Dylanesca
Por más permisivo y libertino que parezca, el mundo de la cultura Pop tiene sus traumas; antojos que no han sido colmados, deseos de repetición y norma que han sido ignorados por los actuantes.
Se tiene la suposición de que la cultura Pop por ser intrínsicamente de masas es gobernada vox populis. El axioma sería: el pueblo reclama y la cultura obedece. Este último mito es ingenuo, aunque muchos todavía lo creen. Somos más certeros si pensamos que la cultura Pop es un diseño de mercado. Pero para que el mercado gobierne se necesita que tal diseño contenga productos artísticos reproducibles y por consiguiente de artistas o actuantes que funcionen de puente con la población y sus consumos.
Dentro de esta ecuación vemos que artistas hay de todo tipo: están en un polo los que se ajustan a tendencias, a listas de éxitos, a la compra y venta y en el otro, los que siguen el camino misterioso y libre de su propia creación en el tiempo. Entremedio hay variantes infinitas, concesiones y agotamientos. En estas dinámicas el mercado se desajusta con los ingobernables que hacen lo que les da la gana y desafían el gusto de esa supuesta masa que aclama. De ahí viene el trauma, de haber conseguido fórmulas exitosas que el artista ha decidido dejar de repetir. El trauma viene siendo la constatación del cambio; de un mundo interno en evolución que no necesariamente se ajusta a los parámetros que el público había pensado que establecía con el artista; el rechazo de una venta segura.
Toda esta diatriba para decir que Bob Dylan es una herida que nunca deja de sangrarle a la cultura Pop. Dylan es un monstruo longevo e inagotable. Lleva toda su vida (desde adolescente) en la mira pública haciendo sus diferentes actos. Para protegerse de la industria y de los admiradores represivos levantó una coraza potente, se oculta cuando es necesario y cuando ya lo tienen descifrado rompe los esquemas que su propia obra ha establecido.
Las etapas musicales de Dylan se pueden cartografiar: de muchacho prodigio de la canción de protesta; a rock’n’roller cínico; a músico iconoclasta del folk, el country y el blues (su faceta más constante); a su junte con The Band; a compositor religioso; al invento todos estrellas de Traveling Wilburys; al viejo desapegado con el sonido duro del blues de Mississippi. Dentro de esta evolución de cincuenta años todavía se comenta en toda biografía, artículo, memoria, reseña, etc. sobre su trasformación eléctrica. En la repetición de este dato histórico-musical se revela el trauma de la cultura y sus principios vacuos de repetición hasta la saciedad.
A principios de los sesenta el joven Dylan cantaba con su guitarrita y armónica canciones poético-políticas que acompañaron a una generación luchadora. De repente el chico se decide por juntar una banda ruidosa con guitarras eléctricas, bajo y batería y cantar casi inaudiblemente acerca de relaciones amorosas. El público se ofendió entonces con este cambio y se enfrascó en una lucha mediática y en vivo, via abucheos, con él. (El cine sobretodo evidencia esta ruptura en los documentales Don’t Look Back de D.A . Pennebaker, 1967, No Direction Home de Martin Scorsese, 2005 o en la ficcionalizada I’m not there de Todd Haynes, 2007). Lo importante de este trauma Pop es que pone en cuestión el estado deseante de las masas vs la evolución creativa del artista. En ese entonces el problema no fueron las bandas eléctricas del rock, sino que Dylan se hubiera unido a ellas y que además fuera uno de los más ruidosos exponentes. Aunque muchos, incluyendo sus más ávidos admiradores, trataron de sabotearlo Dylan se mantuvo estoico en su nueva propuesta y sacó varios de los mejores y más clásicos discos, en términos de sonido, poesía y sensibilidad, de finales de los sesenta. El tiempo probó su punto. La validez y grandeza de aquellas canciones pudo también ser apreciada.
Esta apuesta por la onda eléctrica sentó la pauta de lo que sería en adelante el señor Bob: un músico esquivo que se regenera con cada obra musical que produce. En otras palabras un artista inestable y cambiante de muchos intereses, expresiones (libros, pintura, grabaciones) y matices. Su catálogo dispar, con logros y flojeras también, es un documento vivo que encapsula y documenta una porción considerable de la historia del Rock and Roll hasta el presente.
Toda esta diatriba para acercarme a su concierto del 24 de noviembre de 2010 en Terminal 5, New York. Llevándole la contraria a los músicos de su generación que todavía siguen tocando (Rolling Stones, Paul McCartney, Simon and Garfunkel, entre otros) a Dylan no le interesa un ápice encantar al público con un repertorio de himnos ya conocidos. Se puede decir que el 80% por ciento de su espectáculo son canciones de sus últimos dos discos Modern Times (2006) y Together through life (2009). Dylan tiene de acompañamiento a excelentes músicos de jazz y blues que tocan tan duro como aquella banda rocanrolera que tanto irritó en 1966. Ahora la persona de Bob es parecida a la de un viejo sheriff musical que pasa sus noches tocando en cantinas lúgubres del sur de Estados Unidos. Teniendo como instrumento al órgano y la armónica, Dylan relata las características historias tristes del blues llenas de desamor y desamparo. Son canciones perfectas para acompañar westerns y películas fantasmagóricas en el desierto; para ir en un tren, revolver enfundado, al viejo oeste. Las letras mantienen cierta poética cínica reconocible en todo su trabajo, sin embargo se mantienen sencillas y al grano. La energía que destila en directo es la de un músico viejo y sabio que adora tocar y que no sabría que hacer sino. Lo importante realmente es mantenerse tocando lo que venga en gana y no las fórmulas consagradas. De hecho cuando por fin toca algo de sus antiguos éxitos (esa noche fue el turno de Tangle up in Blue, Ballad of a Thin Man y All Along the Watchtower) las canciones parecen otras, con melodías diferentes y arreglos más cercanos a su movida actual. Su voz, que nunca ha sido prodigiosa ni mucho menos, es ahora un gruñido rasposo, con textura de cigarrillos, licor, sexo y arena del desierto. Su aplomo te demuestra los años que lleva en la música- ver a Dylan es ver a un maestro- pero su concierto es joven y energético al estar compuesto por canciones que recién se empiezan a escuchar.
Reconociendo las concesiones que los viejos de la música hacen con su público, volviéndose obsoletos, caricaturescos y mecánicos, resulta importante experimentar un concierto vigente como este que pone de relieve el deber del artista hacia su creatividad, sin importar la edad, y no hacia los caprichos insistentes del mercado popero. Grande Bob Dylan quemando sus naves.