En defensa de Eva
Si la misma decisión hubiese expresado, como principio, la defensa de la vida, al menos uno podría explorar su coherencia, si alguna. El dictamen no fue para defender la vida. Fue para repetir una ideología milenaria, un conjunto de valores con un centro incorregible: la mujer es un ser inferior; su cuerpo tiene que ser objeto de vigilancia y control por los varones y el estado.
La civilización occidental, por hablar de lo que conozco, vive saturada de esa visión, una que se autoexalta con distintos ropajes (religión, familia, orden social) o sin ninguno (feminicidio). Es una visión que mezcla el miedo con la admiración y solo puede ver la mujer como emblema de la excepcionalidad. O virgen pura o bruja. O castidad o su negación. La virgen María o la reina Jezabel. Lucrecia, violada por la arrogancia de un hijo del rey Tarquino, no miró las súplicas de su familia y decidió suicidarse como ejemplo para otras mujeres. Con su acto excepcional desencadenó el derrocamiento de la tiranía y la fundación de la república romana. Un sacrificio humano, la muerte de una mujer, simbolizó un grito de libertad y fundamento del orden político. Las sabinas, raptadas por los romanos que–decían–, necesitaban el “matrimonio” para propagarse como especie, detuvieron la guerra entre parientes vengativos y los nuevos “cónyuges”. Dos autonegaciones. En el primer caso, la mujer convierte la violencia sufrida en inmolación que es entonces el momento primero de la libertad. En el segundo, la misma violencia, por metamorfosis operada por las mujeres, se convierte en garantía que asegura la continuidad de la raza y el orden social.
En Grecia, la historia es distinta pero la excepcionalidad no cambia. Elena se fuga con el príncipe troyano Paris y comienza una estela de destrucción. Clitemnestra ejecuta, por muy buenas razones, a su marido Agamenón. Medea mata a sus hijos en venganza contra su marido.
En Roma, las mujeres defienden la libertad y en Grecia socavan lo político (asesinando al líder la comunidad) y destruyen la familia. Pero esta no es la totalidad. Diké, hija de Zeus, es la diosa de la justicia. Las Furias, divinidades femeninas, son responsables por castigar a los maleantes. Y las deidades que claman por lo bueno, las Oraciones, son también hijas de Zeus.
En el relato bíblico del Antiguo Testamento, encontramos una dirigente política en Israel, Débora, que derrotó a los opresores; a Yael, cuyo honor fue ajusticiar al militar enemigo. Y a Jezabel, símbolo de lo demoniaco, la manipulación y lo foráneo como peligro para la moral y la seguridad nacional. Aunque sorprendente, un sector de los evangélicos norteamericanos vieron a Hillary Clinton como la representación contemporánea de Jezabel; su esposo Bill, como manifestación del rey Acab; y a Trump como Jehú. Le ahorro a la audiencia lo ocurrido a Jezabel cortesía de Jehú.
Y antinaturalmente, Eva, ancla de la humanidad caída. El libro de Génesis tiene dos tradiciones sobre la creación: una en la que hombre y mujer fueron creados simultáneamente (Génesis 1:27; 5:2) y la otra, la que se impuso, la de la mujer producto de una cirugía, escultura ampliada de una costilla. (Génesis 2: 18-22). De mucho más significado es la tradición de culpa y culpabilidad, Eva como el ser débil e ingenuo que selló un destino para los vivientes. Antinaturalmente, esta tradición no puede ver lo obvio: mientras el varón, con brusquedad sorpresiva, declaró de inmediato su rebelión, fue Eva la que dio el primer atisbo ético. Con sus palabras, (la serpiente causó que fuera engañada, seducida) reconoció su participación, su decisión de continuar una conversación que abrió puertas al desastre. Con ese destello de honestidad, de responsabilidad personal, es Eva la que da comienzo a la eticidad en este lado de la eternidad.
En la excepcionalidad que ve a la mujer en lo sublime y lo abyecto se entretejió la idea que prescribe su inferioridad. Las mujeres francesas no lograron el derecho al voto hasta 1944, más de ciento cincuenta años después de la revolución que proclamó los Derechos del Hombre. Las americanas, en 1920.
Esta es la ideología de milenios que se hizo razonamiento y decreto en el escrito del juez Alito. En efecto, lo inaudito se hizo jurisprudencia en la nueva decisión (Dobbs vs. Jackson Women’s Health Organization). En setenta y nueve páginas, el tribunal nunca habló de la salud ni de la vida de la madre. Todas las referencias a la vida conciernen a la creatura no nacida. Dicho de otra forma: la mujer como categoría ética, biológica e histórica fue anulada por el tribunal. Sus énfasis son en “vida potencial”, una idea genuina que el tribunal dice no defender, y en el “pueblo”.
Este es el razonamiento del tribunal. (1) El derecho al aborto no existe en la constitución. (2) Para saber si un derecho no mencionado en la constitución está autorizado por esta es necesario ir a la historia para determinar si tal derecho está “objetivamente, profundamente arraigado en la historia y tradiciones de la nación”. (p. 14, 24, 25). (3) Esa historia, desde el medioevo inglés hasta el 1973, demuestra que el derecho al aborto no existió ni en el pasado ni en las tradiciones de lo que vino a ser Estados Unidos. (4) Por lo tanto, Roe inventó el derecho y la corte fue excesivamente creativa al estipular criterios sobre la viabilidad del feto. (5) El tribunal no está obligado a reafirmar un mal precedente. (6) El tribunal alega no tomar posición sobre cuando “pre-natal life” cae bajo el amparo de derechos otorgados al ser humano fuera del vientre. (7) Los intereses contrapuestos (“competing interests”) deben ser dirimidos por el “pueblo y sus representantes electos”; es decir, por las legislaturas estatales. (p. 35).
Estos argumentos pueden traducirse en otro lenguaje: (1) el derecho al aborto no existió en el pasado porque en ese espacio de tiempo las mujeres no existían como sujetos políticos en igualdad de condiciones con los que hablaban en su nombre. Esa inexistencia, por prestidigitación del tribunal, se convierte en prueba. Pero lo que no existe no prueba nada.
(2) Ese pasado negó la voz de la mujer y vedó su entrada a parlamentos, universidades, puestos en tribunales y en jerarquías religiosas. Solo los hombres podían hablar por ellas. Y fueron hombres, exclusivamente, los que legislaron sobre el aborto. Fue la criminalización sin representación de la mujer.
(3) El pasado que la corte impone como autoridad fue una cristalización de prejuicios, supersticiones y exclusiones donde la sociedad no reconocía la valía ética e intelectual de la mujer.
(4) Puede argumentarse que ese pasado tuvo ideas y visiones religiosas hegemónicas. Cierto. Pero se dieron ante la inexistencia ya mencionada, y no se puede concluir que, con derechos políticos, las mujeres hubiesen endosado tales ideas y visiones. La práctica de la libertad cambia muchas cosas.
(5) Aquel mundo unipolar del pasado esgrimido por el tribunal, con un género hablando, legislando y estableciendo derechos por otro, sirve hoy de fundamento al tribunal que dice, campechanamente, que no encuentra en la historia y tradiciones de Estados Unidos un derecho al aborto. No lo va a encontrar jamás porque las mujeres no pudieron expresarse como ciudadanas en igualdad de condiciones en el mundo social.
En suma, la exclusión y la ideología de la inferioridad definieron ese pasado, y la misma exclusión e ideología son hoy el fundamento explícito del razonamiento judicial.
La “evasiva” del tribunal, tan Poncio Pilato en su determinación de que las legislaturas decidan sobre el aborto, no es disfraz ni de truco ni de truculencia. El tribunal conocía las leyes ya en vigor en muchos de los estados. Como ejemplo de la truculencia, concentro en dos categorías. Once estados prohíben el aborto aun en casos de incesto y violación. Cuatro prohíben el procedimiento después de seis semanas. De modo que el tribunal, tan preocupado con “potential life”, extermina de manera absoluta a la mujer como sujeto ético-político y la esclaviza a un embarazo producto del incesto o la violación. Es la lógica milenaria: un ser inferior puede ser una incubadora.
¿Quiere decir, entonces, que es imposible encontrar un derecho al aborto en la constitución norteamericana? No. Esa constitución reconoce el derecho a la propiedad. Y la propiedad, en el mismo pasado que orientó a la mayoría, fue en primer lugar propiedad sobre el cuerpo (self-property), de donde se derivó el consentimiento como requisito de toda autoridad política. En segundo lugar, la propiedad es lo que el ser humano, con su trabajo, crea al transformar la naturaleza. ¿Cómo es posible que el estado requiera el consentimiento de los gobernados y que las personas merezcan protección en todos los objetos externos que crean, pero la mujer quede expuesta a imposiciones sin su consentimiento y no merezca protección alguna en decisiones vinculadas a la totalidad de su ser en la realidad íntima del embarazo?
Ya acercándome a la conclusión expreso mi visión, claramente irrelevante. No acepto la superficialidad del discurso liberal que desnuda al ser humano de toda la densidad de relaciones y anclas afectivas y lo reduce a una mera facultad para escoger. Ese ser no existe, y el discurso le ha servido a la derecha para presentar el aborto como un capricho mientras los derechistas portan la máscara de la “vida” que nunca han defendido. Como hecho importante, la mayoría de los abortos son por mujeres pobres que ya tienen hijos. Su aborto no fue un choice; fue una imposición en sus condiciones de vida.
Tampoco logro reconciliarme con un aborto donde ya existe viabilidad, excluyendo, por supuesto, la salud de la madre, violación o incesto. Viabilidad o no viabilidad, y manteniendo las tres exclusiones, siento una repulsión visceral ante la imagen de una silueta humana, con cabeza y extremidades, siendo desmembrada. Eso es parte de mi mundo emotivo y mis identidades. Lo emotivo es un elemento necesario en lo político, pero no debe definirlo. Y mucho menos debe lo visceral en una persona transformarse en imposición sobre otra. Por ello no acepto la idea de que el estado, llámese mayoría de cinco varones y una mujer o los “representantes del pueblo”, sea en referéndum o en legislación, imponga a la mujer decisiones sobre su vida. Esto es una decisión donde la mujer debe tener preeminencia.
He hablado de lo humillante e inaudito. Agrego lo lacerante: Mississippi, el estado que inició el pleito, tiene la mortalidad infantil más alta en Estados Unidos. Los que imponen embarazos en casos de incesto o violación, y los que prohíben el aborto después de las seis semanas, tienen la mortalidad infantil más alta (Mississippi, primer lugar; Arkansas, 2do.; South Dakota, 3ero; Oklahoma, 4to; Alabama, 5to; Tennessee, 6to; Luisiana, 10ma).
Culmino con una “sorpresa”. Esta nos remite a otra mujer victimizada, a otra argumentación y a otro tribunal. Orestes asesinó a su madre Clitemnestra y se convirtió en fugitivo acechado por las Furias, nombre aterrorizante que no debía pronunciarse y sí amortiguarse con un eufemismo, las Euménides, las benévolas. Estas acusan; Apolo defiende al matricida; Atenas es la jueza; doce atenienses son el jurado. Para anular el tabú del matricidio el dios pagano argumenta:
“No es la madre quien engendra al que se llama hijo suyo; no es ella sino la nodriza del germen reciente. El que obra es el que engendra. Recibe la madre el germen, y lo conserva, si place a los Dioses”.
La madre era la vasija pasiva que cargaba la vida creada, exclusivamente, por el hombre y conservada, a placer, por los dioses.
En el esplendor literario y visión ética de Esquilo, un dios sin ninguna credibilidad (prometió protección a Orestes, su devoto, y luego le ordenó correr y jadear hasta Atenas) habló lo descarnado.
En Dobbs, el Tribunal Supremo de Estados Unidos se hizo eco literal del paganismo degenerado que Esquilo labró para su audiencia. Y, al parecer, para nosotros.