Donald Trump o el fin de la democracia estadounidense
Las ideas que florecieron en la Ilustración y se convirtieron en un ejercicio de democracia republicana a partir de 1787, siguen teniendo vigencia como idearios y como inspiración para forjar sociedades que precien, por sobre todas las cosas, la libertad, la hermandad, la igualdad y el derecho a buscar la felicidad de la forma en que cada cual la conciba para sí, sin menoscabar la ajena.
La elección de Donald Trump parece haber herido de muerte esta democracia. No porque solo el 26% de los electores hábiles lo haya elegido y, por lo tanto, el 74% de los restantes se haya quedado desconcertado y aparentemente impotente porque el onceavo mandamiento, el sufragio, lo haya declarado vencedor. Se trata de que se ha socavado uno de los principios universales de la civilización: los datos, cuando son confiables, suelen y deben guiar los pasos de la humanidad.
El efecto Trump resulta ser el daño, al parecer permanente, pero confiamos que reversible, que ha tenido, siguiendo el manual de Hitler, el presidente-electo. Al declarar y convencer a sus seguidores de que los medios de comunicación (que están al servicio del sistema aun cuando lo denuncian) es la forma más baja de existencia, lo más corrupto de la sociedad estadounidense y que tergiversa toda realidad. El fenómeno, forjado por Trump y sus portavoces, ha creado lo que en el norte se ha denominado como «la era de la pos-verdad» (post-truth).
En esta realidad alterna, todo lo que diga la prensa se percibe como tergiversado u objeto de suspicacia e incredulidad. Toda otra fuente de información, aunque no tenga ninguna credibilidad para quienes nos preciamos de mantenernos informados, tiene más validez que los medios oficiales. Este discurso otorga igual credibilidad a Alex Jones quien aseguró que Hillary Clinton mantenía una guardería infantil de abuso sexual en una pizzería en Washington, lo cual motivó a un sujeto de Carolina del Norte a ir, rifle de asalto en mano, a hacer una «auto-investigación», hasta el portal ultra-derechista y supremacista Breibart fundado por Stephen Bannon quien se ha convertido en el asesor estratégico del presidente-electo.
Con la elección de Trump, el capitalismo petulante e insolente – paradójica y tristemente electo por electores de clase trabajadora – toma el poder por asalto, ante la mirada absorta de las fuerzas demócratas que se han quedado como los venados frente a los focos del auto en una carretera oscura.
El presidente-electo y su gabinete nominado, tira por la borda las apariencias de representar los intereses de la mayoría y los derechos de las minorías. El equipo de trabajo está compuesto de millonarios, billonarios y políticos cuyo conocimiento de la gestión pública (Carson, Perry, et al) solo es lastimosamente comparable con su monumental ignorancia de todo lo que no sea los intereses de su partido al servicio del 1%.
Tan pronto Trump nombre el nuevo juez del Tribunal Supremo, tendrá el control de las tres ramas de gobierno, tirando por la ventana el balance de poderes que los constitucionalistas aprendieron de Hobbes, Locke, Montesquieu y Rousseau, y haciendo revolcarse en sus tumbas a Jefferson, Madison, Franklin, Hamilton y Adams.
El experimento de una democracia representativa separada de la iglesia y la nobleza hereditaria, convertida en la primera república regida por el imperio de la ley, se estará convirtiendo en una plutocracia, armada con tres ex generales de las fuerzas armadas en puestos claves del gobierno para reprimir cualquier intento de subversión de su nueva modalidad de poder.
Lo que los dictadores siempre optan por ignorar, es la capacidad que tienen los seres humanos para derrocar a sus opresores, unas veces con sus fuerzas e ingenio internos, otras con el apoyo de sus aliados exteriores. Recuérdese el triunfo de la revolución estadounidense con el apoyo de Francia.
Precisamente el “espíritu de libertad” que los estadounidenses entienden es la esencia de su identidad, de su potencia, de su excepcionalismo, les enardecerá para retar un gobierno que les ha engañado descaradamente y ahora pretende hacer más ricos y poderosos aún de lo que eran a su clase gobernante, a costa de millones y millones de seres humanos cada vez más condenados a un futuro de miserias en la nación más rica del planeta.
La suerte está echada. El magnate de bienes raíces Donald Trump ha logrado su sueño de adueñarse de la propiedad más codiciada del país y más observada del mundo. Su caída y su humillación será proporcionalmente inversa a la inconmensurable desfachatez de ego. Trump parece ser el último capitalista que le vende la soga al verdugo.
Un amigo a quien distingo y aprecio me comenta que el sistema siempre tiene la habilidad de corregirse a sí mismo. He mencionado anteriormente que las opciones serán la renuncia obligada por un residenciamiento inminente o un proyectil de alto calibre a distancia o bajo calibre a quemarropa.
Los estadounidenses tienen en Trump la oportunidad de redefinirse como sociedad, como nación y como ejemplo de los ideales que se precian de que les definen, en vez de los intereses de quienes les han utilizado para su propio enriquecimiento y vanagloria.
La mesa está servida. Confiemos que el resultado sea que todos tengamos un lugar en ella.