La hija más querida de Goethe
“Lo que busco en el cuadro es expresar con el rojo y el verde la espantosa pasión de los hombres. No es un color literalmente cierto, desde el punto de vista del realismo, pero sí un color sugestivo, que expresa la agitación de un ardiente sentimiento. Trato de expresar que el Café es un lugar donde uno puede enloquecer y hasta cometer un crimen.”
Van Gohg describe de esta manera su famosa pintura Café nocturno realizada en Arles en 1888, un año antes de morir. Mediante el contraste del rojo sangriento y el dulce verde quiere expresar la atmósfera de un ardiente submundo en el que reinan las tinieblas y el sufrimiento. Reconoce que “es uno de los cuadros más feos que he pintado”; se refiere, claro, a las terribles pasiones que expresa.
En esta misma época Gauguin habla de la música de la pintura y de cómo nos sentimos atraídos y cautivados por el acorde mágico de los colores de una obra, aun antes de saber lo que representa. Por eso, dice, la pintura es superior a cualquier otro arte ya que produce una conmoción que llega a lo más íntimo del alma. El color es algo enigmático en las sensaciones que despierta en nosotros y, por lo tanto, el pintor debe utilizarlo considerando los efectos que parten de él, de su naturaleza, de su fuerza interior misteriosa e inescrutable.
No son los únicos pintores que hablan del color en términos sugestivos, pero sí son los primeros que se plantean de forma explícita la posibilidad de crear mediante el color, armonías diversas que correspondan a nuestro estado de ánimo.
¿Plantear esto no es algo verdaderamente misterioso y fascinante a la vez?
En 1665 Isaac Newton afirmaba que el color se debe a los rayos que conforman la luz, por lo tanto, según él, la luz no es el principio activador de los colores (como creía Aristóteles) ni el vehículo de los colores (como se pensaba en la Edad Media), es el medio mismo del color. Para entender el color hay que entender la luz. Es el primero que habla de espectro al descomponer un rayo de luz blanca a través de un prisma obteniendo un espectro luminoso de siete colores.
En 1810, Goethe escribió su Teoría de los colores en la que se apartaba de los principios estrictamente físicos de Newton y subrayaba la subjetividad del color y la reacción humana ante los colores. El propio poeta dijo que se trata de su obra más querida y de la que se sentía más orgulloso. Para muchos su teoría es producto de una mente seudocientífica e incluso reaccionaria, sin embargo fue esencial en la pintura del siglo XX y, aunque denostada, ha sido y es un instrumento para los profesores de pintura que, como Josef Albers lo utilizaron o lo utilizan hoy en sus clases de teoría del color.
Miremos su bello triángulo, esencial y claro. Un triángulo equilátero dividido en nueve triángulos: tres colores primarios, tres secundarios y tres terciarios.
Según Goethe, las diferentes subdivisiones de este triángulo, producen estados de ánimo diferentes, es decir, un color tiene muchos rostros y es relativo. Asume sólo dos colores elementales, el amarillo y el azul y los concibe como dos polos opuestos: uno positivo y otro negativo. Al amarillo le dio las cualidades positivas como suavidad, serenidad y alegría.
Tal vez una de las obras en la que esta visión es más evidente es en La mañana después del Diluvio que Turner realizó en 1843 tras leer una traducción de la Teoría de Goethe. Una composición casi abstracta en la que las tonalidades amarillas se apropian del espacio. El brillo de la luz compite con las fuerzas de la tormenta que avanzan amenazando el amanecer.
La teoría de Goethe no es científica, claro y puede ser criticable desde ese punto de vista, pero su propuesta tiene un carácter poético inspirado en la intuición y el sentimiento y, esos elementos, son enormemente atractivos.