Es que la hay: Caribe Bestial
Intentaré no “espoilear,” ya que esperamos que el elenco de ocho actores regrese pronto con más funciones, aunque por suerte nada de lo que yo les cuente puede por lejos reemplazar la experiencia de verla. Excepto por las risas del público sostenidas durante casi dos horas, risas en todos los registros y niveles, chistes internos que dan risa incluso si no participas de lo interno –y eso lo constaté con mis amigas presentes, una de Bogotá y la otra de Connecticut–, en realidad, no pasa nada en la obra. El drama es, precisamente, que ya ha pasado de todo. Lo más importante ha pasado ya: el cumpleaños de mamá María, interpretada por la gran Luz María Rondón, quien regresa a sus 85 años a las tablas. Caribe bestial trata sobre la celebración del cumpleaños número 89 de María, la matriarca, en Puerto Rico, luego de haberse pospuesto por meses, debido al tocayo huracán que literalmente pospuso la puesta de la obra.
La idea de la fiesta es de una de las hijas, Milly –encarnada por Cristina Sesto– quien se había ido para Orlando a vivir con su marido Rojas –José Eugenio Hernández–, luego de dejar a su hijo de siete años, Danielito –Melquíades Soto– con la abuela, porque los nervios, con todo y empastille, no le permitían bregar. Conste que no la juzgamos, somos solidarias con Milly y el embeleco de fiesta que le impone a la abuela. En casa de mamá María también vive su hijo cuarentón, Antonio –Joksan Ramos–, una suerte de intelectual, y quién no, lleno de frustraciones, que está en silla de ruedas se sugiere que por elección. Su pareja, Glorimari –Bryan Villarini–, mujer trans, es el motor de la casa y de la acción, y tití y nuera adorada, con mucho vuelo, y aterrizada cuando hace falta. De visita, andan por la casa Misuki –José Luis Rodríguez Gutiérrez– gran joseador por excelencia, animador de la fiesta, y Zuheyl –Laura Isabel–, quien se luce con su estridente e inconfundible voz muy bien empleada para la comunicación con cero filtro y para hacerle perder la paciencia a cualquiera.
Mamá María abre las puertas de su sala, donde no falta su sofá y el altarcito a la virgen, por un lado, y al esposo muerto, por el otro, formando un collage de fotos de quinceañeros, graduaciones, bodas, más las velitas, almanaques y souvenirs, donde el tiempo cobra espacialidad y sincronía. De la casa, pasamos luego a una suerte de Club de Leones o Rotario, con su trono para la agasajada, decorado con bombas, flores, luces, y toda la efémera festiva. Si antes nos habíamos asomado noveleramente a la sala de mamá María, cuando llega por fin el momento de la celebración de la fiesta nos encontramos en calidad de invitados, sentaditos ahí en un continuum donde se mezclan actores y espectadores juntos en las mesas redondas decoradas como manda y comiendo sandwichitos de mezcla. Presenciamos todas el devenir talent show del cumpleaños, volviéndose el escenario precisamente eso, escenario.
La anécdota así contada, nos recuerda al cuento “Feliz Aniversário” de la gran escritora brasilera Clarice Lispector, a quien su director, Christian, hace un guiño explícito al elegir ese número no redondo, 89, sin dudas menos celebrado que el número 90, detalle que dicho sea de paso nos recuerda la imperfección humana y la mortalidad, la posibilidad de no llegar a completar la década. Sin embargo, la obra agarra otro vuelo, con una abuela algo más dulce que la cascarrabias matriarca brasilera de Lispector. En Caribe Bestial, digámoslo así, la abuela brega –véase El arte de bregar–, brega con su familia, sobre todo con su familia no precisamente sanguínea, esa que llaman “política,” pero que acá es más bien afectivo-elegida. Me refiero a su relación con la nuera, y su complicidad con ésta. Glorimari es la neomatriarca y anti-matriarca, ya con la bendición de mamá María, sin la cual no hay comunidad posible. Por dar un ejemplo, ¿quién va a ayudar a Danielito a hacer las asignaciones, sino Glorimari?
Una mezcla de Chejov con dramaturgia del actor, Christian y su elenco la llaman “neo-costumbrista” porque presenta una estampa de esa nombrada “gran familia puertorriqueña,” pero con el dinamismo que traen los nuevos desafíos. Hablar de gran familia, es también hablar de enfermedad. Los actores hacen un excelente trabajo comunicando sus dolamas. Los cuerpos aparecen atrofiados por el estrés de eventos sostenidos, deudas, maltratos, tempestades, colonialismo. Sin embargo, y he aquí la belleza paradójica de la obra, la “soberanía corporal”-tomo la expresión de Edgardo Rodríguez Juliá– que en los Estados Unidos llamaría “corporal literacy,” –traducción inexacta por supuesto– subsiste a pesar de los achaques. Es lo único que va quedando. Me refiero al ritmo, a cómo Rojas baila con su pata coja, a cómo Mili le mete al merengue, a pesar de la ciática. Da gusto ver el virtuosismo corporal con que los actores se las arreglan para bailar bien sin dejar de cojear o aparecer encorvados. En un país donde caminar a pie es casi un delito –también es verdad que aun si hubiera aceras, al medio día con el sol que hace no hay quien pueda–, esta soberanía del cuerpo no deja de sorprenderme.
Participando de este tropo de la gran familia, Caribe Bestial a la vez se inscribe en una tradición literaria abarrocada del oído, que incluye a muchos, entre éstos Luis Rafael Sánchez, Ana Lydia Vega, Manuel Ramos Otero… y, más recientemente, Luis Negrón, quienes no es que tengan tanto en común, pero sí saben escuchar. Se trata de formas de escritura, que no importa si se presentan como cuentos o novelas, son poéticas, más aún, son performativas, porque las voces y entonaciones se salen del texto. Los actores y el director de Caribe Bestial entienden muy bien que nuestras letras son puro teatro y que el enredo está en el cuerpo, siendo un asunto de comodidad e incomodidad, y de lengua, de hablar de más o de menos. No es casual que además el elenco y su director cuenten con experiencia interpretando roles del teatro del Siglo de Oro. El espectador, cuando se vuelva a presentar, debe prepararse para agudizar sus oídos, porque el significado de las palabras a menudo se guía más por la aliteración y la repetición, que por la semántica, y cuando se dirige por la semántica es para hacer conexiones malentendidas e inesperadas, llenas de chispa.
Está claro que Caribe Bestial no trata del retrato de una familia ideal. Después de todo, como bien sabía Tolstoi, qué familia feliz va a generar una historia interesante. La familia sigue siendo hasta cierto punto esa de la dolencia; ahora bien, tampoco es que sea puro sufrimiento condendo. Se logra un delicado –y también cuestionable– ¿equilibrio? sobre una cuerda floja de conflictos, tragedias y alegrías. La sensación que deja y cultiva la obra es, verdaderamente, bestial. Que la familia es la que. Para mal y para bien es la que hay, y es la que es, terca, aunque por suerte no del todo inamovible.