Gaza, ¿hasta cuándo?
Pero, preguntará alguien ¿y qué de los cohetes de Hamas lanzados sobre Israel? ¿Qué del secuestro y asesinato de tres jóvenes israelíes? En cuanto a lo segundo, quienquiera que haya perpetrado ese hecho, por objetable que sea, no justifica el castigo colectivo de una población de casi dos millones, la destrucción de miles de hogares o la muerte de 400 niños. En cuanto a lo primero: ¿no tendrán que ver los cohetes de Hamas con el hecho de que el gobierno israelí respondió a la victoria electoral de esa organización con un bloqueo implacable que mantiene estrangulada la vida de los habitantes de Gaza, un bloqueo que prácticamente ha convertido a Gaza, como han dicho varios comentaristas, en la prisión más grande del planeta?
Lo más sobrecogedor es constatar que esta incursión, con sus 1700 muertos, con sus 400 niños asesinados, lejos, muy lejos está de ser el primer episodio de este tipo en la historia de Gaza, para no hablar de los palestinos. En 2008-09 una incursión similar dejó más de 1800 muertos. ¿Cuántos han muerto como resultado del bloqueo instituido en 2006? Nadie sabe. Quizás alguien recuerde los nueve tripulantes de un barco de apoyo humanitario que se dirigía a Gaza que fueron asesinados por un comando israelí en 2010. La frecuencia y la cantidad de acciones de este tipo se convierte en su mejor camuflaje: no hay quien pueda mantener la cuenta de tanta violencia, de tantas agresiones.
¿Cómo se ha llegado a esta situación? Hago esta pregunta y me doy cuenta de que inadvertidamente me acerco al tema que había pensado inicialmente: el de la Primera Guerra Mundial, de su significado y sus consecuencias. Esa guerra marcó el inicio de una nueva época en la civilización capitalista moderna: una época en que su lado más destructivo, en que la barbarie que porta en su interior se manifestaría de manera más evidente, más catastrófica, más inhumana, como demostrarían las dos guerras mundiales, la gran depresión, el surgimiento del fascismo, el holocausto del pueblo judío, el lanzamiento de dos bombas atómicas sobre Japón, para dar solo algunos ejemplos. El drama de Gaza, la historia de Israel y Palestina no pueden separarse de ese escenario. Si queremos entender el presente tenemos que decir algunas palabras sobre ese pasado que no es pasado.
Al momento de iniciarse la Primera Guerra Mundial, los judíos en Europa, sobre todo en Europa oriental y Rusia, eran sin duda un pueblo discriminado, oprimido y segregado. (Recomiendo el estudio clásico de Abraham León, marxista judío asesinado por los Nazis: The Jewish Question. A Marxist Interpretation [New York: Pathfinder, 1970]) La Europa cristiana portaba en su interior un antisemitismo que se manifestaba de diversas formas y con distintos grados de violencia según el país. Distintos movimientos proponían diversas rutas de emancipación. Los liberales proponían la progresiva superación de las discriminaciones bajo gobiernos democráticos. Otros vinculaban la emancipación del pueblo judío al derrocamiento del capitalismo, es decir, al socialismo. De hecho, en ese momento era notoria la sobrerrepresentación de judíos en los partidos revolucionarios: baste recordar figuras como León Trotsky y Rosa Luxemburgo. Es en ese contexto que también nace el movimiento sionista.
El sionismo plantea la creación de un estado judío como solución a la opresión sufrida por los judíos en Europa. Este proyecto era portador desde un inicio de dos contradicciones que le han acompañado durante toda su historia y que han tenido consecuencias trágicas.
La primera surge del hecho de que para crear un estado se necesita un territorio. El movimiento sionista debatió diversas posibilidades, pero se decidió en definitiva por Palestina. Como dijo uno de los fundadores del movimiento: una tierra sin gente para una gente sin tierra. El problema, por supuesto, es que Palestina no era una tierra sin gente. En Palestina había gente: una población árabe, mayormente musulmana, pero también cristiana, cuyos antecesores habían vivido y trabajado en ese territorio durante siglos. Crear un estado específicamente judío en ese territorio conllevaba someter o desplazar, someter y desplazar esa población con colonos judíos. [Una discusión pionera y vigente del tema puede leerse en Maxime Rodinson, Israel. A Colonial Settler State? (New York: Pathfinder, 1973)] Es decir, suponía realizar lo que en la actualidad llamaríamos una limpieza étnica. En fin: era una forma de luchar contra una forma de opresión en Europa instituyendo otra en Palestina. Era una forma de combatir el racismo en Europa, perpetuándolo en otro sitio. Una forma de combatir los crímenes del antisemitismo, preparando nuevos crímenes contra los palestinos. Una forma que proponía convertir los oprimidos en Europa, en opresores en otro territorio. Este es uno de los crímenes iniciales y constantes del sionismo: convertir la justa protesta contra la opresión en medio para justificar otra forma de opresión.
Por supuesto, la noción de la colonización de territorios en Asia y África por europeos no es invento del sionismo. En esto el sionismo era más un imitador que un iniciador. En aquel momento se vivía la época de auge del imperialismo clásico y buena parte del planeta estaba bajo control de los grandes poderes europeos. Estados Unidos había entrado en el reparto de colonias con la conquista de Filipinas y Puerto Rico en 1898. Una de las variantes del imperialismo era la ocupación del territorio por colonos europeos (el caso de Sur África, de Argelia, por ejemplo). Esa dominación europea se asentaba en la convicción de la superioridad moral, intelectual y técnica europea, de su misión civilizadora en Oriente, de su condición de misionera de la modernización. El sionismo, a pesar de las inclinaciones socialistas de algunos de sus pioneros, hizo suya esta perspectiva imperialista y racista: enganchó la protesta contra el antisemitismo al racismo imperial que justificaba la subordinación y el desplazamiento de los pueblos conquistados, en este caso, los pobladores árabes de Palestina. Nadie ha estudiado esto más elocuentemente que el gran crítico palestino Edward Said en su libro The Question of Palestine (New York: Vintage, 1980)
El sionismo, como proyecto colonial, enlazaba la justa protesta contra el antisemitismo en Europa con el proyecto imperial de la misma Europa. Esa conexión se concretó inicialmente en una alianza con el imperialismo británico. Al momento de iniciarse la Primera Guerra Mundial, el Medio Oriente, incluyendo Palestina, era parte del Imperio Otomano. Tanto Francia como Gran Bretaña ansiaban arrebatarle estos territorios. Como parte de su proyecto el gobierno británico promovió la rebelión árabe contra el Imperio Otomano (esa fue la misión del famoso Lawrence de Arabia) a la vez que se comprometió (a través de la también famosa declaración Balfour) a favorecer la creación de un «hogar» para el pueblo judío en Palestina de acuerdo a los deseos del movimiento sionista. Que estos proyectos fuesen potencialmente contradictorios poco importó a sus formuladores, con tal de abrir paso a su control de la región.
Terminada la guerra mundial y disuelto el imperio Otomano, la Liga de las Naciones concedió a Gran Bretaña el control de Palestina. Así, el proyecto de colonización sionista se acelera bajo protección británica. El pueblo palestino, sometido al control británico observa con creciente preocupación como sus gobernantes coloniales toleran la colonización sionista. Aun así el proceso avanza lentamente. La realidad es que el sionismo solo adquiere verdadera fuerza en Europa en la década de 1930 con el surgimiento del nazismo y su campaña de exterminio de la población judía. Con la creciente fuerza del movimiento se agravan las contradicciones con el gobierno británico. Al fin y al cabo, terminada la guerra, las Naciones Unidas proponen una división territorial que otorga 56% del territorio de Palestina al futuro estado judío. Pero incluso en ese territorio los no judíos constituían 45% de la población. Esta propuesta tan solo podía verse por los árabes como la rendición de mitad de Palestina al colonizador. Durante la guerra entre fuerzas árabes que siguió, Israel ocupó 80% del territorio. En ese territorio la mayoría judía hubiese sido aún más reducida de no haber sido por el hecho de que más de 700,000 palestinos abandonaron sus hogares durante la guerra. Terminada la guerra, Israel impidió (y sigue impidiendo) su regreso: se había limpiado el territorio para la aceleración de la colonización sionista. Parte de la población Palestina permaneció en el territorio de Israel, otra parte se refugió en Jordania, otra en Gaza (que en ese momento era parte de Egipto). Así nace el estado de Israel: sobre la base del desplazamiento del pueblo palestino, primero bajo el régimen colonial británico y luego como resultado de la guerra de 1948.
Se suponía que los palestinos desaparecerían, que se resignarían a la pérdida de su tierra, de su historia. Pero no desaparecieron. Al contrario, se aferraron a su reclamo legítimo de regresar y vivir en Palestina. El estado de Israel, como estado judío, como proyecto colonial se ha reproducido desde entonces negando, combatiendo y reprimiendo esa resistencia palestina, resistencia que desde el principio ha sido combatida y descrita como terrorista y que ha tenido que enfrentar un enemigo mucho más poderoso desde el punto de vista militar.
Inicialmente, la resistencia provino de las comunidades palestinas fuera de Israel, organizadas predominantemente, aunque no únicamente, por la Organización de Liberación Palestina. Hasta 1970 su centro de operaciones inicial se ubicó en Jordania, año en que el gobierno del Rey Hussein atacó y reprimió severamente a las comunidades y el movimiento palestino, hecho que nos recuerda que los palestinos no solo han tenido que enfrentar al estado de Israel sino también a los gobiernos árabes que le han temido y le temen a una revolución palestina más que al estado de Israel. Expulsada de Jordania, la OLP se reconstruyó en Líbano: para destruirla Israel invadió Líbano a principios de la década de 1980, invasión que entre muchas otras atrocidades incluyó la masacre de Sabra y Shatila perpetrada por milicias derechistas bajo la orientación y a la vista del ejército israelí.
Sin duda, el movimiento palestino incluía diversas tendencias (religiosas, seculares, nacionalistas, socialistas de diversas corrientes), algunas de la cuales adoptaron tácticas que es legítimo describir como terroristas (ataques a civiles desarmados). Pero no puede reducirse la resistencia palestina a esas acciones, ni mucho menos pueden usarse para justificar las masacres y el castigo colectivo dirigido contra las comunidades palestinas en o fuera de los territorios ocupados.
Pero aquí nos topamos con la segunda gran contradicción del proyecto sionista, contradicción que comparte con otros proyectos de asentamiento colonial. Esta contradicción se manifiesta agudamente a partir de la guerra de 1967. Como resultado de esa guerra, Israel ocupa la franja de Gaza (hasta entonces bajo control egipcio) y Cisjordania (hasta entonces bajo control de Jordania), entre otros territorios. Estas zonas serán conocidas normalmente como los «territorios ocupados». Al ocupar estos territorios también adquirió el control directo de una abundante población palestina: a diferencia de 1948, la gran mayoría de los palestinos no abandonó sus hogares durante la guerra. ¿Qué hacer con estos territorios? Se les podía anexar a Israel. Pero en ese caso, millones de Palestinos se convertirían en ciudadanos de Israel, lo cual sería democrático, pero pondría en peligro el carácter judío del estado israelí. Se podía anexar los territorios y privar a los palestinos de la ciudadanía, lo cual mantendría la mayoría judía, pero no permitiría presentar a Israel como la democracia que reclamaba ser. Se podía expulsar o exterminar a los palestinos, lo cual tampoco era factible. Así, la contradicción que se planteaba era y es la tensión entre el carácter proclamadamente judío del estado palestino, por un lado, y democrático, por otro. Si se asimilaba la población palestina a la democracia israelí se amenazaba su carácter judío; si se excluía la población palestina de la ciudadanía difícilmente podía hablarse de Israel como una democracia. La decisión, por tanto, fue no anexar a los territorios ocupados sino mantenernos bajo un régimen de ocupación militar. Más allá de eso, el balance de las políticas impulsadas por los gobiernos israelíes mezclan diversas opciones: un aumento de los asentamientos judíos en los territorios ocupados, que garanticen su eventual anexión; un fomento de le emigración palestina que despeje el territorio de su presencia; una represión feroz de toda protesta y resistencia. Mientras tanto, los sectores más extremos de la derecha israelí no abandonaba el objetivo de lograr la expulsión de todos los palestinos que abriera paso a la anexión de los territorios ocupados.
A pesar de toda la violencia e inhumanidad que conllevaba el régimen de ocupación en Gaza y Cisjordania, la situación fue más o menos manejable para los ocupantes durante dos décadas. Pero todo cambió a partir de 1987 con el inicio de la rebelión en los territorios ocupados, conocida como la intifada. A partir de esa fecha, se inicia una resistencia amplia en los territorios ocupados que a costa de un precio humano altísimo va minando la moral de los ocupantes. El problema de qué hacer con los territorios ocupados se agudiza. Como dije, no faltan los movimientos sionistas más extremos que plantean la expulsión de los palestinos. La solución que prevalece es otra y corresponde a propuestas y planes elaborados desde mucho antes (el llamado plan Allon): consolidar los asentamientos sionistas en los territorios ocupados, dividir los territorios ocupados con carreteras bajo control israelí, asegurar el control de las fronteras externas de los territorios y crear en los fragmentos de territorios restantes algún tipo de gobierno bajo control palestino (inicialmente se pensó en control de Jordania, pero después de la intifada se optó por lo segundo). (Sobre este tema ver Gilbert Achcar, Eastern Cauldron [New York: Monthly Review Press, 2004]). Ese proyecto se plasmó a principios de la década de 1990 en los acuerdos de Oslo que comprometieron tanto al gobierno israelí como a la OLP. Para muchos la Autoridad Palestina debía ser el germen de un futuro estado palestino, cuya coexistencia con Israel sería la clave para una paz duradera en la región. Otros indicaron, desde el principio que la creación de la Autoridad Palestina tan solo pretendía neutralizar la intifada y, peor aún, transferir la represión directa de la protesta palestina de las autoridades israelíes a la OLP. Para muchos, aceptar estos acuerdos constituyó un serio error de la OLP.
Como parte de los acuerdos se le exigió a la OLP y a sus líderes que reiteradamente renunciaran «al terrorismo». Este gesto tiene una importancia que muchas veces se pasa por alto: con esa exigencia se pretende justificar todas las atrocidades sionistas pasadas como acciones legítimas contra el terrorismo. Como parte de los acuerdos se exige que los palestinos reflexionen sobre el pasado y renuncien y repudien parte de las acciones que se han realizado en su nombre, pero, no se hace igual exigencia al gobierno o la sociedad israelí: no se le exige que reconozca y renuncie a las masacres, los desplazamientos o que reexamine y considere su origen colonial. (Sobre esto véase el magnífico libro de Michel Warshawski Toward an Open Tomb. The Crisis of Israeli Society [New York: Monthly Review, 2004])
Incluso las muy limitadas disposiciones de los acuerdos de Oslo eran demasiado para la derecha sionista: en 1995 un militante sionista asesinó Yitzhak Rabin, el jefe de estado israelí que había apadrinado los acuerdos de Oslo. Mientras tanto se aceleró la colonización de los territorios ocupados con asentamientos sionistas. En 2000 las negociaciones para finalizar los acuerdos de Oslo fracasaron una vez más, entre otras razones por la negativa israelí de atender el problema del derecho de los refugiados palestinos de regresar a su tierra. Desde entonces las zonas de la Autoridad Palestina han sufrido reiteradas invasiones (la primera en 2002 que incluyó la masacre de Yenín) a la vez que se ha intensificado el estrangulamiento de esos territorios por el estado israelí.
Luego vino el bloqueo de Gaza, una vez Hamas ganó las elecciones de la Autoridad Palestina en ese territorio, seguido de la invasión de 2008-2009 que mencionamos anteriormente y de la más reciente invasión en 2014. A partir de 2000, el estado israelí ha ido construyendo una pared, una gran barrera que separa a los territorios ocupados de Israel. La participación de los palestinos en la economía israelí, incluso como sector explotado, se ha reducido grandemente. Como ha dicho un analista, los palestinos son cada vez más un pueblo oprimido pero no explotado, dominado, pero no necesario para Israel. Desde el punto de vista del gobierno de Israel, se trata de gente, de un pueblo, desechable y se les trata como tales.
No pocos ciudadanos de Israel han indicado y denunciado el creciente deterioro de la sociedad israelí como consecuencia de esta situación. Para justificar la represión de todo un pueblo se le tiene que deshumanizar: primero se denuncian las organizaciones supuestamente terroristas (con lo cual se autoriza el asesinato de sus líderes), luego se considera a todo el que protesta contra la ocupación israelí como terrorista (con lo cual se legitima abrir fuego contra demostraciones pacíficas), luego se concibe a todos los palestinos como terroristas (con lo cual se justifican los castigos colectivos, de familias y vecindarios enteros supuestamente asociados con algún atentado), luego se considera a los palestinos que ostentan ciudadanía israelí como una amenaza interna potencial que se convierte en traición si se atreven a protestar (con lo cual se justifica la retirada de inmunidad parlamentaria y el acoso de funcionarios electos palestinos), hasta llegar a considerar incluso a los ciudadanos judíos de Israel que se solidarizan con los palestinos (activistas por la paz, «nuevos historiadores», periodistas critícos) como aliados o cómplices del terrorismo. Más allá se ataca y calumnia a investigadores y académicos que critican a Israel, como el historiador Norman Finkelstein, entre otros.
Por otro lado, desde mucho antes se había seguido la táctica de denunciar como antisemita a todo el que se atrevía a denunciar al estado de Israel. Muchos de esos críticos, no pocos de ellos judíos, detectarían el paralelo más amargo: la guetoización de los palestinos, la desvalorización de sus vidas, los castigos colectivos, los llamados a su expulsión no podían más que recordar las prácticas a que los judíos habían sido sometidos en Europa. Así Michel Warshawski cita las amargas palabras del periodista israelí B. Michael al enterarse de que algunos prisioneros palestinos habían sido tatuados con números: «El curso histórico que el pueblo judío ha cubierto durante los sesenta años que van de 1942 a 2002 sin duda pueden proveer material para estudios históricos y sociológicos fascinantes. En sesenta años: de tatuados y reducidos a números a tatuadores y reductores a números. En sesenta años: de encarcelados en guetos a encarceladores de otros. En sesenta años: de pasar en fila con las manos en alto a hacer que otros pasen en fila con las manos en alto… Han sido sesenta años, y no hemos aprendido nada… Lo hemos olvidado todo…».
Igual de elocuentes son las palabras en un artículo en el periódico francés Le Monde de un destacado líder sionista, Abraham Burg, antiguo presidente del parlamento israelí, cuya idealización de los inicios del sionismo no le restan impacto a su diagnóstico: «El sionismo está muerto y sus asesinos están sentados en la mesa del gabinete de gobierno en Jerusalén. No dejan pasar oportunidad para barrer con todo lo que fue hermoso en nuestro renacimiento nacional. La revolución sionista se asentaba en dos pilares: la sed de justicia y un equipo de gobierno comprometido con la moralidad cívica. Ambos han desaparecido. La nación israelí hoy no es más que una masa deforme de corrupción, de opresión y de injusticia. El fin de la aventura sionista ya está tocando a la puerta. Sí, es probable que la nuestra sea la última generación sionista. Quedará un estado judío—un estado irreconocible y detestable. Luego de dos mil años de lucha por sobrevivir, nuestra realidad es un estado colonialista bajo el yugo de una claque corrupta, un estado que es una burla a la legalidad y a la moralidad cívica».
Pero este final no debiera sorprender a nadie (y es lo que Burg no entiende): ese desenlace estaba inscrito en el proyecto de crear un estado definido étnica y religiosamente sobre la base de la expulsión de otro pueblo. Tal proyecto es incompatible con la justicia, con la democracia y con la paz. La resistencia palestina a tal proyecto es una causa justa, siempre lo ha sido, y merece nuestro apoyo. El gran historiador marxista, también de origen judío, Isaac Deutscher, ya lo había señalado a propósito de la guerra de 1967: «La responsabilidad de la tragedia de los judíos europeos, de Auschwitz… y las matanzas de los ghettos, incumbe únicamente a nuestra civilización burguesa occidental, de la cual surgió la degeneración del nazismo. Sin embargo, fueron los árabes los que tuvieron que pagar el precio de los crímenes de Occidente. Y siguen pagando, ya que la ‘mala conciencia’ de Occidente es, naturalmente, pro-israelita y anti-árabe». Y seguía «No debemos permitir que las invocaciones de Auschwitz sean un chantaje que nos haga apoyar una causa injusta. Estoy hablando como marxista de origen judío, cuyos parientes más próximos perecieron en Auschwitz y cuyos familiares viven en Israel». Refiriéndose al resultado de la guerra de 1967 escribía: «Para mí era asqueante ver en la televisión, durante aquellos días, las escenas que se desarrollaban en Israel. El despliegue del orgullo y la brutalidad de los vencedores; los brotes de chauvinismo y los festejos de la poco gloriosa victoria, contrastando con las imágenes dolorosas de los árabes desolados, los camiones cargados de refugiados jordanos y los cuerpos de los soldados egipcios, muertos de sed en el desierto». (La cita viene de Isaac Deuscher, El judío no sionista y otros ensayos [Madrid: Ayuso, 1971]) Parecería que Deutscher escribe hoy, no hace cuarenta y cuatro años.
La paz no puede crearse con estados ni judíos ni islámicos: tan solo habrá paz cuando pueda crearse un estado en palestina que sea un estado de sus ciudadanos, lo cual era el objetivo de la OLP en sus mejores momentos. Y eso, como bien ha planteado Warshawski, exigirá una profunda transformación de Israel mismo. La identidad israelí, plantea Warshawski, «se forjó en un proceso de colonización mediante una doble destrucción: la de la existencia de la población árabe indígena y la de la identidad, o, mejor, de las identidades judías anteriores al sionismo». Ahora, en la búsqueda por la paz habría recuperar esa antigua identidad diaspórica. Y añade Warshawski en un pasaje admirable sobre las condiciones necesarias para superar el conflicto. Al contrario de los constantes llamados a los oprimidos, a los palestinos, para que renuncien a la violencia y al terrorismo, Warshawski dirige su llamado a los opresores que tanto gustan presentarse como los asediados y agredidos: «El pleno reconocimiento de una legitimidad Palestina, es, evidentemente, una de las condiciones, insuficiente pero ineludible, de una aceptación de Israel por parte del mundo árabe circundante. Pero quien dice legitimidad dice por ello mismo ilegitimidad del proceso de expoliación y de expulsión, y por consiguiente, reexamen radical de sí mismo y de la génesis de la existencia nacional judía en Palestina. El trabajo de apertura es también un trabajo intransigente de apertura de los asuntos del pasado, un trabajo de memoria. Porque no puede haber reconciliación sin reconocimiento por parte de Israel, sus dirigentes y su población, de la injusticia cometida… en contra del pueblo palestino. Ni sin solicitud de perdón. No se trata solamente de una deuda moral que pagar a las víctimas de más de un siglo de colonización y expoliaciones, sino también de la necesidad, para el pueblo israelí, de aprehender las raíces de su propia existencia. La paz y la reconciliación son incompatibles con la amnesia. Exigen, por el contrario, que se reevalúe la propia historia y que se tenga el valor de mirarse en el espejo, sin filtros y sin máscaras. Sólo una petición de perdón sincera y global por los crímenes cometidos puede crear las condiciones de una igualdad real entre quienes han perpetrado esos crímenes y sus víctimas. Es una condición ineludible para que la paz sea el punto de partida de una verdadera reconciliación». (Los interesados deben consultar En la frontera. Israel-Palestina: testimonio de la una lucha por la paz [Barcelona: Gedisa, 2004])
Dije que pensé escribir sobre la Primera Guerra Mundial, su significado y sus consecuencias. En parte he cumplido con esa intención, aunque no lo parezca. ¿Qué es la tragedia de Palestina sino un pliegue terrible de una historia igualmente terrible que incluye las guerras entre imperios (británico y otomano, por ejemplo), la devastación provocada por la gran depresión, el surgimiento del fascismo como respuesta a esa depresión y para aplastar la llama de la revolución, el genocidio dirigido contra el pueblo judío por los nazis y las guerras coloniales, de Vietnam a Argelia a las colonias portuguesas entre tantas otras? ¿Y qué es esa historia de guerra, depresión, desarticulación social y represión, sino la consecuencia de un sistema social y económico basado en la explotación y la competencia y, por tanto en la desigualdad y la agresión y por tanto, en el colonialismo y la guerra, entre otros males? Por eso la lucha contra cualquiera de sus consecuencias nunca debe llevarnos a olvidar la necesidad de ir preparando también la superación de ese sistema social.
Por lo pronto tenemos que educar sobre la historia de la situación en Palestina: los medios de comunicación o no explican nada ofrecen, casi siempre la versión oficial del gobierno israelí. Y tenemos que exigir por todos los medios que podamos el fin de la invasión de Gaza, el fin del bloqueo y de los castigos colectivos.
Hay que recordar que el proyecto sionista no ha creado una entidad viable e independiente: Israel depende absolutamente del apoyo material de Estados Unidos que además lo escuda diplomáticamente. Para muestra un botón: mientras el Presidente Obama lamenta la muerte de niños en Gaza, su delegado en el consejo de derechos humanos de Naciones Unidas emite el único voto en contra de que se realice una investigación de posibles crímenes de guerra perpetrados por el ejército israelí en Gaza. No solo no condena, sino que ni siquiera apoya que se investigue. Tenemos que exigir el fin del apoyo al gobierno israelí.
Existe un amplio y creciente movimiento de Boicot, Desinversión y Sanciones que también debemos apoyar, como se hizo en la lucha contra el apartheid en Sur África. Una buena fuente de información es la página del Alternative Information Center (alternativenews.org). Ya hemos visto con asombro y tristeza como Joaquín Sabina y Joan Manuel Serrat han ido a cantar en Israel mientras la agresión contra Gaza está en curso. Aunque nuestra voz se proyecte menos que la de ellos, puede contener la vergüenza que, en el momento más necesario, a ellos les ha faltado.