Fieras: La creatividad requiere coraje
En aquel Salón de Otoño parisino de 1905, un grupo de jóvenes artistas expusieron una serie de obras delirantes que recibieron el calificativo de fauves (palabra francesa que significa fieras). Nacía así el Fauvismo, movimiento de vanguardia cuyo principal planteamiento estético se basaba en la libertad del color con independencia del objeto. Entre ellos estaba Henri Matisse que con 36 años y abandonando la paleta impresionista, presentó un retrato de su esposa titulado La línea verde. Esta obra, que sigue siendo fundamental para entender la pintura del siglo XX, es una imagen radical, en la que se hace un uso arbitrario del color y en la que, de una manera extraordinariamente simplificada, se representa un rostro icónico, plano y expresivo. Nunca se había visto nada igual: es el principio del arte moderno.
Matisse representa de manera fascinante y mejor que ningún otro artista, el espíritu renovador que comportaron las vanguardias históricas. Contemplar una obra de Matisse requiere cierta valentía, ya que nos obliga a revisar nuestro universo: nos desconcierta de tal modo, que terminamos experimentando que las cosas pueden ser de otra manera, incluso que pueden ser de mil maneras diferentes. Ese desconcierto es insoportable para aquellos que quieren seguir mirando la realidad con la certeza que ofrece la tradición.
Matisse rompe con la tradición al romper, en primer lugar, con la representación tridimensional que permite la utilización de la perspectiva lineal. En sus obras se unifica la figura y el espacio a través del color, un color que de forma misteriosa cruza lo que hasta ese momento había sido la barrera infranqueable de la verosimilitud y de la mímesis en la representación. Se rompe así con las formas convencionales que los espectadores venían aceptando por siglos de manera pasiva, sin conciencia de que la obra les imponía un modo de entender el mundo que no permitía cuestionamiento. Matisse invita al espectador a formar parte de la obra, a mirarla y a hacer de la mirada un acto creativo, ahí radica el placer estético que nos provoca esta experiencia.
En 1907 Matisse conoce a quien será su gran mecenas, Sergei Ivanovitch Shchukin, rico comerciante ruso para quien realizará algunas de sus obras más importantes y que hoy forman parte del los fondos del Hermitage de San Petersburgo: La Danza, La Música, El Juego de Pelota, La Conversación. Esta última puede verse hasta el 25 de marzo en Madrid, en el Museo del Prado, con motivo de la exposición “El Hermitage en El Prado”.
La Conversación es una obra maravillosa, poética, musical, esencial. Una pareja (el propio Matisse y su esposa) aparecen de perfil, con ropa de dormir, frente a una ventana que se abre a un paisaje. El elemento protagónico es el color azul que unifica toda la escena y que nos permite escuchar la conversación sin palabras de las dos figuras, cuyos contornos se enfatizan con pinceladas gruesas. La ventana-cuadro es un elemento clásico, que nos remite a los interiores del Renacimiento y del Barroco, una abertura hacia el exterior que nos pone en contacto con una interpretación lírica y emocional de una mañana luminosa. No hay nada superfluo, todo es esencial y verdadero.
Para Matisse el arte debía ser una especie de lenitivo, un calmante cerebral parecido a un buen sillón y eso es exactamente lo que trasmite esta conversación azul: la alegría de vivir, la alegría de pintar.