Des-aliento
Para no ser mudos, hay que comenzar por no ser sordos.
–Eduardo Galeano
A Juan Flores, por ese aliento guerrero que nos deja.
Por costumbre
Desde hace años, me gusta hacer recapitulaciones. Recapitulo sobre el final de una unidad en los cursos, sobre los cursos mismos, sobre el fin de cada año. Recapitulo sin pretender resumir exactamente. Más bien, recreo lo dicho, lo pensado, lo interrogado y destilo un conocimiento distinto. El proceso es una revelación dichosa en sí misma.Sin embargo, este año, este 2014 –crudito y delirante– he imaginado múltiples balances y no logro dar con el desenlace fecundo que anuncia luces a la vuelta de la esquina. Este año, mi recapitulación se nutre de un profundo desaliento. Lo aprendido trae triste envoltura.
Por ese motivo, me he debatido sobre escribir o no este texto. Pienso que ya ha habido zozobra suficiente como para añadir, por costumbre solo, una despedida de año rebosante de lamentos. Este planeta no necesita más inventarios de fracaso, más brindis de bohemios. Esta humanidad maltrecha parece no querer vivir más. Este archipiélago boricua va cada vez peor y no hay promesa de un mañana halagüeño. ¿Por qué debo estar alegre, de fiesta, si lo que procede es reconocer el desamparo?
Afirmo el derecho al desaliento
Me resisto a la alegría por decreto en este periodo navideño. Creo que no puede haber celebración verdadera, profunda, significativa para las colectividades a las que pertenecemos si no tenemos la honestidad de reconocer el descalabro del tiempo en que vivimos. Me niego a bailar un simulacro de fiestas, precisamente para tener la aspiración, algún día, del festejo sencillo y justo.
Nuestro país experimenta un agudo jaque mate a su tradición de gobernabilidad. Padecemos un liderato gubernamental insuficiente, instituciones quebradas y la precariedad más básica de la imaginación política.
Nuestro sistema escolar público está cerca de ser el peor de nuestra historia y parece no pasar nada al respecto. Nuestro sistema de salud (público y privado) parece ser cada vez más precario. Para los que tienen menos, es sencillamente un infierno dantesco.
El costo de vivir se ha disparado e incluso sobrevivir vale demasiado. Morir es una empresa rentable para unas pocas y una quiebra inminente para la mayoría.
Seamos honestas, como colectivo estamos bastante peor. Es así de cierto como se escucha. No seamos sordas.
La pregunta es si vamos a empezar a reconocerlo y a hacer algo al respecto o si seguiremos delegando en las instituciones que ya no dan para más. La respuesta no es sencilla. Lo reconozco. No tengo recetas fáciles ni puedo, como otras veces, consignar soluciones. Sinceramente, no sé.
Afirmo el derecho al aliento
Pero, no saber ahora no significa que no sabré nunca. Sabemos algo si reconocemos, sencillamente, que este tinglado actual no nos sirve como colectivo. Damos un paso si escuchamos la tristeza, propia y ajena, y le hacemos caso. Damos un paso si nos negamos a que nuestro aliento venga envuelto en regalo, con moñita y todo.
Exijamos decoro. Que cuando se nos vaya a mentir más, no se nos dé una lección rancia sobre la verdad. Que cuando se nos vaya a endeudar más, no se nos diga que esta deuda sí es buena aunque la pasada fue fatal. Que cuando se nos vaya a poner en segundo, tercero o último lugar, después de los bonistas y de los grandes intereses financieros, que se nos diga así sin más.
Que sepan que los escuchamos y los leemos bien. Que sepan que no nos confunden sus juegos de palabras, ni sus insultos a la inteligencia colectiva más básica. Que lo sepan bien.
Ese aliento es nuestro derecho y no nos lo pueden quitar. Ese es el comienzo de la alegría sencilla y justa. Esa afirmación es la semilla de otra vida posible.