Frente al penal
Había letreros por todas partes, pero, tal y como se lo esperaba, ninguno le pudo informar con precisión a cuál ventanilla debía dirigirse. Así que se dirigió al escritorio que decía “Información”. Tenía un vago recuerdo de haber estado allí antes y una vaga idea de a cuál ventanilla debía ir. Leyó un letrero que decía “Formularios para certificaciones”. Se acercó. Dos personas, un hombre y una mujer, parecían leer o llenar formularios. Vio unos papeles debajo de los que miraba, leía o llenaba el señor; sin embargo, no podía precisar nada por las acciones de este. Buscó vanamente una pila de papeles: los dichosos formularios. Como no halló nada regresó al escritorio de “Información”.
Le extrañó que hubiera fila. No recordaba que la hubiera cuando llegó. Luego le extrañó tener que esperar. Una señora, acompañada de un señor, hablaba con el funcionario un tiempo que le pareció más extenso que lo normal. Miró a su alrededor. Gente varia ocupaba sillas dispersas. Algunas parejas hablaban entre sí. Otros miraban sus celulares como si esperaran una llamada que los sacara de allí, aunque fuera momentáneamente. Quizás esa era su sensación, representada en los rostros ciudadanos: la de no querer estar allí.
En una esquina, un policía chupaba quenepas, sentado tras un escritorio mientras texteaba por su celular. Estamos bien protegidos, se aseguró. En su fila, la señora seguía hablando con el funcionario, quien se limitaba a contestar con movimientos ambiguos de su cabeza. Le estaría diciendo que sí o que no, daba igual. El caso es que la sensación de estar perdiendo el tiempo en esa fila aumentaba. Miró de nuevo al counter de los formularios. Ya no estaban el señor ni la joven, pero tampoco le pareció ver formularios. Lo mejor era esperar, se dijo. De repente el ruido de golpes de una máquina pesada le sorprendió. Era el policía que zarandeaba la máquina de vender papitas y galletas para que cayera alguna bolsa que quedó atrapada entre las rendijas. Una, dos veces y ya. A su alrededor la gente seguía en lo mismo. Rostros jóvenes y menos jóvenes que denotaban cansancio.
La sala no tenía ventanas y se llenaba toda de luces amarillas y blancas. Leyó uno, dos letreros, como si uno fuera el espejo del otro, que indicaban el trato preferente a personas minusválidas certificadas por el Departamento de Salud. El pequeño colgaba de unos alambres bien dispuestos; el más grande y más viejo, de unos que parecían clips de papel estirados. Estaba un poco ladeado. Alguien a su lado se quejó de haber pasado todo el día en dicha sala; la otra persona le contestó que venía todos los días. Leyó un letrero que advertía a no pasar sin ser llamado: “de no observar esta regla se arriesga a ser removido de la sala”. Otra forma de salir de aquí.
Llegó su turno: efectivamente, los formularios para las certificaciones estaban en el dichoso counter. Esta vez los halló. Buscó un bolígrafo. Trajo de todo: libro, celular, cartera, ipod, menos bolígrafo. Le pidió uno al de información, pero no tenía. Una señora le ofreció uno. Llenó el formulario y lo llevó a la canasta, más bien cajita, donde debía dejarlo antes de esperar. Eso ya lo sabía: “lo dejas allí y esperas”. No pensó en Kafka. La caja decía que era solo para las certificaciones negativas. ¿Cómo saber? Buscaba una certificación de no deuda: ¿era la suya negativa? No había otra canasta donde dejar el formulario, así que con la duda de quien teme caerse al abismo dejó su papel en la canasta y pasó a sentarse. Detrás de una columna para evitar la distracción del televisor que toda oficina de gobierno tiene. Esta vez era una telenovela con fachada de reality show: la escena se interrumpía por lo que parecía la entrevista a la protagonista quien narraba partes de su historia frente a la cámara; ¿o era al revés?
Una enana con uniforme de formulario salió de donde no se debía entrar sin ser llamado y se dirigió a la máquina de papitas. Por su parte, regresó a la lectura antes de ser interrumpido por una llamada: “Crea”, creyó oír. El funcionario de “Información” salió en ayuda de la enana a quien se le había quedado una bolsa enganchada. Esta vez, luego de varios intentos concluyeron que estaba bien pinchada. La pobre mujer, quien debía estar consumiendo sus minutos de breik, se quedaba sin su resuelve. La de refrescos tenía otro cartel, a mano, que decía “fuera de servicio”.
Llamaron a un bonche de gente y, a pesar de que sabía que no estaría en la lista, prestó atención a cada nombre. La fila para comprar los sellos llegó de cero a cien en menos de cinco minutos. Para su sorpresa, no mucho después, otro funcionario llamó su nombre; aún había gente en la fila, pero ya no tanto. ¡Qué suerte!, se dijo, esta espera no fue de pie. Dudando entre leer o atender la fila se fue acercando. Cuando le tocaba su turno, otra vez la sala se estremeció con el ruido de la máquina.
La señora de al frente se apresuró a tomar sus documentos diciendo “que no me lleven mis papitas” y por la prisa se le cayeron todos sus papeles al piso. La ayudó a recogerlos antes de oír el reclamo para que entregara el dinero y los documentos para comprar el sello que le sirviera de pasaporte de salida. Menos mal que no le gustan las papitas.