Entre el terror y la esperanza: apuntes sobre religión, violencia y paz
De ahí la simpatía recíproca tan natural entre almas profundamente espirituales como Isaías, el Jesús de los evangelios, Mahoma, Thomas Merton, Martin Luther King, Jr., Mahatma Gandhi, Desmond Tutu y el Dalai Lama, a pesar de sus grandes diferencias doctrinales y culturales. Convergen en ellas la ternura restauradora y la pasión profética. Si se mira con detenimiento estamos ante una sorprendente paradoja: Isaías, Jesús, Merton, Luther King, Jr. Gandhi, Tutu y el Dalai Lama, encarnan el afecto divino y reconciliador por la humanidad, con todas sus máculas y defectos, y, sin embargo, en ocasiones exclaman saturados de incontenible indignación profética:
“¡Ay de los que dictan leyes injustas
y prescriben tiranía,
para apartar del juicio a los pobres
y para privar de su derecho
a los afligidos de mi pueblo…!
¿Y qué haréis en el día del castigo?…
¿En dónde dejaréis vuestras riquezas?”
(Isaías 10: 1-3)
Se puede, sin duda, encontrar en las escrituras canónicas de las diversas religiones imágenes tenebrosas de repudio y violencia contra quienes contaminan la integridad de la identidad cúltica. Las guerras santas israelitas, las cruzadas cristianas, los yihad islámicos, las servidumbres opresivas, las jerarquías despóticas y las intolerancias de toda índole se han justificado aludiendo a textos sagrados. Así la Inquisición avaló la restricción a la libertad de culto, el patriarcado la subordinación de la mujer, los europeos cristianos el avasallamiento de tantos pueblos nativos y los fundamentalistas modernos sus prejuicios homofóbicos. La “palabra de Dios” se ha usado demasiadas veces para devastar solidaridades, conciencias y esperanzas. Pero, esos “textos del terror” no son los decisivos ni predominantes en las tradiciones religiosas que la humanidad ha forjado a lo largo de su historia, aunque en ocasiones cofradías represivas y excluyentes pretendan trasladarlas de las capillas periféricas al altar mayor.
El genuino pensamiento religioso, al reflexionar sobre el destino de la historia humana, nunca destaca los símbolos tenebrosos del armagedón y sus jinetes del terror, sino la esperanza de liberación y reconciliación universal.[1] Ciertamente, escritores de tenebrosa mentalidad apocalíptica, como Tim LaHaye y Jerry B. Jenkins, han explotado la veta del terror en una serie de novelas muy populares entre evangélicos fundamentalistas.[2] La mediocridad de esos artefactos pseudoteológicos y pseudoliterarios en nada compara, dicho sea de paso, con la sublime manera en que James Joyce describe el pavor ante las imágenes tradicionales del infierno eterno, en su clásico A Portrait of the Artist as a Young Man (1916). Lo que en el gran escritor irlandés es tragedia sublime se reduce en los fundamentalistas estadounidenses a superficial farsa.
Lo central, en las imágenes transhistóricas de nuestras escrituras sagradas, no es el terror ni la violencia del Dios celoso y excluyente. Es más bien la visión de un “cielo nuevo y una tierra nueva” (Isaías 65 y Apocalipsis 21), donde los seres humanos puedan sembrar trigo y comer su pan en paz, cosechar uvas y tomar su vino con regocijo compartido, edificar casas y dormir con tranquilidad. Responde esa aspiración universal de paz y solidaridad a lo más genuino de la imaginación creadora religiosa. Es, ciertamente, una visión ardua de plasmar históricamente. Pero, es una expresión del diálogo perpetuo entre la razón y el corazón humanos, empeñados en forjar aproximaciones terrenales del mito genésico del paraíso y la aspiración apocalíptica de la nueva Jerusalén.
Conjugar la denuncia profética y el reclamo de reconciliación entre pueblos enemistados es tarea compleja, pero necesaria y posible, como han demostrado, en el entorno eclesiástico, el arzobispo surafricano Desmond Tutu y, en el literario secular, la escritora india Arundhati Roy y la feminista egipcia Nawal El Saadawi.[3] No se comienza, afortunadamente, en cero. Hay un acopio considerable de reflexiones teóricas y estrategias de acción que vinculan la denuncia profética y la resistencia civil no violenta, que puede asumirse desde distintas ópticas políticas, filosóficas y teológicas.[4]
Se impone como necesidad vital para la paz y el bienestar de la humanidad, promover el diálogo intercultural e interreligioso y silenciar las confrontaciones estridentes y degradantes. De no seguirse esa perspectiva dialógica intercultural e interreligiosa corremos el peligro de promover y sacralizar la globalización de la violencia sagrada. Es necesario forjar senderos de diálogo, reconocimiento mutuo y respeto recíproco y, sobre todo, de vínculos de solidaridad y misericordia, entre las distintas religiosidades históricas. No es cuestión de irenismo superficial y cortés, de salón. Nada menos que el futuro de la humanidad está en juego.
Especial importancia tiene hoy propiciar el diálogo creador entre las tres grandes religiones monoteístas originadas en el cercano oriente y que consideran a la ciudad de Jerusalén como urbe sagrada. ¿Es demasiado utópico soñar que algún día Jerusalén, con su historia tan trágica y sangrienta, sea símbolo de convivencia en paz y armonía entre adoradores de distintas encarnaciones de lo sagrado? ¿Es viable imaginar que no lejos del muro de las lamentaciones se erija un día no muy lejano un monumento a la concordia entre cristianos, judíos e islámicos, que celebre el fin de las guerras santas, cruzadas, pogromos y yihads? ¿Es acaso iluso pensar un futuro en el que finalmente Jerusalén, la ciudad sagrada que durante milenios ha presenciado tanta violencia y agresión, haga honor a la etimología de su nombre, “ciudad de paz”?[5]
En el verano del 2009 visité Yad Vashem, el museo del Holocausto, ubicado en el Monte Herlz, en Jerusalén. Fue una visita inolvidable. Ese museo rememora no solamente la crueldad genocida sufrida por el pueblo judío durante la cuarta y la quinta décadas del siglo 20. En su interior se plasman siglos de represión, marginación, persecución y masacres sufridas por el pueblo de Moisés, David, Isaías y Jesús de Nazaret. Es también un reclamo ético fundamental: ¡Basta ya de maltratar, diezmar y asesinar a unos seres humanos a causa de sus orígenes étnicos, configuraciones raciales, hábitos culturales o creencias religiosas!
Es el tiempo de forjar aquello que el teólogo católico Johann Baptist Metz catalogó de “ekumene de la compasión”, un proyecto inclusivo de solidaridad con el sufrimiento humano que trascienda las fronteras de la cristiandad.[6] Por compasión, aclaremos, se entiende aquí no la paternal indulgencia, sino el “padecer con”, la identificación y solidaridad con quienes sufren el pavoroso “misterio de la iniquidad” (II Tesalonicenses 2: 7). El vínculo de la urgencia profética por la justicia y la compasión por el dolor humano que se expresa intensamente en seres tan dispares y sin embargo tan hermanados como Isaías, Jesús, Mahoma y Gautama Buda constituye un sacramento de esperanza para un mundo atribulado todavía por la violencia, el despotismo, el discrimen nacional, étnico y cultural, el patriarcado androcéntrico y la homofobia. Este ecumenismo de la compasión puede nutrirse del viraje hacia la aflicción humana que se manifestó en variadas sensibilidades religiosas de fines del siglo veinte y que a la larga puede servir de contrapeso a la pasión homicida de los “guerreros de Dios”.
Respecto a las diversas tradiciones culturales y religiosas, el desafío es superar la mera tolerancia y aprender a estimar y apreciar la “dignidad de la diferencia” , como la llama el rabino judío británico Jonathan Sacks.[7] La raíz latina del vocablo tolerancia sugiere que su alcance semántico se limita a soportar o sufrir la diversidad. De lo que hoy se trata es de valorarla y disfrutarla. Es la única manera de enterrar en el cementerio de las pesadillas al racismo moderno, cuya expresión más nefasta fue la célebre frase de Carl Schmitt, filósofo político e ideólogo del antisemitismo nazi: “No todos los que tienen rostro humano son seres humanos.”[8]
¿Qué tal ecumenismo de la compasión es un sueño, una utopía? Ciertamente, pero el ser humano se constituye por la nobleza y el arrojo de sus sueños, de sus aspiraciones utópicas. Por eso, siempre he preferido Utopía, de Tomás Moro, a El príncipe, de Nicolás Maquiavelo, escritos ambos textos en el nacimiento de la modernidad occidental. Ante el pragmatismo mortífero de los realistas forjados en Maquiavelo, Hobbes y Clausewitz, por un lado, y las atrocidades apocalípticas de los fundamentalismos belicosos, por el otro, ¿no es acaso preferible soñar con el instante apasionadamente erótico en el que “la justicia y la paz se besen”, como reza el salmo bíblico (Salmo 86: 10)?
Quienes aspiran a ser cristianos, no deben olvidar que el Jesús de los evangelios nunca hizo de la adhesión a dogmas, jerarquías eclesiásticas o prescripciones rituales lo decisivo de su mensaje. Jesús fue siempre muy heterodoxo en sus predilecciones: prefería al solidario y compasivo samaritano sobre el piadoso levita o el devoto sacerdote (Lucas 10: 29-37). Su desafío radical conduce más bien a asumir plenamente la solidaridad y la compasión con quienes Franz Fanon llamó “los condenados de la tierra”.
Cuando un líder religioso proclama la guerra santa contra quienes tilda de “adversarios de Dios”, debemos recordar la sensata advertencia de John Locke: “quisiera saber cómo hemos de distinguir entre los engaños de Satanás y las inspiraciones del Espíritu Santo”.[9] En asuntos de diferencias doctrinales, es válida la norma que establece Umberto Eco en su ejemplar diálogo/debate con el cardenal Carlo Maria Martini: “en los conflictos de fe deberán prevalecer la Caridad y la Prudencia”.[10] Sólo así pueden los hombres y mujeres de fe poner límites a la voracidad de quienes pretenden continuar el legado de muerte y destrucción de la pasada centuria. Sólo así quienes viven entre el terror y la esperanza pueden entonar el himno bíblico a la paz:
“¡Cuán hermosos son sobre los montes
los pies del mensajero que anuncia la paz!”
(Isaías 52: 7ª)
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[1] Véase João B. Libânio e Maria Clara L. Bingemer, Escatologia Cristã: O Novo Céu e a Nova Terra (Petrópolis, Brasil: Vozes, 1985), Jorge Pixley, La resurrección de Jesús, el Cristo: Una interpretación desde la lucha por la vida (Managua, Nicaragua: CIEETS, CEDEPCA & CCM, 1997) y Miroslav Volf, Exclusion and Embrace: A Theological Exploration of Identity, Otherness, and Reconciliation (Nashville: Abingdon Press, 1996).
[2] Los títulos de las novelas son: Left Behind, Tribulation Force, Nicolae, Soul Harvest, Apollyon, Assassins, The Indwelling, The Mark, Desecration, The Remnant, Armageddon, Glorious Appearing, publicadas entre 1995 y 2004 por Tyndale House Publishers, en Wheaton, Illinois.
[3] Desmond Tutu, No Future Without Forgiveness (New York: Doubleday, 1999), Arundhati Roy, Power Politics (2nd. ed.) (New York: South End Press, 2002) y Nawal El Saadawi, The Nawal El Saadawi Reader (London: Zed Books, 1997).
[4] Elise Boulding, Cultures of Peace: The Hidden Side of History (Syracuse, N.Y.: Syracuse University Press, 2000).
[5] Amos Elon, Jerusalem: Battlegrounds of Memory (New York/Tokyo/London: Kodansha International, 1995).
[6] Johann Baptist Metz, “La compasión. Un programa universal del cristianismo en la época del pluralismo cultural y religioso”, Revista Latinoamericana de Teología, año xix, núm. 55, enero – abril 2002, 25-32.
[7] Jonathan Sacks, The Dignity of Difference: How to Avoid the Clash of Civilizations (London: Continuum, 2002).
[8] Citado por Claudia Koonz, The Nazi Conscience (Cambridge, MA: Harvard University Press, 2003), 1-2.
[9] John Locke, Ensayo sobre el entendimiento humano (orig. 1690) (México, D. F.: Fondo de Cultura Económica, 1956), 710.
[10] Umberto Eco y Carlo Maria Martini ¿En qué creen los que no creen? (México, D F.: Taurus, 1997), 114.