Entre vientres
Estaba embarazada de mi primer hijo. Trabajaba en el Centro de Ayuda a Víctimas de Violación que recién abría sus puertas. Mujeres, niños y niñas, adolescentes, víctimas de todo tipo de abusos sexuales llamaban por la Línea de Auxilio, llegaban a las oficinas cada cual con su colección de experiencias, de sufrimientos, de necesidades, de reclamos de justicia. Eran horas interminables de trabajo, de dolores, de tocar puertas que se cerraban al paso y, también, horas de tender puentes nuevos para comprender la vida desde nuevas y viejas realidades y solidaridades.
Cada situación abría un mundo de luchas y de posibles reivindicaciones con la Policía, con la fiscalía, con médicos, con todo el sistema de salud, con las iglesias, con funcionarios/as públicos, con la prensa y con las familias y las comunidades que se exponían a discusiones inéditas y a una historia que se empezaba a escribir. Lo que se resolvía hoy en un caso en particular, mañana no existía para el otro. El acuerdo que se lograba con una oficina duraba lo que duraba el funcionario en su silla.
Pasábamos de un alivio a un asombro, de una frustración a una denuncia, de un dilema ético a una conferencia de prensa, a una reunión, a una convocatoria de movilización. Las discusiones se dieron en la calle, en las casas, en los foros públicos, en los centros de estudio, en los medios de comunicación. Vimos en relativo poco tiempo, importantes cambios en las declaraciones de políticas públicas en defensa de los derechos de las víctimas y sobrevivientes de las agresiones sexuales. Algunas han sobrevivido luego de más de tres décadas de servicios, otras han tenido que ser redescubiertas y rehabilitadas cada vez que a alguien se le ocurre desde alguna gestión oficial actuar de acuerdo a lo que le da la gana, sin tomar en cuenta el conocimiento acumulado sobre las necesidades y los derechos humanos de las víctimas y sobrevivientes de la violencia sexual.
Son incontables las experiencias poderosas de ese tiempo. Lo he dicho muchas veces, y según sumo años, lo reitero con más seguridad: lo que conocí allí, todo, me cambió la vida para siempre.
Dos niñas viven en mi memoria. Una llegó con su madre, referida por una ginecóloga. La otra, también llegó acompañada de su mamá, referida por una mujer policía. Las dos estaban embarazadas. Las dos habían sido abusadas sexualmente desde bien pequeñas por miembros de sus familias. El violador de una era su padre biológico que había tenido lo que la madre llamaba “un matrimonio normal” de más de 20 años. La otra había sido abusada sexualmente por su hermano, miembro activo de organizaciones de jóvenes en su iglesia. El escenario del crimen, el mismo para las dos: su hogar. Una familia era pobre y la otra de clase media. Las dos, muy católicas.
La mirada de las niñas en aquellos primeros encuentros, imposible de olvidar. La angustia de las madres, el sentido de culpa, la vergüenza, las recriminaciones, los corajes, las penas, las preguntas sin respuestas, las preguntas con respuestas, la presencia de aquellos pequeños vientres, las creencias, los deberes, los presentes y los futuros, el amor de madre, todo un remolino de cuestionamientos y de obligaciones urgentes. Mientras esto pasaba, mi cuerpo andaba felizmente embarazado. El diálogo, aunque tratara de evitarlo, era también con mi vientre. El contraste no podía ser mayor.
Las dos niñas estaban emocionalmente aplastadas, disminuidas, por sus historias de abusos. A pesar de mi insistencia de intentar integrar a las autoridades de sus respectivas iglesias en los procesos de apoyo a las hijas, ninguna de las madres quiso hacerlo. No se atrevían. Entre vergüenza y temores, no se sentían en confianza de revelar sus intimidades. Estaban convencidas de que allí no recibirían el apoyo que necesitaban.
Las dos madres consideraron para sus hijas embarazadas la posibilidad de un aborto. Las niñas eran todavía tan niñas que, sin poder comprender la magnitud de lo que les estaba pasando, solo podían dejarse llevar por “lo que diga mami”. Tomando en cuenta todas las complejidades de las situaciones de cada cual, comprendí que a cada madre y a cada hija, en el lenguaje de la fe, les tocó cargar con más de una cruz, ciertamente, con demasiadas.
Después de exponerse a los procesos de consejería disponibles para estas circunstancias, las madres escogieron. Ninguna mujer, ninguna madre se prepara de antemano para enfrentar situaciones tan contrarias a la vida buena a la que aspiramos y tenemos derecho. Tienen que enfrentarlas de golpe con los recursos y las particularidades de cada caso, de cada tiempo, con lo que tiene cada cual. Las madres lloraron. Las niñas lloraron. Yo también lloré. Solo las mujeres tenemos que enfrentar íntima y personalmente estos dilemas. Apoyándonos unas a otras, fuimos saliendo adelante.
Una de las niñas dio a luz a una bebé. Estuve en el parto y meses después en el baquiné. La criatura nació enfermiza y murió. La otra niña tuvo un aborto. Estuve también a su lado, muy cerca de ella, pasándole la mano como si hubiese sido mi hija, mientras su mamá rezaba afuera. Yo también rezaba. Hay trabajos que son la vida misma. Mi embarazo estaba ya bastante adelantado.
El embarazo trajo a mi vida y a la vida de mi familia una gran ilusión –alegrías que no han cesado, más bien se han multiplicado. El embarazo trajo a la vida de estas niñas y de sus madres desolación, la herida más profunda de sus vidas. Lo único bueno que trajo fue la posibilidad de “dar a luz”, visibilizar, denunciar y lograr que cesara una historia de abusos sexuales que había estado escondida en la privacidad y sacralidad de las vidas de dos familias tradicionales. En medio de tanto dolor, encontraba fortaleza porque sabía que Dios Madre de todos los cuerpos, de todos los vientres con ovarios, estaba allí, con nosotras, en los embarazos, en el parto y hasta en el aborto, consolándonos, saliéndonos al paso con promesas de justicia con ternura, de vida y esperanza para esas niñas, para sus madres y para mí, como debe ser para todas las niñas y todas las mujeres.
La ginecóloga que había referido uno de aquellos casos era católica, al igual que las víctimas y los victimarios. Yo era también y, por esas cosas de la vida, sigo siendo católica. Nunca supe de qué religión era la mujer policía que refirió el otro caso.
El Centro de Ayuda a Víctimas de Violación se inauguró en el 1977. Ese verano parí por primera vez, pero llevaba meses dando a luz en la vida difícil de muchas niñas y mujeres. Sigo dando a luz acompañando a mujeres que deben enfrentar los dilemas de conciencia que exige vivir como mujeres. El embarazo, dar a luz, abortar, dar en adopción, criar son experiencias siempre únicas, ordinaria y extraordinariamente únicas, en la vida de cada mujer. A cada mujer le toca vivirlas y enfrentarlas a conciencia. La conciencia también tiene cuerpo de mujer.
Ha pasado el tiempo. Mi hijo tiene ya 35 años, mi hija, 30. Un hijo que murió al nacer tendría 29.
Las niñas y las mujeres seguimos enfrentando los mismos dolores, los mismos dilemas, pero nos empeñamos en continuar engendrando solidaridades y pariendo esperanza. Entre vientres seguimos.