En Paco’s con Baudelaire y Fanon
Paco’s, una cafetería común y corriente pero una que funge como bar y como centro de reunión de toda la humanidad que en el mundo dominicano ha sido y es, está en la Calle El Conde, justo donde ésta desemboca en el Parque Independencia. El parque antes estaba abierto, pero ahora, a pesar de su nombre, está cercado por el miedo que el gobierno de Joaquín Balaguer le tenía al intercambio ideológico y comercial del pueblo, particularmente de su rama masculina, con prostitutas y homosexuales. Y es que el gobierno balaguerista, heredero directo del Trujillato, a pesar de todos los baños de democracia y todos los perfumes de neoliberalismo que recibió de adentro y de afuera, no distinguía entre unos y otras ni tampoco los aceptaba, ni a unas ni a otros, como dignos de pasearse por el sacrosanto parque que lleva el nombre del acto fundacional de la nación. Por ello, las autoridades no pudieron más con sus paseos persistentes y comprometidos por dicho parque. Ergo, el gobierno balaguerista – hay quien dice que fue Balaguer mismo el de la idea – decidió cercar el Parque Independencia y trasladar hasta allí los restos de los padres de la patria para que, con sus profundas virtudes cívicas y sus incuestionables esencias varoniles, purificaran el tufo de corrupción y degeneración que unos y otras introducían en el alma de la nación. Ahora Mella, Sánchez y Duarte yacen en el parque, en un mausoleo que parece el escenario para una versión tropical de la “Aída” y que, en el fondo, no es más que otra prueba de la confusión que existe en nuestro trópico amargo, como lo llamaba Clara Lair, aunque no triste, como creía Claude Levi-Strauss, entre los estilos artísticos, especialmente los europeos. Y es que el Trujillato siempre confundió lo español con lo criollo y lo romano con lo egipcio. Por ello la proliferación de nombres como Ramfis, Radamés y Aída, además de los de Anacaonas, traducidas a Flor de Oro, y Japonesa, modernistas. Abundaban éstos y aun abundan en Santo Domingo, capital de la República Dominicana, ciudad que todavía parece llamarse Ciudad Trujillo: la huella del dictador y de su secretario y heredero se evidencia frecuentemente y por donde uno menos se lo espera.
Pues bien, en la esquina de El Conde y la de Palo Incado, justo allí, está Paco’s, esa cafetería abierta a toda la humanidad que por allí pasa y tiene suficientes cheles para sentarse y tomarse una cerveza, un refresco o un cafecito. Es mucha la humanidad que pasa por esa esquina y que se quiere detener a refrescarse con una Presidente o con lo que sea: una señora de clase media que quiere aprovechar la tarde para comprar en El Conde con los pocos cuartos que le quedan del presupuesto del mes el trajecito para la primera comunión de su nieta; otra, prostituta ella, va en busca de turistas europeos o gringos que ya conozcan los secretos del turismo sexual y que no tengan que descubrirles ese nuevo mundo, viejo para ellas por la necesidad de todos los días; tígueres de todo pelaje que suben y bajan por la calle peatonal o se plantan como ceibas en parquecitos cercanos, sobre todo en el de Independencia; vendedores de máscaras de carnaval y de collares de falso ámbar; adolescentes que eléctricas se mueven al son de un reguetón imaginario que llevan implantado como un “chip” en la cabeza; muchachones que descubren el cosmos, como nuevos Pedro Mir, o, al menos, el pequeño mundo de la Calle El Conde, calle que lleva ese nombre en honor a mi desconocido y falso pariente, el Conde de Bracamonte (pero ésa es historia para otro momento); gente, toda y en fin, que quiere aprovecharse de lo que les ofrece esa calle que fue y es emblemática de la ciudad trujillista, de la balaguerista y hasta de la leonelista.
Confieso que me gusta mucho El Conde aunque no busco allí el auge ni la decadencia del turismo sexual, ni trajes de primera comunión, ni collares de ámbar, ni tígueres que encarnen aristotélicamente la idea platónica del tigueraje. Pero, eso sí, me fascina – repito y recalco: me fascina – sentarme en la esquina de El Conde y Palo Incado, justo a la mano derecha, si se sube por la primera de esas calles, sí, exactamente en Paco’s, para ver desde ahí a la humanidad dominicana que sube o baja y ofrece o busca lo que tiene o lo que quiere y no tiene pero quisieran tener para lucir u ofrecer. Me fascina sentarme allí tardesito en la tarde, con una cerveza y con calma, mucha calma. Me siento allí como el que no quiere la cosa, como el que nada busca, como el que no rompe ni un plato ni vela al guardia. Quiero que la gente crea que no observo nada, que nada oigo, que sólo tengo ojos y boca para mi cerveza. Quiero ser un “flâneur” inmóvil; quiero que la gente pase frente a mí y que yo la observe sin que sepa que así lo hago; quiero que crean todos que me interesa la Presidente fría – vestida de novia, como me enseñó a decir mi hermana Altagracia Güílamo – que me tomo sorbo a sorbo, despacito. Quiero que crean que las conversaciones que oigo con disimulo o las movidas que observo con el rabo del ojo y con mucho recato en nada me interesan. Pero eso es falso. Entre sorbos de cerveza y largas miradas aparentemente desinteresadas que se pierden en el horizonte, miro y oigo a la humanidad dominicana – a la humanidad, sin gentilicio alguno – que deambula por El Conde.
Aclaro para que no se crea que creo una caricatura de mis hermanos y hermanas dominicanos que ésta no es la única imagen que consumo de la media isla vecina, que sé muy bien que la República Dominicana es muchas otras cosas más, muchas de ellas más importantes que ésta, que no limito esa realidad nacional a una esquina privilegiada por mi dudoso gusto y aguda curiosidad. Pero, a pesar de ese conocimiento, de esa conciencia y de esa afinidad a esa otra compleja realidad antillana que quiero e intento ver en su totalidad, y aunque en el momento sólo me fije en una pequeña parte de la misma, no dejo de favorecer esta esquinita del país que me ha abierto los ojos a muchas realidades, suyas y nuestras y de muchos otros habitantes de este mundo que cada día se hace más pequeño. No reduzco la realidad dominicana – recalco – a esta esquinita caliente que tanto me atrae, pero no por ello dejo de sentirme a gusto en ella.
Mucho he observado y más he oído desde el aleph de una mesita cualquiera en Paco’s. Por ejemplo, allí oí una conversación entre la prieta y flaca Noemí – quien quería que le llamaran Naomi, como Miss Campbell – y el rubicundo y grueso Hans, un alemán de unos sesenta y pico y de pantalones cortos, sandalia de trabillas y medias negras, quien obviamente acababa de llegar a la República Dominicana en busca de una mulata y, aunque no sabía palabra de castellano, sí sabía que en Paco’s la podía hallar. Noemí o Naomi – como la quieran llamar ustedes – no sabía palabra de inglés – y el alemán para ella era chino – pero sí intuía que se tenía que cambiar el nombre y que tenía que hablar hasta por los codos y con las manos para hacerse entender. Y por eso mismo se me hacía tan difícil seguir el diálogo entre ellos: ella, más que hablar, hacía señas para hacerle saber a él que si quería continuar con las negociaciones tenía antes que pedirle alguito de la carta. Discreto, porque soy un “flâneur” de los trópicos amargos aunque no tristes, porque soy un distante pero juicioso descendiente ultramarino de Baudelaire, ni movía la cabeza cuando trataba de ver qué gestos le hacía Naomi a Hans, cuando le decía que con la Presidente sólo no había trato, que ella quería algo de mayor agarre, al menos chicharrones de pollo con tostones o fritos, como los llamaba ella.
El caso de Noemí es puro kitsch tropical, pero kitsch necesario, kitsch de sobrevivencia, kitsch redimible, kitsch sancionado por los tratados de libre comercio y hasta por la teología de la liberación, a pesar de lo que dijera Balaguer y también el nuncio apostólico, su íntimo amigo y su vecino protector de la Máximo Gómez en Gascue, vecino y amigo que le dio amparo cuando las cosas se pusieron calientes después de la muerte del Jefe. Pero nunca supe en qué paró el diálogo no verbal entre Hans y Noemí y tuve que poner mi atención en otros fragmentos de la dura vida que flotaban, calle arriba y calle abajo, y se detenían en o frente a Paco’s, como páginas de cuentos y novelas que nunca llegaría a conocer plenamente.
Pero hay otros casos que me atraen más, mucho más que el de Hans y Noemí. Esos – que sí son historias, pero cuyo final no puedo conocer, pero me lo puedo imaginar – no se dan en Paco’s. Paco’s es muy kitsch para esas telenovelas reales, para esos mini-dramones que algo tienen de tragedia a pesar de sus altos tonos de camp. Esas interesantes historias yo las veía por las mañanas en la cafetería del Hotel Lina, donde estaba hospedado con Iñaki. Allí, en la casi antiséptica cafetería del Lina, donde se sirve en el desayuno un mangú para turistas que parece comida para bebés, “baby food” de plátano verde, veía, sin tener que virar la cabeza ni disimular la mirada, a parejas compuestas por turistas italianos y, sobre todo, españoles – ellos de unos 65 a 75 años – con unas soberbias mulatas dominicanas, altas ellas, de caderas torneadas, de largas melenas, de mínimas cinturitas, de nariz perfilada, de ojos grandes, negros y rasgados, de unos veinte años, en fin, bellas ellas, bellísimas. No hay forma de evitar la cacofonía – bellas ellas – que en este caso enfatiza la hermosura de aquellas mulatas y también mi tartamudez. La aliteración o la cacofonía puede sonar a expresión puramente kitsch pero no lo es, porque es producto de mi balbuceo y éste, en el fondo, refleja mi doloroso sentir garcilasiano ante tanta belleza, femenina y dominicana. Eso sí, las parejas eran disparejas. Y el adjetivo aquí no esconde una juguetona alusión casi gratuita a una pieza de teatro lite de Broadway. No, más que esconder, el adjetivo revela y recalca una pregunta retórica: ¿Qué caribes hacían aquellas mulatas monumentales, que me hacían reconsiderar ciertas decisiones que había tomado años ha, con aquellos caballeros españoles o italianos que no podían dejar de acariciar su pelo, sus caderas, su fina piel, su fina estampa?
Era en verdad una fina estampa, caballero, aunque fuera estampa antillana y no limeña, estampa, además posmoderna y poscolonial: un señor de largos y abundantes euros que se procura temporeramente a una hermosa mulata dominicana, mulata que sintetiza tan bien o mejor que las cubanas y que las boricuas, nuestro mestizaje esencial, alquiler que se daba libremente ante mis ojos y los del resto de los que desayunábamos allí mismo, en la cafetería del Hotel Lina, en la Avenida Máximo Gómez, esquina con 27 de Febrero, en el corazón de la Ciudad de Santo Domingo, ciudad primada de las Américas. Allí y con esas parejas producto del libre comercio neoliberal se ejemplificaban gratuitamente y ante mis ojos la esencia de varias de las lecciones de Fanon.
Pero los tiempos y yo con ellos hemos cambiado; ahora ya no se requería allí y en ese preciso momento del Fanon clásico, el que sólo iba a ver en todo aquello el conflicto de raza y clase, que era obvio y evidente que allí se daba. Necesitábamos para entender lo que veíamos y vivíamos de un nuevo Fanon que viera aquel espectáculo desde la perspectiva del siquiatra socialista y caribeño pasado por la cruda experiencia de la guerra africana, pero también que lo viviera con ganas de apreciarlo por su profunda valía, como un “flâneur” que reconocía el drama cotidiano, el melodrama casi de telenovela y, a la vez, la tragedia balzaciana que envolvían todo aquel desayuno de mangú suavizado para turistas y de suaves caricias que no disimulaban el poder de los abundantes y fuertes euros que las facilitaban. Necesitábamos a un Fanon baudelairiano o a un Baudelaire afanonado. Porque allí había explotación, pero también, placer. Allí había necesidad, pero también humor. Y todos – la bella mulata, el viejo verde, el “flâneur” voyerista y compasivo, todos – sabíamos el rol que nos tocaba y la pata de la cual cojeábamos. Sabíamos la mulata y yo que el mangú era malo y así lo intuía Iñaki, pero no lo sabía el viejo italiano o español. (Iñaki, dicho sea de paso, aun no se había convertido en experto en mangú del bueno, del original, como en unos días ocurriría.) Además sabíamos todos – observados y observadores: unos nos convertíamos en los otros y éramos todos iguales – que, a pesar de la compleja situación, había algo de humor en todo aquello. Sin ese humor – sin el humor, punto y fijo – ninguno de los actores de esta tragicomedia hubiéramos podido sobrevivir: valga la paradoja. Y el que no se riera de la situación, del desayuno, de las ávidas caricias mañaneras ni de sí mismo, no sabía por qué estaba allí y en ese preciso momento.
Pero, a pesar de ello, a pesar del humor, de la sonrisa disimulada y de la risa contenida, de la fealdad que se convertía en belleza transformada por la risa misma, había una nota trágica. Ésta no la introducían la mulata que desganada comía mangú para turistas y aceptaba por conveniencia que la acariciaran, ni el españolete que soñaba con la bella mulata como si fuera un fragmento largamente perdido y aquí recién hallado de su subconsciente colectivo que aun lloraba la derrota del 98, ni mi ojo baudelairiano que había leído a Fanon y lo recordaba aunque quería revisarlo: la nota trágica venía de otro lado. Lo trágico de toda la situación estaba en la presencia de un guapo camarero, mulato él, hermoso él, digno él, digno al menos en ese momento. Néstor se llamaba el mesero, con nombre clásico de rancia tradición anticlerical y positivista, tradición fomentada por el hostosianismo oficial dominicano. ¿O se llamaba Radamés, con nombre que recordaba la tradición del Trujillato operático? ¿O se llamaba algo así con Johnphis, nombre ya marcado por la emigración y el retorno de las yolas – retorno simbólico porque llegaban ahora en avión – llenas de dominicanyorks, por esa nueva tradición que parece marcar más a los dominicanos que los neorricans a nosotros? No recuerdo cómo se llamaba el guapísimo mulato – indio claro diría la sobrina de mi amiga Altagracia – aquel que después de salir del trabajo dejaría su disfraz de elegante mesero de hotel, hotel que fundó la que fue cocinera de Trujillo y era ahora propiedad de una compañía de capital español, y se transformaría en ágil tíguere que se desliza por El Conde, uno más que podía pulular por allí.
Lo que sí recuerdo porque me electrificó y congeló la sonrisa fue la mirada que le echó sin disimulo alguno Néstor o Johnphis o Radamés a la mulata que se desayunaba con mal mangú y que tenía que aceptar las caricias mañaneras, pero no insulsas, del viejolo italiano o español, viejo que aun tenía sus gracias y que de joven pudo fácilmente competir en guapura con el mesero. Lo importante es que la hermosa mulata no se atrevía mirar a Johnphis porque, llamásese como se llamara, era él el hombre que ella quería, y no al italiano o español un poco mayor que yo pero que tenía que pagar por lo que yo no pagaba o, al menos, aun no pago. Pero ésta era mi interpretación de todo lo que veía y aquí entraba mi estética, que no ética, de telenovela mexicana: lo reconozco y pido excusas por ello si se hace necesario, pero así veía todo lo que pasaba frente a mí entonces y por ello mismo así lo cuento.
Yo, fanático confeso de las novelas de Televisa, asiduo consumidor de viejas películas con Dolores del Río y Pedro Armendáriz y de boleros llorones de Agustín Lara cantados por Toña la Negra o de Pedro Flores cantados por el dúo Rodríguez de Córdoba, me preguntaba qué pasaría cuando Alfonso o Luigi, el proto anciano italiano o español, el hombre que era sólo unos cuantos años mayor que yo, se fuera del país y la mulata más hermosa del Caribe se tuviera que enfrentar a Radamés o como se llamara el guapo mesero: ella, con euros en la cartera; él, con rabia y celos en el corazón. Ese era el final de la historia, trágica y camp a la vez, que no conocía ni conozco pero que me imagino aunque no lo cuento.
Ese encuentro melodramático entre la mulata y el mesero, encuentro serio y sexual, político y personal a la vez, no iba a ocurrir en Paco’s, allí mismito en la esquina de Palo Incado con El Conde, cerca de las tiendas que venden falso ámbar, justo en la entrada de esa calle peatonal llena de vendedores de máscaras de carnaval, de tiendas que ofrecen trajes de primera comunión y discos pirateados de reguetón, y que también está llena de pordioseros que te miran con ira. Ese encuentro ocurrirá – lo sé, lo sé – en un lugar donde yo no podré tomarme una Presidente vestida de novia ni podré aguzar el oído para saber qué se dicen la más hermosa mulata del Caribe y el digno mesero que se podía llamar Néstor y que también la desea por ser tan hermosa y la odia por haber estado con el viejo turista italiano o español.
En fin, hay cosas que nosotros, los pobres “flâneurs” de los trópicos, lejanos descendientes ultramarinos de Baudelaire y primos cercanos del antillano Fanon, maestro de cuyas lecciones jamás llegaremos a renegar, aunque pidamos que se modifiquen, nunca sabremos. ¡Qué pena que esas cosas no se den allí, en Paco’s, en la Calle El Conde, justo en la esquina con Palo Incado! Por ello mismo habrá que inventárselas, aunque resulten mentiras, pero mentiras que enuncian una cierta verdad sobre nuestro trópico amargo aunque no triste.