El libro como tumba
Sobre El olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince, y otros muertos más locales
A Edwin Quiñones, por prestarme el libro.
La especie humana se caracteriza justamente por rodear el cadáver con algo que constituya una sepultura, por mantener el hecho de que algo ha durado. El túmulo o cualquier otro signo de sepultura merece muy exacatmente el nombre de “símbolo”; es algo humanizante. (44)
“Lo simbólico, lo imaginario y lo real”, Lacán
1. Preámbulo: Lacán y el padre
El símbolo es la cosa. No la sustitye, sino que la encarna. Si le creemos a Lacan, entonces Héctor Abad Gómez, el padre del autor del libro que reseño, está encarnado en ese libro que no lo representa porque en verdad el símbolo es la cosa misma. Hacer tumbas es el modo humano de evitar el olvido que seremos. Así lo explica el narrador hijo, quien explícitamente argumenta que el libro extiende la vida del padre mientras haya un lector cómplice que lo lea. Da por sentado que ese tiempo acabará, seremos olvido, pero no todavía; no por ahora. Dice Lacán otra cosa de las palabras en tanto símbolos. No es que las palabras permitan que los hombres del grupo se reconozcan. Es que las palabras constituyen al grupo:Nacida de entre esos animales feroces que debieron ser los hombres primitivos (lo que a juzgar por los hombres modernos no es inverosímil), la contraseña no es eso gracias a lo cual se reconocían los hombres del grupo, sino lo que permite constituir el grupo. (30)
Entonces, no sorprende que en el cuadro de Caravaggio en que se representa el sacrificio del hijo, que le pidiera Dios a Abraham, en el momento en que el ángel interviene para evitar que lo asesine como prueba de fe en el Padre supremo, lo que se representa es una conversación. Allí el hijo a punto de ser sacrificado como símbolo de obediencia, gira la cabeza con naturalidad para escuchar la orden divina que lo salva, el padre con la cabeza del menor agarrada y el cuchillo en mano atiende, también atiende la oveja que será sacrificada en su lugar. No hay violencia en este cuadro, sino conversación; comunidad. Pero muerto el padre, entonces ha muerto el orden simbólico porque el padre es el tercero en triada de lo Real, lo Imaginario y lo Simbólico. Las relaciones entre las personas son relaciones de dos, mediadas por el imaginario y “para que una relación adquiera su valor simbólico, se necesita la mediación de un tercer personaje que realice respecto del sujeto el elemento trascendente…” (40); y ese es el padre que a fin de cuentas será el dueño de la plabra.
Veo en mucha de la literatura puertorriqueña y latinoamericana el diálogo con el fantasma del padre, puesto que éste vuelve, como en Hamlet, a pedir venganza. O tal vez no vuelve pero el hijo vive en la esquizofrenia (ser o no ser) sin ese tercero que ordena el orden simbólico. Escriben como hijos que no quieren ocupar el lugar del padre puesto que éste fue muy grande o muy tirano. La literatura de hoy es una literatura de huérfanos en busca de saber en qué momento se derrumbó el orden. El ruido de las cosas al caer, de Juan Gabriel Vásquez (el premio Alfaguara más reciente) es otro texto escrito por un colombiano que se dedica a buscar un padre simbólico (no es su padre el que le provoca el diálogo a este hijo y esto nos recuerda que el padre es una figura, una fuerza, un lugar en una cadena y no la filiación real). Tal vez por eso la importancia de la novela Pedro Páramo donde, ya en 1950 Juan Rulfo ponía a ese huérfano esquizofrénico ahí a protagonizar un relato lleno de fantasmas. “Vine a Comala porque me dijeron que aquí vivía mi padre”, comienza la novela y descubrimos con él que esa búsqueda en sí es el infierno.
El olvido que seremos 1 es un homenaje al padre muerto. Uno lo comienza a leer y se dice que este hombre, quien también es escritor, decidió contar la historia de su padre, de su familia. Uno se pregunta qué interés público puede haber en esa historia. ¿Por qué este hombre se tomó la molestia de escribir ese relato tan íntimo, tan familiar, y convencer a algún editor de que se lo publique? Eso está pensando uno mientras lee la historia del amor que aquel hombre-niño le tuvo a su padre. Es un padre singular, claro está. Liberal, incluso de izquierdas, aunque peleado con las izquierdas tanto como con las derechas, comprometido, justo, lleno de utopías. Podía también haber sido malvado, com Pedro Páramo, y el texto no dejaría de ser la historia de un hijo que busca a su padre. Quien escribe no sale de la posición de hijo. El hombre, el padre objeto del homenaje, casi no tiene nombre. Es mi papá esto y mi papá lo otro… Al principio uno se aburre de leer la historia de la felicidad ajena. Pero esa felicidad es un preámbulo. Eran felices, hasta que aparecen los muertos en su familia y entonces el relato se vuelve trascendente. Muere una hermana perfecta (linda, talentosa, simpática) de cáncer. Luego matan al papá y uno siente culpa de haberle envidiado la felicidad a este narrador que termina vuelto un amigo; un cómplice.
2. Un muerto:
A Héctor Abad Gómez lo mató el gobierno colombiano en el año 1987 con el propósito de “anularle el cerebro”, puesto que hacía campañas en favor de la salud pública y, en la última etapa de su vida, en contra de la violencia. El día que murió acababa de escribir un artículo que salió publicado en la prensa a la mañana siguiente, por lo que el muerto, o el fantasma, se preguntaba sobre el origen de la violencia con el interés de incitar el diálogo con sus conciudadanos:
“En Medellín hay tanta pobreza que se puede contratar por dos mil pesos a un sicario, para matar a cualquiera. Vivimos una época violenta, y esta violencia nace del sentimiento de desigualdad. Podríamos tener mucha menos violencia si todas las riquezas, incluyendo la ciencia, la tecnología y la moral –esas grandes creaciones humanas— estuvieran mejor repartidas sobre la tierra. Este es el gran reto que se nos presenta hoy, no sólo a nosotros, sino a la humanidad. Si, por ejemplo, las grandes potencias dejaran que Latinoamérica unida buscara sus propias salidas, nos iría muchísimo mejor. Pero esto es ya soñar un ejercicio no violento previo a cualqueir gran realización. La realización que podrá efectuar una humanidad sana mentalmente, que algún día, durante los próximos diez mil años verán nuestros descendientes, si ahora o más tarde no nos autodestruimos.” (253)
Su hijo, hoy escritor, Héctor Abad Faciolince, escribió El olvido que seremos cuando pudo –veinte años después– para postergar algo ese seguro olvido explícito en el título del libro, citando versos de Borges que llevaba su padre en el bolsillo cuando fue asesinado: “Ya somos el olvido que seremos./ El polvo elemental que nos ignora / y que fue el rojo Adán, y que es ahora, / todos los hombres, y que no veremos. // Ya somos de la tumba las dos fechas/ del principio y el término. La caja.” Ya somos la caja y el olvido, pero eso no impidió al padre decir lo que entendía justo, aún bajo amenaza de muerte, ni al hijo escribir su memoria dos décadas después.
Me interesan muchas sugerencias de este libro. Insisto, mucha escritura latinoamericana contemporánea es un diálogo con el padre de izquierdas o derechas. Me viene a la mente Berkeley, el primer libro de Edmundo Paz Soldán, o incluso las investigaciones sobre Abimael Guzmán y Sendero Luminoso en Perú en varios libros de Santiago Roncagliolo. Hasta quien se inclina por practicar un fantástico menos histórico y más de pura referencia literaria, como el argentino César Aira (Congreso de literatura), o el mexicano Jorge Volpi (El insomnio de Bolívar), quien busca escribir “literatura universal”, lo hacen también en diálogo con el padre simbólico, esta vez encarnado en los escritores del boom. En este caso, el de El olvido que seremos, la intención no es matar al padre para poder así ocupar su lugar, tal vez porque a Abad lo mataron de verdad. ¿Se podría pensar que luego de la caída del bloque soviético las nuevas generaciones se parecen más a Hamlet que a Edipo? No siempre aceptan la venganza, pero de eso se trata. No saber qué hacer con esa herencia muerta; ser o no ser o qué, ¿cuál es la alternativa? Me recuerda Espectros de Marx y la intención de Derridá de volver a conversar con el fantasma del marxismo. En este caso ese fantasma no pide venganza sino recuerdo; esto es, que se lo vuelva a pasar por el corazón y, ése, precisamente, es el intento de este libro: que se lo lea desde la solidaridad.
El primer impulso luego de la muerte del padre asesinado es el del pesimismo, como comunica el propio hijo en un acto público en el cual se continúan las tareas del padre en materia de derechos humanos: “No creo que la valentía sea una cualidad que se transmita genéticamente y ni siquiera, lo que es todavía peor, que se enseñe con el ejemplo. Tampoco creo que el optimismo se herede ni se aprenda. Prueba de esto es que quien les habla, el hijo de un hombre valeroso y optimista, está lleno de miedo y rebosa pesimismo” (261). Habla de una batalla perdida, pero en el mismo discurso hace también un análisis. Hay que desterrar la idea de que la violencia es indiscriminada. Aunque posteriormente las izquierdas produjeron también sus violencias, la violencia en la Colombia de 1987, así lo argumenta el libro, fue propiciada por paramilitares en contubernio con el gobierno en cacería de brujas contra las izquierdas, que torturó y mató a profesores universitarios, estudiantes, representantes de sindicatos y de distintos sectores de la sociedad civil (los mismos que el discurso público en este país desde el que escribo, Puerto Rico, demoniza hoy). Esa violencia se estaba complicando ya por la realidad del narcotráfico. Gente como Abad Gómez organizó marchas en protestas, escribió cartas y lo comunicó en los medios para advertir de la peligrosidad de lo que se les venía encima.
3. No hay misterio
Se mata, la gente lo sabe, lo observa, lo niega, se lo niega a sí misma, o lo sufre, y sigue con la vida cotidiana. Tal vez se quiere creer la justificación de que hay que extirpar ciertos tumores por el bien del país. Eso se dijo en Argentina, en Chile, en Colombia (Véase “Nunca más”). Vuelvo a pensar esta isla perdida en el Caribe, el origen de este “valiente mundo nuevo” y recuerdo frases recogidas por ahí que argumentan que no están mal las masacres, puesto que son los criminales y narcotraficantes quienes se ajustician entre ellos. Como si se fueran a extinguir. Como si la sangre no nos salpicara a todos. ¿Cuál es el récord de asesinatos para el año pasado? ¿Tenemos o no tenemos más asesinatos per cápita?, como argumentó un político en México para limpiar su violencia. El dato no es importante sino el hecho de que aquél Pilatos se lave las manos sacando a esta ínsula Barataria como ejemplo. Somos cómplices indiferentes mientras leemos en el periódico la noticia de que somos un narcoestado por un lado y por el otro argumentamos que la política populista es un error del pasado, que el lugar del padre hay que dejarlo vacío puesto que el pueblo es una abstracción y los individuos que la componen no necesitan ventrílocuos. Abad Gómez protestaba que la radio hablaba de fútbol para no hablar de lo que importaba, de sus muertos, y recuerdo que la crónica de Edgardo Rodríguez Juliá sobre el “Entierro de Cortijo” argumenta que a los muertos no hay que dejarlos solos por mucho tiempo.
4. Una pista
Se crea la Comisión de Estados Latinoamericanos y del Caribe (CELAC)—no cito una esperanza sino un ejemplo de una instancia cualquiera– y Puerto Rico no está, porque hace más de cien años que queremos ser gringos y los Estados Unidos en su arrogante crisis no fueron invitados a esa fiesta. Calle 13 se ofrece para ser nuestro embajador, a la vez que maltrata “el pueblo” que lo esperaba en Perú. Yo me pregunto si nos estamos latinoamericanizando del peor modo posible. No tendremos sillas en comisiones, pero sí un gobierno currupto (¿y asesino? ¿qué pasó con el naturópata? ¿qué pasó con la auditora? ¿y si esas muertes no fueran producto de la violencia planificada, por qué me tiro al suelo de mi estudio cuando escucho petardos en la calle?). Ese gobierno legislará a favor del dinero de unos cuantos (¿legal? ¿ilegal?). Pero hay otras tradicones latinoamericanas, me recuerda este libro. Me refiero a la tradición ciudadana a la que pertenece Abad Gómez y ahora su hijo sin esperanza declarada, aunque sí con otra esperanza oculta, puesto que escribe y pide la complicidad del que lee, complicidad en la memoria.
El lugar del padre no se puede dejar vacío, puesto que hace falta un orden, unos mitos ordenadores de los ritos de la comunidad que necesita sentidos a partir de los cuales organizar su existencia. Siempre vendrá alguien a ocupar ese lugar ordenador y en el peor de los casos ése puede ser un padre asesino, como Cronos, quien devora a los hijos porque les teme; o como Abraham, quien se atreve porque la responsabilidad no descansa en él sino en el que él sabe responsable del órden simbólico. O se puede recordar, volver a pasar por el corazón lo que vale la pena del pasado, para que cuando seamos olvido estemos vivos, puesto que cuando todos los que nos han recordado ya no estén, nadie sabrá nuestro nombre, ni que existimos alguna vez, pero lo que construimos a favor de algunos más que uno mismo quedó de algún modo, en un gesto que se expande como una letra, un símbolo desmayado, como Quevedo, quien ya no está; es polvo, pero su amor persiste.
- Bogotá: Editorial Planeta Colombiana, 2006. [↩]