Dos miradas extranjeras
Juan Ramón Jiménez y Gabriela Mistral en Puerto Rico
Todavía hoy, nuestras islas antillanas son cruce de caminos, islas visitadas, invadidas, ocupadas. Muchos llegan voluntariamente, a otros muchos los trae la fuerza del azar. El forastero forma parte del paisaje isleño. No sólo trae noticias del exterior sino que estrena su mirada sobre el litoral, sobre la gente, y, en afortunadas ocasiones, si cuenta con valentía o amor suficientes, se suma al destino de sus pobladores. Podríamos decir que el breve espacio crece con la mirada escrutadora de estos visitantes que, además, de forma muy particular, también nos enseñan a mirar.
De dos generosos extranjeros hablaré aquí, dos poetas de la misma lengua que fueron testigos de la misma historia. Le siguen el rastro al Puerto Rico de la primera mitad del siglo XX y, además, particularmente, a nuestra recién nacida Universidad. A pesar de las distancias, habitan el mismo tiempo. Juan Ramón Jiménez nació en 1881 en Moguer, provincia de Huelva. Gabriela Mistral nació ocho años después en Vicuña, en el norte de Chile. Los dos poetas estuvieron vinculados por vías afectivas con Puerto Rico. Juan Ramón conoció la isla, desde su adolescencia, a través de una novia puertorriqueña, y luego por la familia materna de su esposa, Zenobia Camprubí Aymar. Visitó Puerto Rico al salir de España durante la Guerra Civil, y regresó para quedarse, definitivamente, quince años después. A Gabriela Mistral, por su parte, el azar y la amistad la llevaron a conocer la isla en 1931, cuando ya palpitaban las tremendas transformaciones del siglo. Desde entonces, mantuvo estrechos vínculos con Puerto Rico.
Hace unos años, la Editorial de la Universidad de Puerto Rico reeditó dos libros en los que estos poetas testimoniaban su relación con nuestro país, Gabriela Mistral en Puerto Rico y La isla de la simpatía de Juan Ramón Jiménez. Hablan estos escritos de un país y de una universidad que no he visto jamás. Todo parece recién hecho, un mundo sin estrenar. Quien lee imagina aquel lugar distante con la ayuda de esas páginas. Se me encomendó reseñar estos dos libros para la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2008. Lo que sigue a continuación es, en buena parte, el texto que preparé para esa ocasión, hasta hoy inédito y que reviso para 80grados.
El libro de Gabriela
El libro de Gabriela Mistral es una colección de artículos dispersos, editados originalmente para la conmemoración de su centenario, en 1989, por Luis de Arrigoitia, con la colaboración de Edith Faría. Son materiales variados, de prosa y poesía, procedentes de diversas fuentes, pero dispuestos de tal manera que casi sugieren una historia. Los artículos y poemas recopilados dan cuenta de los efectos del afecto, las distancias y el deseo sobre la imagen de un territorio. Encuentra Arrigoitia que a través de ellos se construye un “lazo amoroso con Puerto Rico.”
Leo la amable memoria que hace Gabriela Mistral de esa época y pienso en la versión más entrañable que tengo de esos días: los recuerdos de mi padre, entonces joven estudiante y luego profesor de la UPR. Contaba él que, a su llegada a Río Piedras, ciudad universitaria, en el verano de 1939, después de un viaje de ocho horas desde su pueblo, le produjo una fuerte impresión el distante avistamiento de la Torre de la Universidad. Se veía de todos lados, nos decía, mucho antes de llegar. Por otra parte, la miseria que poblaba los campos y barrios del camino, aseguraba, estaba fuera del alcance de nuestra imaginación. La Torre se erigía como un faro salvador.
El recinto universitario era entonces una finca en la que algunas vacas desorientadas pastaban con la misma parsimonia de muchos estudiantes que cruzan hoy las calles riopedrenses. La precariedad de esos años se traducía en un ambiente austero para buena parte de los universitarios, que vivían conscientes de su condición privilegiada.
El país al que asistía Gabriela Mistral en 1933 era además un territorio ostensiblemente marcado por los invasores. A sus habitantes, llama ella: “generación de la desgracia”. Gabriela, como después Juan Ramón Jiménez, encuentra en el español puertorriqueño amenazado por el inglés, una resistencia inspiradora. A pesar de la brutal americanización que suponía el país ocupado y el alto grado de analfabetismo que cundía entre sus pobladores, apunta, “en ninguna parte oí más tierna la santa lengua mía”. Cuesta imaginarse a qué habla se refiere, si al habla campesina atravesada de arcaísmos o a la cadencia de los ilustrados universitarios de la década del Treinta. Quince años más tarde todavía lo llamará “país con tragedia lingüística”.
Los puertorriqueños de entonces, enfermos, mal nutridos, agotados por el duro trabajo del campo, formaban para ella un cuadro a la vez lastimoso y esperanzador. Se compadece particularmente del jíbaro, “ese hombre de cara amarillenta y esqueleto doblado” que trabaja la tierra y que, a su juicio, es, además, elemento esencial para el fundamento de la patria. Por otro lado, destaca los logros de una generación de intelectuales que insisten en cultivarse, en investigar y divulgar el conocimiento, como aupándose sobre el ambiente de escasez y adversidad de esa tierra chiquita.
Quince años, varias guerras y un par de dolorosas pérdidas personales después, Gabriela Mistral regresa a Puerto Rico justo antes de la revuelta nacionalista y la constitución del Estado Libre Asociado. En su discurso a los graduandos universitarios de 1948, la recién galardonada con el Nobel de Literatura felicita a los puertorriqueños por coronar el paisaje citadino con la Torre de la Universidad de Puerto Rico, en lugar de acusar el perfil de una ciudad dominada por edificios comerciales y bancarios. Coincide, pues, con la idealizada estampa de la primera visión riopedrense de mi padre. El Puerto Rico que ella describe es el que yo me esfuerzo en completar a partir de la memoria fragmentada de anécdotas familiares. El país que ella sueña, el que proyecta más bien, con una seguridad de pitonisa, se supone que sea el que yo vivo hoy. El paisaje de la ciudad universitaria prometía entonces un país coronado por la inteligencia, la razón, la sensatez, muy ajeno a la barahunda mercantil y mediática que sobrevino después, como todos sabemos.
La visitante quedó deslumbrada por cosas muy elementales que, considerando la extracción campesina de mis informantes de la época, hallan resonancia en mí. “Estas serán las cosas [dice Gabriela] que cuando muera, si quedamos un tiempo, como dicen, entre el cielo fino y la tierra gruesa, yo bajaré a verle a mi Puerto Rico, en ese vagabundeo arrastrado de niebla de las cinco de la mañana, que hacen los muertos.” Aquí anoto algunas de esas cosas que ella menciona: la tierra misma, las colinas, la atmósfera del mar y los cocoteros, el aromático café, las monstruosas toronjas, el árbol de pana, los flamboyanes que enrojecen las entradas de los pueblos, el habla puertorriqueña. Destaca aspectos sensoriales del paisaje que sólo alguien muy apegado a la tierra como ella disfrutaría con tal intensidad. Al leer su minucioso recuento, imagino el paso de mis padres, gente de montaña que vio desvanecerse la floración isleña con el crecimiento alocado de la segunda mitad del siglo XX.
Después de leer sus escritos sobre Puerto Rico, me quedo con las ganas de visitar el país que ella describe, misión tristemente imposible tras setenta años de desastroso desarrollo. La leo, pues, desde el futuro que ha soñado. Desde aquí trato de soñar, a mi vez, el breve país que Gabriela adivinaba. La isla, pródiga alguna vez en verdes, fragancias vegetales y miseria, ahora abarrotada, escandalosa, inquieta, dibuja aún su suave silueta a algunas horas del día, todavía como un terruño breve y poderoso, como una valiosa semilla. Esto nos recomienda Gabriela Mistral en 1948, confiando plenamente en el poder de la tenacidad: “Que no ahogue a ustedes la brevedad de la Antilla Menor: se crece en todas direcciones….”
El libro de Juan Ramón
A este breve país llega Juan Ramón Jiménez, en 1936, a comienzos de la Guerra Civil Española. Ya en su adolescencia una muchacha puertorriqueña, Rosalina Brau, de quien se había enamorado a sus quince años, le había hablado de Puerto Rico y provocado su imaginación. Años más tarde, el amor de su vida, Zenobia Camprubí Aymar, resulta ser hija de una puertorriqueña. Las casualidades se toman como señales del destino y, al final de sus días, enfermo de cuerpo y agotado de espíritu, viene a sanar en su destierro y concluir su jornada en nuestra isla.
La isla de la simpatía, es una segunda reconstrucción de los manuscritos que componen “un libro inacabado” que el poeta se mantuvo elaborando por más de veinte años. La española María de los Ángeles Sanz Manzano trabaja a partir de una primera edición en 1981 de los estudiosos puertorriqueños Arcadio Díaz Quiñones y Raquel Sárraga. La reeditó la Editorial de la Universidad de Puerto Rico, en conmemoración del cincuentenario de la muerte del poeta. De esta forma, la institución celebraba seis décadas de labor editorial y el legado de uno de los mayores poetas en lengua española que, de manera muy particular, adoptó Puerto Rico como lugar de vida plena y reposo final.
“Te encontré mi nombre, el que yo debía darte después de los años, isla de la simpatía; y ya nunca te llamaré de otro modo,” así comienza Juan Ramón Jiménez su “Prólogo muy particular”, primer texto del libro. Isla de la simpatía, casa de las nubes, revuelto paraíso, barco parado, país de los cabos sueltos, todos estos nombres tiene Puerto Rico para Juan Ramón Jiménez. Como Adán en el paraíso, el poeta nombra, y así crea un territorio para sí. Traza con esmero su perfil, como cuando dibujó la silueta de la isla en su niñez. Coloca en ese espacio a sus habitantes y participa del destino de la isla que imagina, la isla de la simpatía.
El prólogo presenta la mirada asombrada y entrañable que alterna en el texto con observaciones irónicas e incluso esperpénticas, hasta dar paso al carácter lírico del corazón del libro. La sección que cierra la obra, El epílogo más jeneral, contiene escritos de diversa índole: notas críticas y líricas, prólogos, lecturas públicas y entrevistas. Juan Ramón anima a poetas, propone empresas, aplaude iniciativas. Se manifiesta, paulatinamente, un íntimo afán por incorporarse, como él mismo imagina, al destino del país.
El poeta fabrica con su mirada la “isla barco”, la “casa de las nubes”, morada original y última. Sin embargo, no se limita a la visión lírica del territorio sino que además hace de la palabra vehículo de exploración. Quiere entender a Puerto Rico en todos sus detalles, participar de su destino, desde su perspectiva de amoroso extranjero. Reconoce y defiende el individualismo del puertorriqueño, alienta la defensa del sentido patrio y aplaude los esfuerzos de los poetas e intelectuales del país; en fin, participa de la vida puertorriqueña. Nos adopta a nosotros como nosotros lo adoptamos a él.
Una vez suyo, una vez nuestro, en absoluta simpatía, Juan Ramón no limita su mirada ni su tono. Juan Ramón, como Gabriela Mistral, extiende su mirada por la geografía, por las gentes, su expresión lingüística y literaria, su presente y su promesa. Desde una voz apacible, un individuo deambula y observa; en sus palabras, es “un agradable espectador para comentar todo lo otro”, espectador que se integra al paisaje con su palabra germinadora; así dice: “Con todos estos elementos, luz, mar, mujer y niño, y hombre mirón, que suponen de un modo absoluto de nido natural, una tierra y un fuego permanentes de traspaso jeneroso ¿no se puede vivir y morir a gusto? ¿No querría uno, yo mismo, ser aquí otra vez joven, volver a la niñez, ser de nuevo el niñodiós, que yo dije en mis primeros poemas, ser enterrado siéndolo aquí, con su amor de siempre, en un cabo isleño que entrara en el mar Atlántico, pie siempre dispuesto para oriente en su alada fijeza hacia España?” (“Epílogo del prólogo”). Parece felizmente resignado a morir en este espacio acogedor, luminoso, vivo, en la pura belleza que sabe ver.
Mantiene, sin embargo, una mirada extrañada, que desfamiliariza lo que ve a través de la ironía y la poesía: la naturaleza, el aspecto y las gesticulaciones de las gentes, los usos de los puertorriqueños. Examina con curiosidad al país y trata de comprender la particular idiosincracia de sus habitantes. Esa extrañeza, sin embargo, lo lleva a meditar sobre la autenticidad de todos los gestos: “Aquí se ve bien que el mundo es un teatro de artificialidad natural, y nosotros sus endemoniados intérpretes”.
A pesar de esa mirada distanciada, en la sección más lírica del libro, “Realidades puertorriqueñas”, el poeta declara su integración al país que ahora habita de forma tan plena. El libro es testimonio de un esfuerzo de apropiación que lucha entre la deuda al origen – España, Andalucía – y la adaptación al nuevo lugar: “Yo sé que estoy unido a un destino de Puerto Rico, a un destino ineludible y verdadero.”
Ha llegado a la isla en el momento oportuno, cuando puede conformarse con el disfrute de lo pequeño, cuando no necesita de las grandes ciudades, cuando mejor disfruta de lo más elemental; así dice: “De modo que un viejo con esperiencia sensorial y apagamiento de cuerpo es el mejor gozador espiritual de la naturaleza y la humanidad. Por eso me gusta Puerto Rico.” Ha llegado, además, empujado por el destino, amparado por figuras femeninas – la novia, la mujer – , para sanar y vivir, en un afán que él llama resureccionista. La atracción hacia la “casa de las nubes” ha sido más fuerte que él y el poeta vive agradecido.
Juan Ramón corresponde a ese amparo con la poesía. Busca entender lo que mira a través de la palabra y, de esta forma, participa del destino del país: “Tierra de Puerto Rico, estoy mirándote, pensando en lo que va a ocurrir en ti, en lo que puede ser que ocurra en ti …. Todos estos ojos están mirando lo que va a ocurrir, intensos de ayuda para hacer surjir tu hecho, tierra de Puerto Rico y yo te doy mi pleno corazón para tu onda.” Tomamos, pues, el corazón del poeta, aceptamos su oferta y, en forma de este libro, esperamos la resonancia de sus palabras.
Juan Ramón Jiménez expresa varias veces en estos textos su deseo de permanecer, después de muerto, en tierras puertorriqueñas; dice: “…. yo me siento unido a Puerto Rico en un destino común sin ser de él, y por eso más fuerte todavía, tanto que yo siempre indeciso en mi lugar de muerte, quiero quedarme cuando mi muerte sea, muerto aquí.” Como sabemos, otro fue el destino de sus restos mortales, pero la reedición de la editorial universitaria deja claro que Puerto Rico es todavía su lugar de residencia.
La suma de los dos
Gracias a estos dos libros, conocemos cómo dos poetas desterrados, un español y una chilena, quedan maravillados por la riqueza y complejidad de un pueblo que se aúpa en su breve espacio isleño. Lo de pequeño los sobresalta y los conmueve, cada cual a su manera. El suave ritmo del trópico encantó a ambos como la encarnación del jardín edénico que representan casi siempre nuestras islas para los ojos forasteros. Aún así, sus formas de mirar, sin embargo, son distintas.
Juan Ramón se deslumbra con la brisa y el mar, Gabriela Mistral se apega a la geografía. La chilena ve a Puerto Rico como parte de una empresa hispanoamericana, de carácter telúrico, lo suma al dibujo de un hemisferio para el cual imagina un destino común. Por otro lado, Juan Ramón habla de una isla marina, un barco aireado, lugar de origen y destino, siempre en movimiento. Su punto de vista es más entrañable y personal.
Como en el caso de Gabriela Mistral en Puerto Rico, la lectura de La isla de la simpatía, nos describe un país que sólo podemos visitar a través de la palabra. La isla es la misma y ya no está. Al menos no como ellos la imaginaron. A veces Juan Ramón parece un náufrago feliz, casi un ermitaño, como si fuera un Robinson Crusoe y nosotros una raza de Viernes. La fuerza elemental de la naturaleza, sus gentes, la nitidez del paisaje tropical que mezcla estaciones y reverbera ante los ojos del agotado caminante, consuela de las precariedades y anima con las promesas.
En ocasiones, Gabriela, por su lado, parece la emisaria de los sueños hostosianos, una embajadora de América que nos llama a la resistencia : “San Juan fuerte no los hagas fanáticos, [dice] pero házmelos un poco absolutos para defender ciertas cosas. Ellos te han rezado siempre en español a ti, santo judío que casi eras español, y quieren seguir rezándote en la lengua en que entregan mejor la entraña suya; ellos quieren guardar su suelo, sabiendo, por el judío entre otros, que es malo perder la tierra asiento de los pies y del alma; y ellos quieren tener la misma honra de la América del Sur, la de ser dueños de sí, que es la mínima posesión que podamos tener en este mundo.”
Al leer estas palabras me pregunto si cualquiera de ellos viera hoy el país cuyo destino poéticamente vislumbraban, si quedarían espantados o, en plena sabiduría, sabrían reencontrar la esperanza.
Juan Ramón Jiménez, Isla de la simpatía. Edición de María de los Ángeles Sanz Manzano. Río Piedras: EDUPR, 2008.
Gabriela Mistral, Gabriela Mistral en Puerto Rico. Selección y prólogo de Luis de Arrigoita y colaboración de Edith Faría Cancel. EDUPR, 2008.