El ser isla de Víctor Fragoso
El redescubrimiento de un poeta olvidado puede restituir una vibración apabullada por el letargo del presente. La reciente reaparición de los dos libros publicados de Víctor Fragoso, El reino de la espiga (1973) y Ser islas (1976), gracias a la reedición que hace Ángel Antonio Ruíz para la editorial Erizo en su volumen Poesía reunida, nos coloca, como una cápsula de tiempo, en el clima aural de los setenta, aquellos setenta de la diáspora boricua en Nueva York. Víctor Fragoso es una figura ejemplar para un tipo de radicalismo que hoy se va haciendo cada vez más jeroglífico, casi, podría decirse, inimaginable: un activista revolucionario, independentista, vanguardista, puertorriqueño, latino de Nueva York, caribeñista, estudioso de la obra de Pedro Mir, poeta, dramaturgo, director de una unidad del Travelling Theater de Miriam Colón, profesor universitario y abiertamente homosexual. Sí, homosexual a secas, porque aunque Fragoso llega a Nueva York en 1965, y escribe sus libros en aquellos primeros años de efervescencia por las protestas que se originaron con los motines de Stonewall en 1969, todavía no puede hablarse en su obra de lo que hoy llamaríamos una subjetividad gay. De hecho, para estos tiempos en que la lucha gay, ya bastante naturalizada y domesticada, se va reduciendo, un poco tristemente, a la lucha por el derecho al matrimonio y la participación en el ejército, concebidos ambos como corolarios indiscutibles de la defensa del bienestar burgués, predicado a su vez indisputable de un supuesto sujeto universal, la idea de un homosexualismo antiimperialista pudiera parecerle a algunos como un contrasentido. Sin embargo, en la vida de Fragoso, y en el modo como su obra poética es una puesta en práctica de su vida, todas estas versiones de su ser no funcionan sucesiva, ni mucho menos azarosa, sino dialécticamente, como vasos comunicantes de un sujeto fluido y poroso, para quien la justicia es tanto una ética como una erótica.
Fragoso forma parte de una generación pionera de escritores homosexuales radicales puertorriqueños, la mayoría escribiendo desde Nueva York, en los años setenta: Alfredo Villanueva, Luz María Umpierre, Manuel Ramos Otero, Carlos Rodríguez Matos, a los que habría que sumar a Lilliana Ramos Collado y, a principios de los ochenta, a Nemir Matos Cintrón, escribiendo desde Puerto Rico, y a Armindo Núñez, entre aquí y allá. Todos ellos forman parte, a su vez, de una generación de los setenta caracterizada a partir de diversas prácticas escriturarias que van desde el neo hasta el post-nacionalismo, desde el oralismo lumpen de Luis Rafael Sánchez, Ana Lydia Vega o Juan Antonio Ramos, las duras radiografías del estadolibrismo en las crónicas de Edgardo Rodríguez Juliá y los cuentos de Magali García Ramis y Edgardo Sanabria Santaliz, el feminismo burgués de Olga Nolla y Rosario Ferré, el feminismo proletario de Ángela María Dávila y Sandra María Estévez, hasta el nacionalismo hermético de Che Melendes y José María Lima, o el radicalismo diaspórico y bilingüe de Pedro Pietri y Papoleto Meléndez.
A algunos, la decisión de separar un grupo de escritores de esta generación para colocarlos en el panteón originario de una escritura paleo-queer boricua puede parecerle un gesto tendencioso, fetichista, incluso desorientado. Las más de las veces, valga la precisión, este tipo de gesto defensivo procede del impulso normalizador que pretende corregir las movidas tendenciosas con rúbricas convincentes que posean la fuerza de una segunda naturaleza: lo importante es que sea literatura; lo importante es que sea buena literatura; lo importante es que sea buena literatura puertorriqueña.
Víctor Fragoso ha escrito dos textos publicados ( y varios más inéditos, de próxima publicación) de buena literatura puertorriqueña maricona, si se me permite este calificativo adicional, a partir de la intensa cualidad vibratoria de un deseo desestabilizador. Un imperativo organiza la fuerza expresiva de estos dos libros, un imperativo que pudiera expresarse a través de la siguiente máxima: el deseo descoloniza. Descoloniza a las naciones de los imperios que las subyugan, descoloniza a las naciones de sí mismas, poniendo al descubierto las artimañas paternalistas de sus mitologías. Pero el deseo descoloniza a las naciones porque descoloniza primeramente al sujeto, y lo hace mediante la pulverización del objeto mismo de su deseo, un deseo que se sabe desasido, abierto a la proliferación, al flujo, al desplazamiento, pero sin por ello perder de vista la ruta implacable de su direccionalidad. El deseo por fin descolonizado carece de objeto definido, no se libera de la sujeción como tal, porque todo sujeto es sujeto en tanto sujetado, pero sí se libera de las esclavitud de las definiciones, de las servidumbres a los amos benévolos de las ideas recibidas, de toda comodidad fácil y simplona que llega para regularte el futuro y echarte a perder el porvenir.
Para Fragoso el llamado del deseo lo pone todo en movimiento, colocando al sujeto deseante en sincronía con un cosmos impelido por la fuerza de un traslado incontenible. El deseo sucede, no es el producto de un acto de voluntad, sino de un abrirse a la sucesión como modo de ser del cosmos como tal. Escuchemos la fuerza de esta brisa del movimiento en El reino de la espiga:
le sucede a las flores quedan pensando abejas por la tarde con un velo de esporas hacia el viento a la lluvia mecida por las hojas bajada de las piedras condensada en un acto secreto el rito de una energía extraña y milagrosa y al reló cuando tiembla y chilla en la mañana pasando por las seis cada doce horas a la luz que atraviesa el vacío y llega a mi pupila hecha años también a mí la desaparición de mis brazos y mi pechopor muchos callejones
El deseo impele al sujeto a sumarse a la sucesión cósmica de un acontecer hilvanado entre la flor y la abeja, el agua y la piedra, la luz y la mirada y, finalmente el cuerpo del yo poético que, invadido por los actos minúsculos del pasar, se deja influir y fluye, fluye hacia la calle, hacia los muchos callejones, atravesado por el llamado de una mirada de la luz, convirtiéndose en un cuerpo al que los brazos y el pecho se le van desapareciendo por la ciudad. Difícil encontrar una más condensada poética cósmica de la calle, del callejeo. Por eso no sorprende que Fragoso le haya dedicado este libro a dos poetas del eros del callejeo: Al Walt Whitman de Hojas de yerba y al Lorca de Poeta en Nueva York y particularmente de la Oda a Walt Whitman. En Whitman la fuerza del eros se confunde con la de la democracia y se ubica en la ciudad moderna. Heredero del visionarismo romántico de Blake, Wordsworth y Baudelaire, Whitman practica una ética urbana fundada en el cruceo, en el cruce de la mirada de esquina a esquina. Lorca se siente heredero de esa poética y de esa ética del eros transeúnte, pero escribe con un tono acusador, como un profeta rabioso y dolido de lo que percibe como un empobrecimiento de la energía pura y libre del cruceo, rebajado y disminuido por el sexo meramente maquínico, hecho a la medida de las factorías, un sexo que ha convertido a los maricas, de ser los emisarios del eros transeúnte en los míseros esclavos de la lujuria. La oda a Walt Whitman es un texto duro, de un marica a los maricas, exigente de una radicalidad sin condiciones. Al final de la oda, el yo poético se auto figura como guardián del lecho del bardo de la democracia, Whitman, dormido frente a las aguas corrientes del río Hudson, y profetiza la aparición de un niño negro que mira al poeta dormido, un niño que marca la llegada de lo que Lorca llama “el reino de la espiga”.
El poema de Fragoso declara:
Soy el niño negro que anuncia el reino de la espiga
La fuerza de esta declaración proviene del reclamo de una heredad, de una tradición, de un linaje, pero también de un desvío, porque toda mirada verdadera lo que marca es la ruta de un desvío. Fragoso se ve como el continuador y, a su vez, el cumplimiento de la profecía de sus antecesores: la calle ha producido otros cuerpos inesperados. El niño negro es ahora un niño puertorriqueño, hijo de la emigración, digno de heredar el coraje de “Walt” y “Federico”, porque son sus hermanos, y a los hermanos se les llama por su nombre de pila. Se hereda el coraje y se hereda en español puertorriqueño, con ese coraje que significa tanto valentía como rabia.
Ese niño será a su vez, si se me permite la frase hecha, la fuente de inspiración para el segundo libro de esta Poesía recogida, Ser islas. Este segundo libro es un viaje de regreso a la isla por las aguas de la memoria, viajando por ese mar al que “vuelve la gente cuando muere” porque “envases son de agua prisionera”. La poesía de Fragoso es de muchos modos una poesía del agua, de la liberación del cuerpo de agua de un continente que lo aprisiona. Para Fragoso escribir es morir, es, de un modo tan antiguo como las Coplas por la muerte de su padre de Jorge Manrique, devolverle el agua al mar, y también es recordar, regresar a la niñez del pasado insular. En este viaje cósmico del regreso a la infancia, donde los límites del sueño se desdibujan con los del recuerdo, se le aparece al poema un niño de seis años (debajo de una casa de pueblo pequeño, o en una machina de fiesta patronal, los espacios cambian y se trastocan) en el trance de su primera experiencia erótica con otro niño, mayor, más cerca de la adolescencia. El libro es también sobre los orígenes remotos de la memoria de la represión y del castigo junto con el recuerdo del sexo infantil:
por tu patria tápate detrás de una metáfora sé otro porque si note mondamos el culito a correazos
¿Qué cadena de significantes abre un título tan sugerente como Ser islas? Para empezar, una cadena opuesta a la que abre el Insularismo de Pedreira. Si para Pedreira la cualidad insular es señal de aislamiento provinciano, de impotencia política, de inferioridad cultural, para Fragoso no hay un ser para el animal humano más allá del ser isla. “toda isla se aúpa desde el fondo”, dice uno de los versos más contundentes del poema. Una isla es una convergencia de la que brota la energía como una fuerza irradiante, movilizadora, apabullante, una fuerza cósmica y síquica que no se puede reducir a algún atributo particular porque su ser no es el ser de la identidad, sino el ser de la singularidad, de un querer ser, de un eros tan decidido como inevitable.
Víctor Fragoso estudió pre-médica en la Universidad de Puerto Rico. Cuando llega a Nueva York, uno de sus primeros trabajos fue en el Sloan Kettering Memorial Hospital, uno de los centros de investigación del cáncer más importantes de Estados Unidos. Irónicamente fue allí mismo que murió, apenas unos años después, sin haber cumplido sus cuarenta años, por causa de una condición, el Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida, para la que en ese entonces ni tan siquiera se le tenía un nombre. Visionario, profeta, mártir y, por qué no, héroe. Así se proclama la voz poética en estos versos lapidarios de El reino de la espiga:
El único modo que tengo de ser héroe Es siendo inevitable Despojado desnudo serlo todo Destructivo presente Ser todo lo que soy a toda hora