Encuentro con un contrabandista de sueños
Salimos temprano hacia Riohacha. Desde Barranquilla. El profesor Gabriel Ferrer apareció en el hotel tempranísimo, cuando ni siquiera nos habíamos levantado. Había insistido desde el día antes que debíamos salir a primera hora de la mañana. También insistió en acompañarnos todo el trayecto, a pesar de que después debía volver a Barranquilla de inmediato a cumplir con compromisos importantes. Adujo razones de seguridad en el transporte y en la ruta para no dejarnos ir solos. Esa acción me pareció de una generosidad apabullante: acompañarnos en un viaje de 5 horas en carro público para luego regresarse el mismo día. Me impresionó. Y ello nos facilitó la vida en una trayectoria que luego se nos reveló bastante pesada. Gabriel facilitó muchas cosas más, por ser, junto a Yolanda Rodríguez, su esposa, el autor del primer trabajo crítico sobre literatura wayuu, publicado hace diez años, es decir, nos acompañó intelectualmente. Llovía. Había que tomar una guagüita van en la terminal Bolívar del municipio de Soledad. Allí no había ningún letrero ni instalación que indicara que aquello era una terminal. Sólo se veía grupos de vehículos arrumados junto a la isleta central de una avenida cubierta de tierra encharcada. Los taxi-bicicletas tenían techos que les daban un aspecto chino. Eran lentísimos, mucho más lentos que caminar a pie. A duras penas el ciclista-chofer los hacía avanzar con un pedaleo cansino. Mirarlos nada más, moverse tan lentos bajo esa lluvia, creaba la sensación de que uno entraba en una película pesadillesca de cámara lenta. La única razón imaginable para que alguien los alquilara era para evitar mojarse o enlodarse los zapatos. En una de las decenas de timbiriches que vendían de todo compramos arepas rellenas de huevo.
Gabriel negoció con el ayudante del chofer los precios para 3 puestos a Riohacha. Con nosotros se completó el cupo. La lluvia amainó. El chofer, todavía en camiseta, apuró el café que le trajo su ayudante y extendió los brazos en cruz para que el ayudante le pusiera una camisa blanquísima y pulcra con charreteras y medallas, al parecer su uniforme de chofer. Arrancamos en medio de la lluvia que arreciaba de nuevo. Cruzamos la desembocadura del gran río Magdalena. La carretera de dos carriles atravesaba un paisaje de playas, pantanos, manglares y bosque seco pero inundado. Así 5 horas. La única excepción fue el trecho que bordea las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta. Los pasajeros iban callados. Las mujeres cargaban bebés muy juiciosos y calladitos. Un jovencito simpático sentado a nuestro lado cargaba una jaula de madera con un pájaro malhumorado pero silencioso. El aire caliente que entraba por las ventanillas, pese a la lluvia, secaba las gargantas. Constanza sonreía con los ojos cerrados, plácida. Gabriel habló mucho de literatura caribeña, enciclopédico y riguroso; también habló de Dios otro poco. Me aconsejó, de muy buena fe, que no anduviera por Colombia con un libro titulado La guerrilla narrada y otro titulado Comunismo literario en mi mochila. El muchacho con el pájaro enjaulado se bajó en un paraje desierto, siempre sonriente. Estuvo sabroso el pollo de un puesto de comidas donde nos detuvimos en la carretera. Muchos perros del lugar nos acompañaron a comer.
Riohacha da al mar Caribe y en términos urbanos es lo que hubiera sido Ponce, Puerto Rico, de éste no haber sufrido el desparramamiento de urbanizaciones y carreteras que casi lo borra. Riohacha mantiene una cuadrícula urbana básicamente residencial que combina en casi todas partes comercios pequeños y oficinas, con residencias de varios niveles sociales. Pocas estructuras sobrepasan los tres pisos de altura, excepto en el malecón playero, donde hay una hilera de condominios altos que no tapan el mar, como en Puerto Rico, sino que lo contemplan desde el otro lado de la calle y el malecón que bordean la playa. Casas pequeñas, medianas y más grandes, en diversos estados de construcción, expansión, reparación o deterioro; recién construidas o derruidas, antiguas y nuevas, saturan una cuadrícula de calles estrechas mayormente pavimentadas de concreto, en torno a una plaza arbolada donde están la catedral y la alcaldía, y más al sur, en torno a un área de mercado de unas seis cuadras extensas, donde todavía se puede escoger pollos y cabros vivos para matanza y corte in situ, y donde se ofrecen frutas tropicales de una variedad ya inexistente en lugares como Puerto Rico. Durante casi todo el día y parte de la noche muchas puertas permanecen abiertas a la calle, en la cual se sientan al atardecer los habitantes para conversar, saludar, comer y tomar cerveza o refrescos de frutas. Las puertas y ventanas abiertas de par en par sustituyen el aire acondicionado. Los niños juegan en las calles. En términos geopolíticos Riohacha es frontera entre el Caribe y el continente suramericano; también es una frontera entre el mundo criollo-mestizo y el universo amerindio representado por la población wayuu.
Los wayuu han creado un espacio propio de frontera que ya dura siglos. También llamados indios guajiros, son un pueblo de la familia lingüística arawak, provenientes del Orinoco profundo. Movimientos poblacionales previos a la colonización española los condujeron de un ambiente selvático a uno semidesértico, que significó grandes adaptaciones. Más tarde adoptaron las vacas, caballos, cabras, ovejas y burros que les compraron o confiscaron a los europeos para forjar una cultura de pastoreo suplementada por el contrabando de perlas, armas y todo tipo de mercancías intercambiadas con distintos puntos del Caribe. Son indígenas caribeños. No han sido santos ni “buenos salvajes” bajados del cielo ni se ubican en el papel de víctimas eternas. Fueron traficados como esclavos pero también ellos traficaron con esclavos. Todavía falta estudiar mejor la transculturación persistente entre los pueblos afrodescendientes del Caribe y los wayuu. Se especula que las coloridas mantas vestidas por las mujeres wayuu, tan aptas para el clima semidesértico, son una adaptación trazable al Senegal, vía la diáspora jamaiquina establecida en la Guajira. Los españoles trasladaron a numerosos guajiros a Guantánamo, Cuba, a principios de la época colonial, con el intento de levantar una industria de pesca de perlas. De ahí viene el nombre de guajiro dado al campesino cubano, además de la “guajira guantanamera”.
Los wayuu constituyen la etnia indígena más numerosa en Colombia y en Venezuela, países en los que radica su territorio ancestral. Se las ingeniaron durante todo el dominio español para mantener el dominio fundamental de su territorio combinando la resistencia aguerrida con la negociación, el mestizaje y el contrabando. Se forjaron un fuera de lugar lábil y poroso que no se opone frontalmente al estado identificado con los arijunas u occidentales, sino que lo perfora permanentemente. Poseen un estatus binacional que les permite circular con relativa facilidad por las tierras ancestrales donde yace la frontera entre Colombia y Venezuela; algo muy bueno para el contrabando. El paradigma del contrabando es muy distinto de la plantación o del insularismo tan bien descritos por pensadores como Antonio S. Pedreira y Antonio Benítez Rojo. Es otra máquina muy caribeña, especialmente impactante para los wayuu y más afín a la experiencia de los indios caribe que montaron con sus veloces canoas una intensa red de intercambio por donde corrían personas, noticias y bienes, con una efectividad desconocida hoy día, a través de toda la cuenca marítima que obtuvo su nombre y también por toda la red fluvial del Orinoco donde se estableció un área grande de influencia caribe llamada caribana, que perduró hasta mediados del siglo dieciocho.
El contrabando, como el cimarronaje de los afrodescendientes estudiado por tantos académicos caribeñistas, es una matriz de producción de deseo. Por eso vale miles de palabras el título del poemario con que Vito Apüshana obtuvo el Premio Casa de las Américas del 2000: Contrabandeo sueños con arijunas cercanos. Vito Apüshana es el nombre de autor que usa Miguel Ángel López Hernández para algunas de sus comparecencias literarias. También usa el acrónimo Malohe para propósitos literarios. La sociedad wayuu es matrilineal, de genealogía femenina; el baluarte familiar lo constituyen la madre y el hermano mayor de la madre, quedando el padre en una posición más bien lateral, aunque importante. Tener madre wayuu es condición necesaria y suficiente para pertenecer al pueblo wayuu. Pero no noté que nadie le cuestionara su identidad a este poeta de filiación wayuu paterna que se reeducó a sí mismo en el wayuunaiki, su lengua ancestral, sostenida por unos 400,000 hablantes en Colombia y Venezuela. Malohe nos recibió muy amable y alegre y nos condujo al bar-restaurante El Malecón, frente a la playa. Fue claro: antes que nada debíamos libar y brindar nuestros tragos al estilo wayuu, invocando los puntos cardinales del territorio sagrado al que da entrada toda amistad de un wayuu con un arijuna (no wayuu o no indígena). Mi más notable recuerdo de la conversación que sostuvimos con Malohe es que insistió en todo momento en cuestionar la centralidad de la figura occidental del autor literario. Trató de situar al autor wayuu, tal cual él lo concibe, en una suerte de dialéctica de mediación entre su comunidad y el contexto al que ésta se enfrenta. En esa dialéctica prevalecen las relaciones de singularidad con humanos y no humanos, por sobre el demasiado humano pathos interior del individuo privilegiado en la literatura occidental.
Recordé lo que Eduardo Viveiros de Castro llama, en sus Metafísicas caníbales, el multinaturalismo de muchos pueblos amerindios, que sí distingue entre el “yo” y los otros, y también entre el humano y el animal, pero asume estas distinciones sobre una perspectiva múltiple y móvil, dada la cual se reconoce que los animales (y las plantas y prácticamente toda entidad), desde su propio punto de vista son humanos, mientras que ven a los demás seres o especies como animales (o plantas), en los cuales también se produce una perspectiva del “yo” que se multiplica en el momento de cualquier intercambio y se inserta en un calidoscopio de muchos “yo” singulares. Por eso el “yo” en las artes verbales amerindias aparece como un escenario de muchos “yo” humanos y no humanos. Según Viveiros, el multinaturalismo amerindio es la respuesta al multiculturalismo neoliberal. Entonces, dado este multinaturalismo que no se debe confundir con el multiculturalismo, actuar como “autor” un poco según la idea del autor del sistema literario moderno-occidental, es sólo un paso transitorio de la propuesta del contrabando de sueños. Todo contrabandista acude al mercado furtivo e ilegal para intercambiar lo suyo y lo de otros, sin necesidad de acoplarse a la legalidad establecida, relacionándose con la perspectiva del otro, sin abandonar la suya. El escritor de contrabando acude al mercado literario sin adoptar la legalidad del sistema literario occidental, para traficar los imaginarios, las ilusiones que son la sustancia de lo real para todas las perspectivas humanas, animales, vegetales, minerales y moleculares.
Lo literario (en cuanto convención occidental) se le presenta a Malohe como una oportunidad de mediación muy útil a la comunidad en sus relaciones con el mundo arijuna. Visualiza la literatura como red de intercambio conveniente para fortalecer y desarrollar la tradición oral, las ricas artes verbales, de su pueblo, en conjunción con la pedagogía. Pero también él recalcó que este pacto relacional no se debe reducir a una ambición de obtener “visibilidad” y “reconocimiento” per se, en el sentido de que no es cuestión de ambicionar amoldarse a los regímenes de lo visible y lo reconocible establecidos por la sociedad occidental o arijuna, sino de infiltrar esos regímenes, e iniciar un contrabando en desobediencia de los patrones establecidos de lo visible y reconocible. Malohé llevó la conversación hacia una cosmovisión pluriversal donde se vive a partir del reconocimiento de los múltiples centros de la esfera humana, que incluso se sitúan fuera de lo concebido como humano en el universalismo de occidente. Esta pluriversidad soslaya y rebasa la universalidad occidentalista, presa de una experiencia lineal, acumulativa, posesiva, monológica, y sometida a fines y finalidades determinados por la ambición individual y la vanidad. De alguna manera que todavía me urge conversar más con él, para entenderla mejor, Malohe relaciona tal pluriversalidad con la gran importancia del descuido como fuente de saber, vinculada al azar.
El descuido que destruye los proyectos y las anticipaciones más ambicionadas, es un gran maestro de humildad, pero también fuente de renovadas posibilidades que exceden siempre la capacidad humana de anticipación y proyección. Aquí, de pronto, Malohe se interrumpe, para retornar al tema de la animalidad, del mundo animal que también, desde su perspectiva propia es humano, puesto que los animales nos ven a los humanos como animales con respecto a ellos. Supuestamente el animal no vive con proyectos propios, no planifica en el sentido consciente de la palabra, pero al plantear esto se echa de lado el valor constructivo del descuido como matriz de la vida natural. El descuido nos regala a veces la muerte, algo sobre lo cual, al contrario de lo que dicen filósofos occidentales como Heidegger y Nietzsche, algunos animales saben mucho más que nosotros. Menciona al animal más triste, el alcaraván, el cual con su canto increíblemente melancólico nos dice que lo importante no es morir o no, sino morir con la ilusión de que se ha vivido. El alcaraván nos habla de una visión melancólica, pero no trágica, de la muerte, visión en la que la melancolía y la nostalgia son fuente de vinculación con los antepasados y con las otras posibilidades que ellos brindan ante un presente aparentemente clausurado. También Malohe habló del cariz político de esa cosmovisión alterna amerindia que debe alimentar la resistencia ante un sistema occidental-capitalista de depredación y destrucción de la vida y la naturaleza. Al escritor wayuu, dice él, se le presentan posibilidades de lucha política y contracultural por sobre las agendas estrictamente literarias. La gestión literaria debe acoplarse a estas prioridades de concienciación de wayuus y arijunas. Malohe considera las artes verbales y no alfabéticas como matriz principal de su pueblo ante las cuales la literatura en el sentido restringido de occidente, es decir, exclusivamente alfabética, debe servir de relevo y medio de contrabando. Según entendí, esto implica que las prácticas verbales y gráficas amerindias remiten a un concepto de literatura ampliada, a mi juicio parecido al concepto de archiescritura postulado por Jacques Derrida, que rebasa lo que hasta ahora han sido la literatura occidental, una escritura restringida. La conversación se extendió sobre otros temas próximos y distantes de lo aquí referido. El sol y el mar enrojecieron. Caminamos por el malecón. Malohé saludó a varios grupos de amigos y conocidos que se acomodaban a lo largo de la calle para conversar, escuchar música, tomar fresco, y mirar la noche caer sobre la playa mientras se toma cerveza o whiskey Old Parr de contrabando, el preferido de los guajiros, criollos e indígenas. Algunas mujeres con mantas coloridas y cabelleras negras que flotaban en la brisa nos pasaron por el lado, reían y hablaban en wayuunaiki. Era hora de buscar un hotel que no fuera incómodo, pero suficientemente barato como para permanecer unas cuantas semanas en la península y guardar los tereques allí cuando hubiera que deambular por sus laberintos de caminos, arbustos y médanos extendidos a lo largo de un territorio de las dimensiones de Puerto Rico, pero apenas salpicado por unos 5 municipios y unas 800,000 almas. Malohe se despidió con el compromiso de continuar el contrabando que acabábamos de iniciar.