La metáfora madre
Siempre volvíamos al exabrupto palesiano: Puerto Rico burundanga, disolución constitutiva que nos refería, inseguros, al diccionario de la RAE: ¿burundanga o morondanga? La figura evocaba las vergüenzas de un reguerete de gente naufragando en el torbellino de una metáfora náutica, la nave al garete de Pedreira. Más allá de ese horizonte catastrófico, solo se nos aseguraba la muerte en alguna escaramuza de guerrilleros urbanos antimperialistas.
Hoy me siento lejos de todo eso, como decía la poeta, o quizás más cerca que nunca. Las llaves están abiertas y se me ocurren metáforas de manera incontinente. Hagamos una lista de metáforas expresivas.
1) Primera metáfora. La más decrépita y amarga que recuerdo es la sentencia de Jacinto Salas y Quiroga, escrita o pronunciada en 1839: “Puerto Rico es el cadáver de una sociedad que no ha nacido”. Qué pesado el prenatimuerto. Parece que el dictamen del poeta influyó muchísimo en Alejandro Tapia y Rivera, quien además de citarlo en sus Memorias, escribió dos sátiras de ultratumba con humor y metempsícosis: las novelas Póstumo el transmigrado y Póstumo el envirginiado. Tan perdurable es el cuerpo en estado de suspensión desanimada que todavía se exhibe en el museo de historia natural de Pedro Pietri.
2) La barroca metáfora del cadáver tuvo no sé si un contrapunto, o una respuesta o variación en el mismo siglo 19: la isla doncella de Gautier, la del níveo cinturón de espumas que poco tardó en convertirse en la doncella mancillada de Zeno Gandía y siguió provocando cariños con pena en la Cordelia amarga de Gabriela y en las jibaritas prostituidas de René Marqués, hasta recuperar en la danza “Verde luz” la pureza usurpada.
3) La tercera metáfora, al menos en sucesión cronológica, se relaciona con otro cadáver: la tenia o solitaria que exhibía en alcohol el boticario del pueblo gris y opaco del poema de Palés. La ostentación del parasitismo, del desaliento y la abulia, del alcoholismo y el deseo de emigrar, en suma, carcomen las entrañas de la isla de lo sedentario y lo monótono.
4) Cuarta metáfora: el viaje. Sostuvo Pedreira, hacia 1930: “La historia de Puerto Rico ha tenido que desarrollarse en actitud defensiva, replegándose sobre sí, guardándose hacia adentro para evitar sorpresas estratégicas”. Concreción de cierta dualidad entre costa y montaña que retomará José Luis González en Balada de otro tiempo, como si en efecto fuéramos la miniatura de un inmenso país andino. En pasadizos cavernosos entre el adentro y el afuera anida la metáfora del viaje. Fueron peregrinas en más de un sentido Los infortunios de Alonso Ramírez y los Viajes de Scaldado, de Betances. Las emigraciones forzadas más que por la fascinación de la aventura por el empujón del hambre; el viaje como extirpación y desarraigo, trazan rutas excéntricas en la narrativa de Manuel Ramos Otero y de Tomás López Ramírez; en Pedro Juan Soto, José Luis González, Piri Thomas, Pedro Pietri y Judith Ortiz Cofer.
5) Quinta metáfora: la enfermedad. En los narradores positivistas del 19, el foco infeccioso de las desviaciones aglutinaba cuanto era preciso vigilar, reparar, normalizar, sanar. En las escrituras actuales se desenjaulan los seres marginales. Desde la animalidad, en el sentido de Deleuze, accedemos al manicomio utópico de Goenaga en el relato de Vanessa Vilches, que además, en el mismo libro, Espacios de color cerrado, cuenta la historia de un hombre lobo del país y el devenir animal de su antropóloga.
- A propósito de los vesánicos sueños de la razón colonizadora o imperialista, el proyecto de un viaje a la universidad de Bloomsburg me descubrió a Juan José Osuna. En los archivos de la universidad de Bloomsburg, Pennsylvania, están sus documentos, muy cerca de sus restos, enterrados en un cementerio de austeras lápidas cuáqueras endurecidas por la nieve. Osuna nació en Caguas en 1884. A los 16 años le ofrecieron una beca para estudiar en Estados Unidos. Fue un boleto hacia la locura antropológica. Lo internaron en la escuela Carlisle, donde se deformaban niños de las reservaciones indígenas. Osuna describe sus impresiones de los infantes de los pueblos iroquois y lakota desde la perpleja identidad de un criollo caribeño: “we had never seen such people before”. La historia oficial cuenta que lo salvó una familia de granjeros blancos de ascendencia irlandesa. Lo innegable, y es a lo que voy, es que su tesis de 1923, A History of Education in Puerto Rico, tiene a ratos aire de novela. En momentos de dispersión anecdótica, parece más moderna que sus contemporáneas El negocio y Redentores. Sucede cuando Osuna narra los despropósitos de la llamada escuela modelo, con su plantel de maestros que no sabían español reclutados para enseñar a nativos que no sabían inglés; o cuando comenta el ostracismo inevitable de una maestra joven que no sabía español cuando llegaba a un pueblo recóndito de la isla donde ni el cura ni el alcalde ni el boticario masticaban “el difícil”; o cuando anota que el gobierno militar decretó unas reglas imposibles de cumplir para certificar a los maestros de la vieja escuela española. Los desajustes deslumbran. Es lícito buscar ficciones y literatura donde no se supone que estén.
6) La sexta metáfora demarca el conjunto de comportamientos aprendidos que Arcadio Díaz Quiñones llamó “el arte de la brega”. Equivalente boricua del “don’t ask don’t tell”, sucedáneo entrañable de las femeninas tretas del débil. En literatura deja huellas en cierta narrativa de lo ordinario sin vuelos, pero no sin riesgos. He ahí al maravilloso lector aguzao, el Papo Impala de Juan Antonio Ramos, o el jíbaro de ciertas décimas de Llorens; incluso, a ratos, algo brega el blanquito seso hueco de las elegantes sátiras de Emilio Díaz Valcárcel.
7) Séptima metáfora: la isla de los mundos perdidos, la caverna profunda de los conocimientos olvidados, relacionada con otra figura: la memoria rota. Estudiamos en Estados Unidos, allá formamos la familia disfuncional de muchos de nosotros. Allá sentíamos nostalgia de una isla otra, ajena a la ocupación total; desapercibida, invisible; isla de saberes ocultos, de ceremonias atávicas y sociedades secretas, de la masonería, de la memoria de la bruja de Angélica furiosa y de las sínsoras donde ubica la montaña mágica de los santos. Desde la añoranza, también sembraron sus libros María Benedetti, biógrafa de plantas prodigiosas, Aurora Levins Morales y Judith Ortiz Cofer, que capta bien los efectos de la memoria rota en una hermosa ars poética, el poema titulado “The Latin Deli” y en un relato, “Not for Sale”, protagonizado por un personaje que compartimos. El buhonero árabe de Ortiz tocaba las puertas de una ciudad en New Jersey, la Paterson que apenas llegó a conocer William Carlos Williams; el árabe vendedor ambulante de la urbanización Hermanas Dávila les fiaba atroces esculturas de yeso a nuestras madres, que llenaban de canéforas y cornucopias sus flamantes casitas.
8) Octava metáfora: la isla experimental, un exceso paranoico que supura novelas como Sexto sueño y otras dos que me rondan. El plan Tennessee es futurista y cómico política. La otra, una especie de narconovela histórica que tiene título. pero no salida. La rata de laboratorio que se siente observada, clasificada y anotada devuelve la mirada. Por suerte comparte cárcel con otros confinados: Alfredo Collado Martell; Vanessa Vilches; la Marigloria Palma de Cuentos de la abeja encinta; todo De Diego Padró; Tapia siempre; Palés y las ruinas piranesias de La noche oscura del niño Avilés, de Rodríguez Juliá; las obras completas de Juan Carlos Quiñones.
Y ya. No es imposible idear metáforas. Lo difícil es cerrar la compuerta de las metáforas que se cruzan en una literatura de calidades ricas y huidizas, en una isla país que se estira y se comprime, se diluye, reconstruye y persiste: enmarañado y denso país de ruinas de proyectos visionarios latentes en la tolerancia flexible del caos; mar de los sargazos de migraciones e inmigraciones; parque temático fabricado con embustes y temores; telar de capas de metáforas, todo un mercado de metáforas. Nuestra búsqueda de una metáfora madre delataba, tal vez, la vivencia ingenua de un deseo apreciable: transformar un hábitat enajenado, “gris y opaco” en territorio “digno” de ser narrado. Para nuestra pobreza de aspirantes juveniles a escritores, el tedio vital de las urbanizaciones se dejaba sentir como el primo hermano plástico de la tenia en salmuera de Palés. Con el tiempo se aprende a captar la animación de esta isla pequeña densamente poblada de desperdicios recuperables, espacios ocultos y capas de historias. Con el tiempo se aprende no tanto a desear lo que no se tiene como a ver que nada se tiene nunca, excepto quizás lo único que se tiene, a ratos: la vida misma. Escribir es leer. Leer es saber volver al punto de partida, a la devolución, en el momento del nacimiento que es la muerte, de la línea de la vida; esa línea zigzagueante que ocupa el tiempo de un abrir y cerrar de ojos.