a «liberar» o a «transformar» el mundo. No quiero dar la impresión, por otra parte, de que la participación de la población wayuu en el contrabando sea necesariamente mayor ni menor que la de otros grupos sociales. Blancos, mestizos e indígenas residentes en La Guajira viven el contrabando como actividad completamente legítima que no cabe juzgar aquí. Lo interesante es cómo los wayuu logran crear redes autónomas que aseguran la integridad del grupo y el territorio, en las que el mestizaje se convierte en una forma de preservación y hasta expansión de su influencia. Así lo han hecho desde la época colonial y quizá desde antes.
En Maicao, ese Dodge City del noroeste colombiano, almorzamos la más sabrosa comida árabe jamás probada, no muy lejos de una de las mezquitas islámicas más importantes de Suramérica. Luego nos aprovisionamos para el viaje en las tiendas ya descritas, añadiendo al arroz y los plátanos sendas botellas de whiskey Old Parr a precio Maicao, pues de buen tabaco norteamericano y cubano ya nos habíamos aprovisionado en Pittsburgh. Una vez acomodadas las provisiones en la Land Cruiser de Humberto, nos fuimos hacia la frontera con Venezuela, dado que pernoctaríamos en la Laguna del Pájaro, localidad wayuu en el lado venezolano.
El control de frontera es un revolú. Las personas que no son wayuu tienen que bajarse de los carros y autobuses para obtener los sellos de salida y visas de entrada. Los wayuu, gracias al reconocimiento de su existencia binacional, no tienen que presentar ningún documento, solo tienen que decir «soy wayuu» y seguir adelante. Los funcionarios colombianos tienden a ser eficientes y corteses, pero los funcionarios venezolanos tienden a plantear objeciones para obtener sobornos. Es un modo de vida. Una de las tranquillas que crean es pretender no creerle a personas de piel muy clara que son wayuu. Otro tipo de problema es el que me crearon a mí: «usted es ciudadano norteamericano y existe un decreto que prohíbe su entrada a menos que presente prueba notariada de haber sido invitado por el gobierno». Argumentamos punto por punto; en fin, no pudieron darnos señas de que siquiera existe el susodicho decreto. El poeta José Ángel Fernández llamó a funcionarios venezolanos de la cultura, a ayudantes de ministros, y nada. El jefe de la oficina, un hombre alto y blanco con cara largamente aburrida, sentado en un banquillo afuera en el jardincito dilapidado que servía de área para hacer la cola, repetía «usted no entra, papá, usted no entra, papá», saboreando un enorme tabaco mientras un niño negro le brillaba las botas. Resignados a regresar a Maicao para considerar las opciones, volvimos al Land Cruiser donde nos esperaba Humberto y le contamos. Pero él dijo, «no, esto no puede ser, déjenmelo a mí primos» y fue a hablarle al orondo jefecillo de frontera que se fumaba el tabacón. Al minuto Humberto nos pitó desde allá señalando que nos acercáramos. El jefe entró a su pequeña oficina semiderruida y se hizo esperar; pero al salir se disculpó, estampó el sello de visado en mi pasaporte y firmó sonriendo hacia mí: «Bienvenido a la República Bolivariana de Venezuela». Todos miramos a Humberto. Supimos que él le había advertido al oficial de inmigración que yo era invitado suyo y de otro wayuu, prominente figura pública de Maracaibo que es nada menos que primo y paisano del mismísimo clan Uliana, que cómo les iba a hacer ese desaire a los nuestros. Es la manera wayuu de soslayar la soberanía nacional. La relación familiar-clanil prevalece siempre por debajo del Estado y la burocracia, sin que eso, por supuesto, implique intención subversiva ni impropia alguna, sino simplemente la coexistencia de espacios con fronteras diferentes. Uso la expresión familiar-clanil para referirme a la unidad político-familiar más importante de la sociedad wayuu, que no es el clan como tal, sino una subdivisión de éste que se compone de una red familiar matrilineal extendida que puede albergar cientos de personas. Y nos dirigimos hacia la Laguna del Pájaro, lugar que vio nacer a José, donde vive su madre.
Cuando rebasamos la frontera ya las sombras de la noche se arrastraban cansadas sobre el paisaje entre Maicao y la Laguna del Pájaro. La Guajira es una península mayormente llana, pero con sus anfractuosidades, montículos pedregosos y elevaciones monolíticas aisladas, más lagunas, lechos secos que solamente llevan agua en temporada de lluvia y varias pequeñas sierras montañosas con vegetación verde y escasos manantiales con vocación de oasis. Los llanos son arenales o tierra tosca semidesértica de vegetación xerofítica, es decir árboles dispersos bajos, matorrales de clima seco con extensas zonas sin arbustos y escasa vegetación espinosa a ras de tierra, rematando en algunas planicies completamente desnudas de vegetación y dadas a tormentas de arena. El cactus es multitud. Soplan fuertes brisas del este que no por venir del Caribe parecen traer mucha humedad. El sol crea espejismos. Hay partes que parecen el planeta Marte.
El paisano de monte ha creado una arquitectura de la invisibilidad, que no se impone sobre el entorno, sino que se camufla como el camaleón. Parajes que a primera vista parecen deshabitados, sin falta alojan sus habitantes que están por ahí más cerca de lo que jamás imaginaste. Cada chivo que se alcanza a recortar sobre el horizonte desolado tiene su dueño y más vale que no lo toques. Cada porción de tierra, incluidos cauces, playas, accidentes del terreno y fenómenos topográficos, está adscrita a algún grupo familiar-clanil que la defiende con ferocidad si fuera necesario, pero la propiedad privada de la tierra en el sentido capitalista no existe, pues la tierra es inalienable del grupo ancestral vinculado a ella. Le pregunté a José si yo le saliera a comprar un pedazo de las tierras donde vive su mamá, si me lo venderían: «Eso es imposible, inconcebible cuñao, pero si te casas con una hermana mía, por ejemplo, puedes venir a compartir parte de nuestras tierras y hacer tu casita por ahí». Esa pertenencia, por supuesto, no consta en ningún registro de la propiedad, existe mientras haya quien la haga valer, y de eso se encarga cada familia. Los cementerios familiares dispersos por toda la geografía son expresión de esa incorporación ancestral inalienable a la tierra, articulada al mundo otro de los muertos y sus caminos por el cosmos. Ello explica que apenas haya cercas, excepto para proteger los sembradíos de incursiones de animales, pues los umbrales divisorios existen en el espacio de una memoria cósmica que se superpone sobre la topografía. Las rancherías son módulos múltiples con varias edificaciones hechas de materiales diversos (como el corazón del cactus) tomados del entorno y partes de concreto. Una pequeña edificación cerrada con una diminuta ventana, a veces la única estructura con paredes tipo «habitación», sirve de aposento íntimo, mientras una o más enramadas (estructuras techadas sin paredes) sirven de dormitorio ampliado donde se cuelgan los chinchorros (hamacas —la cama no se acostumbra-) donde duerme la familia ampliada y los invitados. Dormir es una actividad casi social, pues pocos duermen en la habitación con paredes (a veces los matrimonios y personas delicadas de salud), la mayoría comparte el sueño en las enramadas sin paredes, alineados en sus chinchorros uno al lado del otro, expuestos al sereno y la brisa nocturna, casi bajo las estrellas. Hay un aprovechamiento máximo del clima rara vez lluvioso o frío. Muchos de los chinchorros son objetos de arte en cuyo colorido diseño se escribe la concepción wayuu del cosmos. Es un lujo dormir en ellos. Sin duda la disposición arquitectónica y espacial de los cuerpos soñadores tiene mucho que ver con la socialidad de la actividad onírica entre los wayuu, una de tantas sociedades indígenas que todavía integra la actividad de soñar a la vida cotidiana colectiva pese a las imprecaciones de los predicadores cristianos que les advierten que «soñar es cosa del demonio». Otras enramadas pueden servir de cocina (de leña), comedor o área de estar. En la vivienda de monte no se considera necesario tener instalaciones sanitarias, con excepción de alguna caseta para bañarse con agua recogida en totumas. En La Alta, la electricidad y el agua de acueducto son excepción limitada a algunos caseríos y a corregimientos semiurbanos como Nazareth (en la sierra La Makuira), en cuyo caso el servicio es muchísimo más impredecible que el clima.
La Laguna del Pájaro, que no es una laguna natural, valga aclarar, sino un jagüey grande ampliado por el gobierno, no queda aún en la Alta Guajira, sino en la ruta venezolana hacia la misma. La casa donde pernoctamos allí es de concreto, de arquitectura regular con varias habitaciones y baños, aunque el uso real del espacio sigue el modelo de la ranchería. Dormimos en chinchorros colgados de una enramada bajo un techo tejido lujosamente con yerba de enea al estilo añuu (otra sociedad indígena arawak próxima a la wayuu).
Se nos unió al otro día el cineasta y profesor de cine, Jorge Villa, quien vino por la ruta de Valledupar. También se unió la esposa de Humberto, Amarilis, y el nieto de ambos. Amarilis resultó ser nieta de Antonio López, escritor wayuu, autor de la elocuente crónica de las guerras interclaniles de principios del siglo veinte Dolores de una raza (1960). Sobra decir que una vez adentrados en los resguardos autónomos la lengua que escuchábamos en todo momento en derredor nuestro, interrumpida por el español solo cuando Jorge, Constanza o yo participábamos en la conversación, era el wayuunaiki. El wayuunaiki suena como el japonés, dadas sus muchas esdrújulas y frases iniciadas o terminadas con énfasis cortantes. Se nos unieron además por dos días en Laguna de Pájaro dos gestores culturales venezolanos, el chofer de ellos, y el poeta mexicano de lengua náhuatl, Pedro Escamilla. El propósito de ellos era sostener una reunión, en ambiente geopoético, como dice José, para planificar un encuentro internacional de literaturas indígenas en Caracas y Maracaibo. José participó como encargado de asuntos indígenas de la Biblioteca Pública de Maracaibo. El respaldo del gobierno venezolano a las culturas indígenas y a la promoción de la literatura en general se hizo evidente en la reunión, en la cual Constanza, Jorge y yo participamos como observadores. De los venezolanos, Lenín, era el más articulado e intenso en las conversaciones sobre política y cultura. El estilo sobrio, pausado y oracular del poeta náhuatl Pedro Escamilla contrastó con los altos decibeles de los caribeños que lo acompañábamos. Pedro y José nos leyeron su poesía en la enramada abierta a la noche guajira, mezclando su voz con el siroco que soplaba suave, para inventar una vez más el sentido de muchas cosas que nos rodeaban.
Al otro día me dio un bioco, supuestamente por subir, sin hacer el debido pagamento a una duna cerca del mar considerada como «lugar pulowi». Pulowi es la consorte femenina de Juyá, personaje masculino supervital cuyo avatar principal es la lluvia. Juyá es siempre uno, siempre en movimiento. Pulowi es legión, siempre fija en lugares determinados, que encanta y aterroriza al intruso principalmente con su manifestación principal, la culebra grande, que en sueños o en viajes al país de los muertos se torna en una mujer seductora que si le miras la vulva quedas muerto en el acto. Fui el único del grupo que subió a la duna sin hacer el pagamento (fumar tabaco o verter chirrinche en la tierra). José me dijo que tuve suerte, pues solo recibí un leve castigo de Pulowi. Más tarde se lo contamos a la madre de José, quien se rió y dijo que eso eran vainas, que cuando ella era joven iba sola en burro a contrabandear por esa duna y nunca le pasó nada: derivas de la geopoética.
Ese contrabando hoy día es más cómodo, se vale de camiones y se ríe de los numerosos retenes que coloca la Policía a lo largo de las rutas fronterizas con Colombia. Justo frente a la casa de la mamá de José pasa la única carretera pavimentada en el lado venezolano de ese corredor costero conducente a La Alta. Y ahí, justo al frente, está también el retén de control más importante de la ruta, con un destacamento de policías arrimados a un ranchito fresco, siempre muy ufanos y dispuestos a exhibir armas largas, jugar dominó, beber y sobre todo tirar miles de latas de cerveza alrededor. En altas horas de la noche y bajas horas de la madrugada la fila de camiones cargados hasta el tope es interminable, parece una culebra grandísima con miles de pares de ojos, encarnación de Pulowi. Desde mi chinchorro, colgado al otro lado de la carretera, despertaba y veía la fila de focos encendidos, cómo cada camión disminuíaba la velocidad, se detenía por segundos, una mujer se bajaba del camión, se acercaba rápidamente a los policías como a decir o entregar algo, volvía y se montaba y la máquina aceleraba trabajosamente, tirando cambios con estruendo. Según la imagen de mundo que es la imagen del Estado se supone que no exista la interminable escena de esa culebra de camiones pasando en la noche por una carretera aparte de la cual solo hay pampa, viento del mar y el horizonte estrellado, por lo que es escena tan insólita que más bien ayuda a uno a dormirse de nuevo y a pensar que quizá todo sea un sueño que se repite cada noche.
Al otro día fuimos a un segundo entierro de un pariente de José. La primera vez que muere un wayuu, se le entierra en el cementerio más viable en el momento. La segunda vez, unos dos a diez años después, se le exhuma del primer cementerio y se le lleva al cementerio correspondiente de sus ancestros, que tiene su espacio inalienable en el punto del territorio que le pertenece al grupo familiar-clanil; y desde ahí el difunto, ya enterrado por segunda vez, muere definitivamente y se aleja para siempre de este mundo emprendiendo el Camino de los Indios Muertos, es decir, lo que conocemos como la Vía Láctea. Ya luego, los indios muertos solo vuelven del cielo algún día en las gotas de lluvia (Juyá) que impregnan a Mma, la tierra, pero ya esos indios no son ellos, son otros. La ranchería solitaria en la pampa donde se celebraba el segundo entierro estaba repleta de parientes y amigos de toda procedencia. La gente llegaba en motocicletas, burbujas, camiones Ford 350, burros, caballos, bicicletas, que se acomodaban alrededor de la enramada principal. Durante la celebración se sacrifican chivos, ovejos y reses en el lugar, según la demanda, con diestros cortes del machete. Al poco rato se sirve la comida abundante, deliciosa, acompañada de chicha, chirrinche, whiskey y cerveza. Cuando hay suficientes enramadas en este tipo de ceremonia fúnebre, las personas se distribuyen por género, los hombres en una enramada, mujeres y niños en otra, y parejas de ambos sexos que desean estar juntos se van a otra enramada. Los hombres sacrifican y destajan a los animales, las mujeres cocinan y sirven, además de atender a los niños. Todos conversan, hablan y beben por igual. Es frecuente ver a hombres hacerse cargo de jugar con los niños, acariciarlos, atender que coman mientras las madres conversan con amigas y parientes o se dedican a llorar. Llorar es importantísimo. Sólo las mujeres ejercen el llanto ritual, el cual se realiza junto a la urna que encierra los restos, adornada de una imagen del difunto en vida. Las mujeres se cubren la cabeza con sus mantas y se aproximan a la urna lo más posible para exhalar un treno a coro, muy sentido y casi desesperado, pero contenido dignamente. Es un clamor espectral de la colectividad, que debe hacerse bien. Le dice una niña de unos 10 años a su tía: «Ay tiíta, ya aprendí a llorar, hace ratito estuve llorando y me salió bien chévere: ¡lloré, lloré, lloré y lloréee! Ahorita vuelvo de nuevo cuando descanse». Este llanto no es un exabrupto del individuo sino emoción disciplinada en su casi desbordamiento y se debe llorar cada vez mejor, pues se trata de un gesto con impacto preciso en el entorno compartido por los vivos y los muertos.
Conversé allí un rato con un hombre de unos 40 años, emigrante a la ciudad de Maracaibo, mecánico especializado. Se extendió muchísimo explicando con ardor todos los beneficios que el gobierno de Chávez traía a los wayuu, y a los trabajadores en general. Otra señora que escuchaba no parecía tener el mismo entusiasmo, comentó, medio irónica, que Chávez era como Dios: «No lo vemos, no se comunica, no aparece, y nos piden que creamos en él» (era febrero, semanas antes de la muerte del Presidente). Pero esta señora no replicó a los argumentos específicos que trajo el mecánico automotriz. Otra señora contó cómo su hijo se hizo médico gracias a las oportunidades que le ofreció el gobierno bolivariano. No cabe duda que el chavismo es muy popular entre los wayuu a ambos lados de la frontera. Cuando nos despedimos de la gente del segundo entierro, ya los hombres habían comenzado a expresar su duelo disparando tiros al aire. Es derecho de los wayuu, ley del territorio, andar armados en sus resguardos. No pocos, especialmente los hombres mayores, exhiben vistosas baquetas al cinto donde enfundan revólveres plateados que ciegan con el brillo.
La playa de Cojoro, situada más arriba de la Laguna del Pájaro en la costa oriental de la península de la Guajira, da al Golfo de Venezuela, antes conocido como Golfo de Coquibacoa, parte del Caribe sur. El apetitoso baño que nos dimos allí nos mostró otra faceta del concepto wayuu del territorio. Fuimos en la burbuja de los funcionarios venezolanos y nos aparcamos al pie de una enramada vacía, un poco destartalada. Pronto se nos acercó una linda majayura (doncella casadera) wayuu y nos dejó saber la familia-clanil a que pertenecía la playa. Hoy día los grupos familiares-claniles que poseen trechos de playa en esta costa suelen cobrar por su uso. Esta muchacha no nos cobró, en reconocimiento de que la enramada estaba destartalada. Más importante que cobrar, nos dijo José, para ella y su familia-clanil lo es el reconocimiento de la pertenencia ancestral de esa entidad geográfica. Iniciamos una discusión un poco bizantina sobre qué era lo que en verdad se cobraba: la playa, el baño en el mar o el uso de las enramadas que esta familia había construido a unos 60 metros de la orilla, sin que llegáramos a una conclusión. Luego de bañarnos consumimos deliciosos tamales y caldo de carne de chivo en la enramada donde la majayura y sus hermanas vendían comidas y bebidas.
Finamente, al cuarto día de estar en la Laguna del Pájaro nos despedimos de la encantadora mamá de José y de su hermano tejedor y tomamos rumbo Alta Guajira adentro. Íbamos en el Land Cruiser, apertrechados de sacos de arroz, plátanos, agua, whiskey y el indispensable tabaco (para los pagamentos a Pulowi), Humberto, su ayudante, su esposa Amarilis, el nieto, además de Jorge Villa el cineasta, José el poeta, Constanza la antropóloga y yo. Pronto se disolvió en la arena el trecho pavimentado de la carretera (la única carretera que sube por ese litoral) y pasamos el último retén venezolano para adentrarnos en Colombia, siendo la única señal de esta jurisdicción una base militar completamente cercada donde no se veía ninguna actividad humana. No había ningún puesto de frontera colombiano en funciones que se nos apareciera después de pasar un control venezolano de dos soldados parados con armas largas en medio de los matojos espinosos y arenales sin fin. Nos tocaba viajar seis horas más por trochas en la arena y por caminos invisibles entre cactus y arbustos xerofíticos que solo el ojo experto de Humberto puede detectar sin perdernos y terminar viajando en círculos. Por cierto, fue una bendición práctica de la vida andar por aquí con José, Humberto y su esposa, pues el mapa secreto wayuu tiene más guardianes emboscados y requiere de más contraseñas y aliados que un juego de vídeo. Quien viaje sin aliados está perdido desde la entrada. Pasamos de lado el cerro de la Teta, tan notorio en la mitología wayuu, igual la serranía de Jalaala. Pasamos por Castilletes, costa con playa y puerto de contrabando legendarios donde algunos jefes de guerra wayuu vendieron a sus prisioneros como esclavos en complicidad con funcionarios y políticos hasta entrado el siglo XX. (Fueron trabajadores puertorriqueños contratados en las haciendas azucareras del sur del lago de Maracaibo quienes denunciaron que allí había indios guajiros cautivos en calidad de esclavos, denuncia que fue recogida por el cónsul norteamericano.) Fuimos aproximándonos a las estribaciones de la serranía de la Makuira, pero no llegamos hasta allí, sino que recalamos en Iichipa, lugar donde hay varias rancherías relativamente concentradas y una escuela primaria. La autoridad de Iichipa es Daniel Prieto. Don Daniel es un maestro wayuu que llegó al lugar hace décadas, proveniente de Venezuela. Decir que alguien es autoridad en una comunidad wayuu no se refiere a puestos burocráticos ni otorgamientos de poder. Es autoridad una persona que en la práctica ha recibido reconocimiento y respeto, como para recomendar la toma de acciones y decisiones. Esta autoridad no tiene oficinas, emblemas, emolumentos ni medios con los cuales imponer sus decisiones a los otros; sólo cuenta con la palabra, el prestigio y la influencia moral. Una autoridad no da órdenes, sino que aconseja, reclama, interpela, llama la atención y sirve de mediador. Quien no quiera hacerle caso a una autoridad simplemente no lo hace, nadie lo arrestará ni le hará nada; quien discrepa de la autoridad simplemente se abroga la responsabilidad moral de haber actuado contra la opinión de una autoridad y se verá que con el tiempo quién tenía la razón. No es imposible que quien contravenga a una autoridad resulte tener la razón. Quizá a la larga se le reconozca como autoridad también. La hospitalidad de don Daniel le da contenido a la palabra «magnífico». Fue magnífico en su hospitalidad, al igual que lo fue su esposa, maestra en la escuela de Iichipa. Nos condujo por vericuetos laberínticos indistinguibles en la arena hasta un manantial-cascada en el cual se bañaron algunos compañeros de nuestra comitiva. Las fuentes de agua natural en toda la Guajira se pueden contar con los dedos de la mano. Las aguas de este manantial, de hecho, se disuelven en la arena y desaparecen como por arte de magia una vez caen de la cascada y tocan suelo. La arena se chupa toda el agua y pocos metros más adelante no quedaba rastro de humedad. Estas escasas fuentes de agua podrían extinguirse si la corporación minera transnacional El Cerrejón lograra cambiar el curso del Ranchería, único río que pasa por el departamento, que atraviesa la Baja Guajira y en Riohacha sale al mar Caribe. La oposición de casi toda la población ha logrado, sin embargo, detener estos designios gracias a una campaña exitosa en la que han tenido participación destacada dos escritoras wayuu: Vicenta Siosi y Estercilia Simanca.
Dormimos, como siempre, en lujosos chinchorros, colgados en la enramada de la casa de una de las maestras de la escuela de Iichipa. Aquí no había carretera ni camiones pasando por la noche ni luz eléctrica, se podía ver la vía láctea, sentir las estrellas parpadear sus millones de señales con la más sensacional delicadeza que pueda tener multitud alguna. En la mañana nos despertamos con las conversaciones y riñas de las aves y de los chivos, y desayunamos café con leche de cabra recién ordeñada. Sumidos en un trance idílico, decíamos: «¡Ah, esto es vida!» Claro. Pero ante el idilio del visitante, el hastío del habitante. Una jovencita wayuu que se me acercó me dijo, cuando le pregunté a qué se dedicaba: «Yo, a nada. Quiero es mundo, largarme de aquí, irme a Nueva York o algo así. Si pudiera me iba con ustedes». El medio ecosocial de la Alta Guajira tiene capacidad para sostener a x cantidad de seres. El propio éxito de los wayuu en levantar una sociedad a partir de una intensa relación con el medio natural produce un exceso relativo de población, que infringe el balance delicado sostenible por los recursos y estilos de vida prevalecientes. Muchos jóvenes wayuu «no se hayan» en esa frágil trama ecosocial, que se entrelaza también con los productos, los símbolos, el mundo imaginario y la esfera mediática (música y radio principalmente) que remiten más allá de la ruralía guajira, proponiendo nuevas rutas y expectativas al deseo y el ensueño. El flujo migratorio hacia los centros urbanos (Maicao, Riohacha, Maracaibo) es alto. La interacción de la sociedad wayuu con esferas geopoéticas globales incluso en su hinterland más remoto, se acelera e intensifica cada día más, lo cual indudablemente conlleva transformaciones. Pero no se va a ningún lado con discursos contra la «aculturación» o «asimilación». La interpelación de la jovencita que acabo de citar, que dice «quiero es mundo», es ejemplar. Sería ridículo y además contradictorio e hipócrita tomar esta expresión de deseo como una «alienación» que menoscabase la identidad e integridad del supuesto «nativo» y contra la cual habría que protegerle. Una geopoética que busca aprender de las sociedades no convencionales debe aprender tanto de Juyá, los chivos, los poetas y el desierto como de la jovencita wayuu ensoñadora de mundos que quiere largarse de allí, aprender de aquellos que montan líneas de fuga hacia adentro y hacia afuera de sus entornos de origen desde la migración y otras experiencias interculturales. He podido comprobar, de hecho, que casi toda la literatura de autor wayuu comparte esas líneas de fuga tan propias de la migración hacia los espacios urbanos. Casi no hay autor wayuu que no sea un migrante, ya plenamente radicado en los ambientes mestizos y criollos de las urbes latinoamericanas. De alguna manera también existe la migración in situ: la persona que «coge la juyilanga» con respecto a cierto ámbito sociocultural sin moverse físicamente de su territorio, pero que entra en las redes y asociaciones simbólicas desde donde inventa otras maneras de estar y de refaccionar lo «propio». Así, la pasión de territorio se enriquece con la desterritorialización inherente a sus pulsiones. Una perspectiva geopoética debe integrar toda esta experiencia en su conjunto, integrar lo que Edouard Glissant llama «la relación», dejando de girar en torno a la identidad, las raíces y la pretendida descolonización. Quizá esa sea una de las condiciones de toda literatura que perdure más allá de la constatación de lo mismo. Escribir es siempre de alguna manera emigrar, largarse como si fuera otra manera de volver, aunque sea con las palabras y gracias a ellas: otra pasión del territorio.
(Continuará con Parte II: la sierra de la Makuira y Wolunka, la mujer de la vagina dentada).