El mundo entero desde Cayey: sobre La muerte feliz de William Carlos Williams de Marta Aponte Alsina
William Carlos Williams (1883-1963), uno de los poetas canónicos de la poesía moderna, poeta que comparte en su país un alto sitial con figuras tan distinguidas como Ezra Pound, T.S. Eliot, Marianne Moore y Wallace Stevens, tuvo una madre boricua, una mayagüezana llamada Raquel Helena Rosa Hoheb Hurrard, quien sintetizaba en sus venas elementos de la emigración que cambió el Caribe decimonónico ya que era de ascendencia vasca, francesa y holandesa, y judía. Este complejo e interesante árbol genealógico y, además, su conocimiento de la cultura y la lengua francesas, siempre han sido elementos destacados en la biografía de Williams, quien escribió unas enigmáticas memorias sobre su madre, Yes, Mrs. Williams: A Personal Record of My Mother (1959). El poeta, tarde en su vida, viajó a Puerto Rico; en su autobiografía habla muy parcamente de ese viaje. Pero trató de mantener viva la lengua que aprendió de su madre, acto que se puede ver como un homenaje a esta y un reconocimiento de sus raíces. Estos datos han llevado a algunos estudiosos a tratar de incorporarlo en el contexto de las letras latinoestadounidenses, en convertirlo en un poeta latino. El poeta e investigador Julio Marzán es quien más detenidamente ha estudiado este aspecto de su vida; su libro The Spanish-American Roots of William Carlos Williams (1994) es el trabajo más completo que tenemos sobre el tema. Tratar de convertirlo en poeta latino podría verse como debatible, pero lo que no se puede negar son sus raíces hispánicas de las cuales el poeta estaba consciente y orgulloso.
A pesar de los trabajos que se han hecho sobre los orígenes familiares de Williams, de sus memorias sobre su madre (el documento más cercano que tenemos a la voz de esta), de su autobiografía y de los múltiples trabajos sobre la vida y la obra del poeta, todavía queda en un ámbito de misterio la figura de Raquel Hoheb. Hasta las pocas fotos que de ella tenemos evidencian un aire enigmático: ¿quién, en verdad, era esta mujer? ¿Cómo fue el mundo antillano del cual surgió? ¿Cómo la impactó el desarraigo de una vida que cambió muchas veces de escenario – Puerto Rico, Francia, la República Dominicana, los Estados Unidos – pero que parece haber tenido siempre un profundo sentido de identificación con nuestra isla, con su punto de origen? Todas esas preguntas y muchas otras inquietudes no relacionadas a Williams y su madre llevaron a Marta Aponte Alsina a escribir una novela que tiene como centro la vida de la que, tras una peregrinación de años, llegaría a ser Mrs. Williams, la madre del gran poeta “imaginista”. La novela se titula, paradójicamente, La muerte feliz de William Carlos Williams (Cayey, Sopa de Letras, 2015), aunque el centro de la misma es Raquel Hoheb y no su hijo.
Confieso que me tienta referirme a la autora sencillamente como Marta porque la conozco desde hace años y me une a ella una vieja amistad. Por ello mismo no la puedo tratar fríamente empleando sólo su apellido, como haría con otras autoras: Matute, Ocampo, Szymborska… La llamo, pues, por su nombre y apellido para tratar de ser objetivo. Y objetivo, además, trato de ser en mi comentario de su obra, aunque, como se verá, mi lectura de la novela refleja mi propia historia.
Esta novela viene a sumarse a una abundante producción narrativa de la autora. Marta Aponte nos había dado ya varias obras de envergadura. Confieso que no he leído toda su producción y confieso también que quedé, a la vez, aturdido, deslumbrado y fascinado por su más reciente novela. Creo que estamos ante un texto ambicioso que alcanza logros de importancia para nuestras letras. Creo, recalco, que este es un libro de madurez en el cual la autora se enfrenta a problemas estéticos e ideológicos desde una perspectiva o actitud poco frecuente en nuestras letras. Con La muerte feliz de William Carlos Williams, Marta Aponte prueba que, contrario a lo que en una literatura de tonos regionalista y nacionalista tiende a hacerse, una escritora boricua, desde su específico punto vital, desde su “Aleph” en las montañas cayeyanas, se puede enfrentar al mundo ancho y ajeno y ofrecer una interpretación válida, desafiante, innovadora y propia del tema que seleccione, tema que no tiene, por necesidad, que reflejar ni limitarse a la pequeña parcela donde se afinca vitalmente la novelista.
El lente del que se vale Marta Aponte para mirar y explorar las figuras y las imágenes que le interesan es Raquel Hoheb. Pero lo que conocemos de la vida de la madre del gran poeta y, sobre todo, de sus ideas es limitado. Mucho de lo que conocemos sale de la obra de su hijo poeta, de su autobiografía – donde cuenta de la práctica espiritista de su madre – y de sus memorias – donde recoge sus frecuentes dichos en español y donde parecemos oír su voz –. Con los pocos datos seguros y con mucha intuición y mayor imaginación Marta Aponte construye y se imagina la vida de su personaje. A él llega por Williams; pero Williams aquí es la excusa para reconstruir e inventarse la vida de su madre. Por ello mismo sorprende el título de la novela donde el poeta y no su madre aparece en posición protagonista. Pero lo que podría parecer una falla, bien pensado no lo es, como trataré de explicar más adelante.
Marta Aponte se enfrenta al problema que tiene toda aquella artista que quiera escribir una novela histórica. Pero es que la suya lo es solo en cierta medida ya que trata de recrear el mundo del personaje central pero también intenta hacer otras cosas. Por un lado sorprenden los capítulos dedicados a la vida de Raquel en París, capítulos que caben perfectamente bien dentro de los parámetros de la novela histórica. En ellos la autora hace que sus lectores tengamos una imagen verosímil o, al menos, muy convincente de esa ciudad a finales del siglo XIX. Pero, como los datos que maneja sobre ese momento de la vida de su personaje son escasos, estos capítulos, en el fondo, le valen de excusa para hablar sobre proyectos políticos fallidos pero ejemplares – la Comuna de París – y sobre Baudelaire y otras figuras del arte francés del momento. El pintor Carolus Duran, por ejemplo, desempaña aquí un papel de importancia. Duran está en el fondo de muchas de las ideas sobre el arte, particularmente la pintura, que la novelista aborda. Todo esto demuestra que Marta Aponte es capaz de integrar esas temáticas a la narración central de su novela. En general, la novelista incorpora ejemplarmente esas meditaciones sobre la vida, sobre la pintura, sobre la cultura a su recreación o invención de la vida de Raquel Hoheb.
Esas meditaciones y los capítulos finales donde la autora introduce la vida de su propia abuela, contemporánea cayeyana de la protagonista de La muerte feliz de William Carlos Williams, le sirven para romper con los parámetros de la novela histórica y para enriquecerlos. Para mí, esa incorporación de su propia vida a través de la de su abuela es lo que ofrece la clave para entender los principales objetivos y los logros de la novela.
El capítulo 23 de La muerte feliz de William Carlos Williams, casi el final de una obra que tiene 25, abre con un párrafo que rompe con los parámetros de la novela histórica, ya que introduce a la autora misma a través de su abuela, y, así, nos ayuda a entender lo que en verdad – creo – quiere postular con toda su obra:
Mi abuela pilaba café en la isla cuando Carlos visitaba, del brazo de Ezra Pound y Marianne Moore, el observatorio astronómico que tenía a su cargo el padre de Hilda Doolittle en Pennsylvania. Mi abuela desgranaba gandules el día que Marcel Duchamp y Man Ray visitaron a Williams en Rutherford. James Joyce y Nora Barnacle cenaron con los Williams en el parisino Trianon la noche que mi abuela sintió en sus sueños el bamboleo del barco donde su hijo mayor emigraba a Nueva York. (p. 230)
Aquí las figuras más representativas de la cultura de ese momento, la que se nos impone como la canónica – Joyce, Duchamp, Moore, Man Ray: todos aglutinados alrededor de Williams –, quedan antepuestas a la abuela de la novelista, una campesina que pila café, sueña desastres y desgrana gandules en las montañas de Cayey mientras los otros parecen estar envueltos en labores más importantes. Esta anteposición, que es más que mera yuxtaposición, plantea una seria y relevante pregunta: ¿qué derecho tenemos nosotros, los que desgranamos gandules en las montañas de una pequeña isla, a esa alta y canónica cultura angloamericana, a la llamada cultura universal?
Cuando Marta Aponte y yo éramos estudiantes universitarios nos confrontábamos constantemente con un dilema que algunos hoy vemos como una trampa o, en el mejor de los casos, una paradoja, aunque antes la veíamos como una paralizante aporía: a un limitante nacionalismo defensivo se quería enfrentar un mal llamado universalismo que era otra forma de coloniaje. En el fondo se nos decía que si leíamos a Proust no podíamos leer y apreciar a Palés. En el fondo, el dilema era una trampa y, por suerte, algunos hemos podido salir de ese laberinto con el ejemplo de figuras que nos marcaron entonces – ¡Nilita, Nilita, Nilita! – y con la experiencia de años de lectura que nos confirman que en Palés hay “poco realmente vivido / y mucho de embuste y de cuento”, como también lo hay en Proust, en García Márquez y en William Carlos Williams. Es que en toda obra literaria, en toda manifestación cultural, tiene que haber “mucho de embuste y de cuento” porque eso es lo que la define como obra de arte, como artefacto cultural.
Raquel Helena Rosa Hoheb Hurrard, la mayagüezana que sintetiza en sus venas gran parte de la historia del Caribe decimonónico y que fue la madre de uno de los grandes poetas de la modernidad, es el lente y el puente que Marta Aponte emplea para reclamar que todos los fuegos culturales son el fuego y que, por ello, ella, nieta de una campesina cayeyana, también es parte de esa hoguera cultural. Para mí el dato explica el problemático título de la novela: se subraya en el mismo al poeta y no a su madre, la protagonista del texto, porque de esa forma se destaca a la autora misma, a Marta Aponte. Así es porque todos somos hijos de Raquel Hoheb, todos somos William Carlos Williams, todos creamos cultura y la nuestra es tan válida y tan fallida como cualquier otra.
Así leo La muerte feliz de William Carlos Williams pero, como buen hijo de Raquel Hoheb que soy y de su hijo también, sé que hay muchas otras posibles lecturas de esta provocadora novela de Marta Aponte, a quien profundamente agradezco estas páginas por las que la felicito también profundamente.